La entrada de estas personas en la Iglesia católica ha de ser considerada como “reconciliación de cada una de las personas que desean la comunión católica plena. Al recibir en las filas del clero católico a dicho clero episcopaliano casado, la Santa Sede ha hecho constar que la excepción a la norma del celibato se concede en favor de cada una de estas personas y no se ha de interpretar como un cambio del pensamiento de la Iglesia sobre el valor del celibato sacerdotal, que sigue siendo norma también para los futuros candidatos al sacerdocio provenientes de este grupo.
Michael Rennier, que escribe habitualmente en Aleteia, ha explicado desde estas páginas lo que sintió ese día de la Inmaculada, cuando fue ordenado sacerdote católico en presencia de su mujer y sus hijos. Aquí sus palabras:
“¿Qué se siente al ser sacerdote?”, es una de las preguntas que he recibido con más frecuencia desde mi ordenación. Podría responder con un sencillo “es fantástico” sin entrar en más detalles, pero si soy totalmente sincero, en gran parte sí es fantástico, pero también es terrorífico.
Siento alivio porque el largo periodo de preparación al fin haya terminado, pero también siento inquietud por asumir las responsabilidades de un sacerdote. Siento algo de inseguridad sobre cómo adoptaré esta nueva identidad pastoral, aunque al mismo tiempo no me siento tan diferente de como era antes. Siento que ahora cargo con el peso de esta responsabilidad, pero también sé que el peso no es difícil de llevar.
No creo que la ordenación sea diferente de todos esos momentos decisivos a los que cada uno de nosotros hace frente en el transcurso de la vida, como el matrimonio, el nacimiento de un hijo o la muerte de un padre. Las emociones ligadas a estos cambios son complejas, pero no importa lo que sintamos, porque la realidad es que nunca seguimos siendo los mismos.
La vida es un viaje increíble, lleno de momentos enormes y abrumadores, y también de momentos pequeños no menos importantes. Todos estos momentos son preciosos y, sin importar a dónde nos lleve el camino de la vida, todas nuestras historias son dignas de ser contadas.
Aquí os muestro algunos de los momentos más señalados de mi ordenación, capturados por la fotógrafa Cori Nations y por mi esposa, Amber Rennier.
Mi familia antes del comienzo de la misa, sentados en la primera fila. Parecen nerviosos, lo cual resulta curioso, porque creo que en ese mismo momento yo me encontraba en la sacristía, mirándome incrédulo en el espejo del cuarto de baño, preguntándome si lo que veía era real.
No sé cómo Cori consiguió tomar esta foto de mí sonriendo, en la puerta de la sacristía antes de la ordenación. No porque no estuviera feliz antes de la misa, sino porque habría pensado que estaba demasiado concentrado como para poder sonreír. Debió haber sido un momento de gracia.
La iglesia en la que fui ordenado es la basílica del Rey Luis IX. Está situada a la sombra del Arco de San Luis, en la rivera izquierda de río Misisipi y es una de las iglesias más antiguas a este lado del río.
La pintura de la crucifixión cuelga sobre el altar y esta imagen es un epítome perfecto de mis emociones en el momento en que caminaba hacia el santuario para mi ordenación. En cierto sentido, es como un cordero que va camino de su sacrificio, una marcha hacia una muerte espiritual.
Al final, la fe es individual y únicamente concierne a Dios y a cada uno de nosotros. Nadie puede tener fe en nuestro nombre. Puede ser un sentimiento solitario, hasta que levantamos la vista y nos percatamos de que no estamos solos en absoluto, sino que Dios nos acompaña a cada paso del camino. Él sabe cómo nos sentimos, conoce nuestros problemas y nuestras dudas. Podemos descansar bajo la sombra de su ala.
Como una semilla que cae a la tierra y debe morir antes de desplegar sus verdes brotes, en los momentos antes de ser ordenado, el sacerdote yace boca abajo en el suelo mientras la Iglesia reza por él. Entre las oraciones, se pide la intercesión de una larga lista de santos.
Tumbado boca abajo, tengo tiempo de reflexionar y estar absolutamente seguro de que entregar la vida a Dios es abrumador, pero también increíblemente liberador.
Aunque por la foto no puede percibirse, este es el preciso momento de la ordenación, toda la iglesia está en absoluto silencio mientras el arzobispo Carlson pone sus manos sobre mi cabeza. No hay palabras ni oraciones audibles para acompañar este momento, porque sea lo que sea lo que sucede en el alma de un hombre cuando se hace sacerdote, no puede expresarse en palabras.
Esta es mi hija mayor ayudándome a preparar la misa del día siguiente. Una de mis cosas favoritas es ver a mis hijos participando y contribuyendo en el oficio. ¡Se siente muy orgullosa de ayudar!
La ropa que lleva el sacerdote se denomina vestidura. Cada pieza tiene un alto simbolismo y un significado particular. Se tarda un rato en vestirse para la misa, pero me gusta la forma en que me ayuda a desacelerar y a calmar mi mente. Admito que la vestimenta puede ser un poco exigente, pero me ayuda a rezar mejor al recordarme que la misa es un momento especial, separado de la vida ordinaria.
Este es mi hijo de monaguillo. Solo tiene 6 años, pero le encanta ayudar y de hecho se comporta mucho mejor durante la misa cuando tiene un trabajo que hacer. ¡Supongo que no es nada común que un sacerdote tenga a su propio hijo como monaguillo!