El papa Francisco ha declarado santo a fray Junípero Serra este miércoles en Washington. Este franciscano de origen español llevó el Evangelio al suroeste de Estados Unidos y fundó nueve misiones en el siglo XVIII.

[Lea aquí en ReL su historia y su contexto]

Con su canonización equipolente -es decir, de forma extraordinaria sin necesidad de milagro-, el Pontífice ha valorado el trabajo de tantos misioneros que evangelizaron América y ha reiterado su llamada a toda la Iglesia a la misión.

Uno de los diez templos católicos más grandes del mundo, la Basílica de la Inmaculada Concepción, se ha quedado pequeña para la Santa Misa que el Santo Padre ha oficiado al aire libre ante más de 25 mil personas, y que también ha contado con la presencia del vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden.

En los jardines adyacentes había 15 mil fieles que han podido presenciar la celebración sentados y otros 10 mil que lo han hecho de pie. Además, dentro de la iglesia se encontraban unos 2.300 seminaristas y novicias estadounidenses que la han seguido desde allí a través de pantallas.

En el pórtico este del santuario, donde se ha situado un escenario con un altar erigido expresamente para la ocasión, el Papa ha presidido la primera ceremonia de canonización de la historia que ha tenido lugar en suelo norteamericano.

En su homilía, pronunciada en español, Francisco ha presentado al nuevo santo como “uno de esos testigos de Jesús, que supo testimoniar en estas tierras la alegría del Evangelio”. Fue un hombre que “supo dejar su tierra y sus costumbres. Se animó a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos, aprendiendo a respetar sus costumbres y peculiaridades”.

El misionero hispano contagiaba la chispa de “la vida de Dios en los rostros de los que iba encontrando, haciéndolos sus hermanos”.

Por eso, respondiendo a las protestas de algunos líderes indígenas de California, el Pontífice ha afirmado que “Junípero busco defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente por el dolor que causan en la vida de tantos”.

En esta misma línea, el Santo Padre ha llamado a evangelizar “sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad y sin purismos”, al tiempo que ha asegurado que el pueblo de Dios no “teme al error”. Así, ha detallado que Jesús no da una “lista selectiva de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje y su presencia” y ha explicado que quien lo sigue se tiene que alejar “de esperar una vida maquillada, decorada, trucada”.

A continuación, Francisco ha pedido a todos los cristianos que “vayan a aquellos que viven con el peso del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación”. “Vayan a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida de una persona”, ha insistido.

Por otro lado, el Papa ha lamentado el encierro de la Iglesia y ha exhortado que no se cristalice “en las elites, al aferrarse a las propias seguridades”. En este sentido, ha explicado que “el encierro en sus múltiples formas es la causa de tantas resignaciones”. La misión “no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un manual muy bien estructurado y planificado” sino de una vida que se sintió “buscada y sanada, encontrada y perdonada”, ha asegurado.

“La Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de la historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias, violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos”, ha enfatizado el Pontífice.

Fray Junípero Serra -ha concluido el Santo Padre- “supo vivir lo que es «la Iglesia en salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para compartir la ternura reconciliadora de Dios”.

Al finalizar la celebración, el papa Francisco ha regalado un cáliz a la Archidiócesis de Washington y ha depositado un rosario a los pies de la imagen de la Virgen María.


«Alégrense siempre en el Señor. Repito: Alégrense» (Flp 4,4). Una invitación que golpea fuerte nuestra vida. «Alégrense» nos dice Pablo con una fuerza casi imperativa. Una invitación que se hace eco del deseo que todos experimentamos de una vida plena, una vida con sentido, una vida con alegría. Es como si Pablo tuviera la capacidad de escuchar cada uno de nuestros corazones y pusiera voz a lo que sentimos y vivimos. Hay algo dentro de nosotros que nos invita a la alegría y a no conformarnos con placebos que siempre quieren contentarnos.

Pero a su vez, vivimos las tensiones de la vida cotidiana. Son muchas las situaciones que parecen poner en duda esta invitación. La propia dinámica a la que muchas veces nos vemos sometidos parece conducirnos a una resignación triste que poco a poco se va transformando en acostumbramiento, con una consecuencia letal: anestesiarnos el corazón.

No queremos que la resignación sea el motor de nuestra vida, ¿o lo queremos?; no queremos que el acostumbramiento se apodere de nuestros días, ¿o sí?. Por eso podemos preguntarnos, ¿cómo hacer para que no se nos anestesie el corazón? ¿Cómo profundizar la alegría del Evangelio en las diferentes situaciones de nuestra vida?

Jesús lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros: ¡vayan!, ¡anuncien! La alegría del evangelio se experimenta, se conoce y se vive solamente dándola, dándose.

El espíritu del mundo nos invita al conformismo, a la comodidad; frente a este espíritu humano «hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo» (Laudato si’, 229). Tenemos la responsabilidad de anunciar el mensaje de Jesús. Porque la fuente de nuestra alegría «nace de ese deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva» (Evangelii gaudium, 24). Vayan todos a anunciar ungiendo y a ungir anunciando.

A esto el Señor nos invita hoy y nos dice: La alegría el cristiano la experimenta en la misión: «Vayan a las gentes de todas las naciones» (Mt 28,19).

La alegría el cristiano la encuentra en una invitación: Vayan y anuncien.

La alegría el cristiano la renueva, la actualiza con una llamada: Vayan y unjan.

Jesús los envía a todas las naciones. A todas las gentes. Y en ese «todos» de hace dos mil años estábamos también nosotros.

Jesús no da una lista selectiva de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje, y su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida tal cual se le presentaba. Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de heridas, de sed, de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de esperar una vida maquillada, decorada, trucada, la abrazó como venía a su encuentro. Aunque fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada, sucia, destruida.

A «todos» dijo Jesús, a todos vayan y anuncien; a toda esa vida como es y no como nos gustaría que fuese, vayan y abracen en mi nombre. Vayan al cruce de los caminos, vayan... a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin purismos a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a anunciar el abrazo misericordioso del Padre. Vayan a aquellos que viven con el peso del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación. Vayan a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida de una persona. Vayan con el óleo que calma las heridas y restaura el corazón.

La misión no nace nunca de un proyecto perfectamente elaborado o de un manual muy bien estructurado y planificado; la misión siempre nace de una vida que se sintió buscada y sanada, encontrada y perdonada. La misión nace de experimentar una y otra vez la unción misericordiosa de Dios.

La Iglesia, el Pueblo santo de Dios, sabe transitar los caminos polvorientos de la historia atravesados tantas veces por conflictos, injusticias y violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos. El santo Pueblo fiel de Dios, no teme al error; teme al encierro, a la cristalización en elites, al aferrarse a las propias seguridades. Sabe que el encierro en sus múltiples formas es la causa de tantas resignaciones.

Por eso, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo» (Evangelii gaudium, 49). El Pueblo de Dios sabe involucrarse porque es discípulo de Aquel que se puso de rodillas ante los suyos para lavarles los pies (cf. ibíd., 24).

Hoy estamos aquí, podemos estar aquí, porque hubo muchos que se animaron a responder a esta llamada, muchos que creyeron que «la vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad» (Documento de Aparecida, 360).

Somos hijos de la audacia misionera de tantos que prefirieron no encerrarse «en las estructuras que nos dan una falsa contención... en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta» (Evangelii gaudium, 49).

Somos deudores de una tradición, de una cadena de testigos que han hecho posible que la Buena Nueva del Evangelio siga siendo generación tras generación Nueva y Buena.

Y hoy recordamos a uno de esos testigos que supo testimoniar en estas tierras la alegría del Evangelio, Fray Junípero Serra. Supo vivir lo que es «la Iglesia en salida», esta Iglesia que sabe salir e ir por los caminos, para compartir la ternura reconciliadora de Dios. Supo dejar su tierra, sus costumbres, se animó a abrir caminos, supo salir al encuentro de tantos aprendiendo a respetar sus costumbres y peculiaridades. Aprendió a gestar y a acompañar la vida de Dios en los rostros de los que iba encontrando haciéndolos sus hermanos. Junípero buscó defender la dignidad de la comunidad nativa, protegiéndola de cuantos la habían abusado. Abusos que hoy nos siguen provocando desagrado, especialmente por el dolor que causan en la vida de tantos.

Tuvo un lema que inspiró sus pasos y plasmó su vida: supo decir, pero sobre todo supo vivir diciendo: «siempre adelante». Esta fue la forma que Junípero encontró para vivir la alegría del Evangelio, para que no se le anestesiara el corazón. Fue siempre adelante, porque el Señor espera; siempre adelante, porque el hermano espera; siempre adelante, por todo lo que aún le quedaba por vivir; fue siempre adelante. Que, como él ayer, hoy nosotros podamos decir: «siempre adelante».