Robert W. Wilson era un multimillonario americano. En Wall Street había hecho fortuna y levantado ampollas con los hedge fund (o lo que es lo mismo, para los que viven en el mundo real, los fondos especulativos), acumulando millones y millones de dólares. Robert W. Wilson era una leyenda viviente, la quintaesencia del tycoon neoyorkino.
Robert W. Wilson murió a finales de diciembre lanzándose del decimosexto piso de su apartamento en el fantasmagórico palacio San Remo (también suyo) que se asoma sobre el Central Park, una de las direcciones más lujosas del más snob de los barrios de la Gran Manzana, el Upper West Side, un lugar donde han vivido tipos como el director Steven Spielberg, los actores Demi Moore, Glenn Close, Dustin Hoffman, Steve Martin y Bruce Willis, el cantante de U2 Bono y el gurú de Apple Steve Jobs.
Solo el apartamento, adornado con obras de arte fabulosas y cuidado en todo detalle, le había costado 300.000 dólares, pero en 2011 fue valorado en 20 millones. Pero él no cogía siquiera un taxi, utilizando siempre y solo el metro. Las pocas veces que había cogido un taxi, lo compartía con algún inquilino de su edificio.
Antes de saltar al vacío, Robert W. Wilson dejó un mensaje. Hacía poco le había dado un infarto, había salido de él pero sentía acercarse el final y no tenía ganas de prepararse a sufrir quién sabe por cuanto tiempo. Así, meditó durante un tiempo el gesto extremo, y se preparó a su manera. Había decidido donar todos sus millones de dólares, unos 800, a la beneficencia, y así lo hizo. En realidad había empezado a dar dinero desde hacía unos años, ganándose el respeto y la estima de la jet set de los multimillonarios. Sus últimos centenares los regaló, de cien en cien, al World Monuments Fund, al Nature Conservancy, a la Wildlife Conservation Society y al Environmental Defense Fund (EDF), un grupo de defensa del medio ambiente de esos obsesionados con el cambio climático: Wilson se había burlado de ellos, durante mucho tiempo, pero al final le conquistaron.
Cuando murió, hace pocas semanas, Robert W. Wilson tenía 87 años. Era notoriamente ateo, había estado casado 35 años, después se divorció y al final anunció al mundo su homosexualidad: un icono perfecto, en suma, del relativista políticamente correcto. Precisamente por eso es noticia el que sus últimos 100 millones de dólares, Wilson haya querido donárselos nada menos que a la archidiócesis católica de Nueva York, que preside el combativo cardenal Timothy M. Dolan (anterior presidente de los obispos americanos): en resumen, digámoslo, exactamente lo contrario de su estilo de vida y de sus querencias ideológicas.
¿Y por qué? Porque, como explicó Wilson a la Bloomberg News en 2010, “me di cuenta de que en todo el país las escuelas católicas estaban cerrando, y que probablemente Bill Gates no tenía dinero suficiente para salvarlas”. El sarcasmo de un neoyorkino nunca hace prisioneros, y su realismo glacial tampoco. Ayudando a los sacerdotes católicos de su ciudad, Wilson pretendía ayudar a las instituciones escolares católicas, y por tanto hacer rendir mejor sus propias inversiones: “Soy ateo”, dijo, “pero las escuelas católicas son de excepcional nivel de calidad, y por tanto he creído que era mi deber ayudarlas”.
Artículo publicado originalmente en La Nuova Bussola Quotidiana y traducido por Aleteia.