Al celebrarse el pasado jueves 6 de junio un nuevo aniversario del desembarco de Normandía, han vuelto a citarse las mil y una historias sobre la fecha que invirtió definitivamente el sentido de la Segunda Guerra Mundial.
Una de ellas, la del teniente capellán Joseph R. Lacy, del 5º Batallón de Rangers. Apenas una semana antes del Día D, provocaba la hilaridad de los soldados. Jóvenes miembros de una unidad de élite, entrenados como militares y en plena forma física, aquel cura sólo podía producirles risa: cuarentón, barrigón, bajito y con gafas de culo de botella (alguno le describía como "el pequeño gordo irlandés"), nadie daba un duro por su vida en cuanto sonasen los primeros disparos.
Sólo catorce días después, el 20 de junio, el presidente Franklin D. Roosevelt firmaba la concesión al sacerdote de la Cruz a los Servicios Distinguidos (la segunda más importante que se concede en acción de guerra, tras la Medalla de Honor del Congreso) "por su extraordinario heroísmo en las operaciones militares contra el enemigo armado. El capellán Lacy tomó la playa con una de las unidades que conducía el asalto. Se habían producido numerosas bajas por un duro fuego de fusil y mortero y artillería enemiga. Con desprecio absoluto a su propia seguridad, se movió por la playa continuamente expuesto al fuego enemigo y ayudó a trasladar a los hombres heridos desde el borde de la playa hasta protecciones relativamente seguras, al mismo tiempo que inspiraba a los hombres un similar desprecio por el fuego enemigo. Las heroicas e intrépidas acciones del capellán Lacy son ejemplo de las más elevadas tradiciones de las fuerzas militares de los Estados Unidos y reflejan su propio valor, el de su unidad y el del Ejército de los Estados Unidos".
Y ¿cómo "inspiraba a los hombres un similar desprecio por el fuego enemigo"? Pues "el pequeño gordo irlandés", mientras se dirigían a la playa, fue muy claro: "Cuando toquemos tierra y estéis ahí, no quiero ver a nadie de rodillas ni rezando, y a quien vea haciéndolo le daré una patada en el c... Lo de rezar dejádmelo a mí, y vosotros, a pelear". Pronto comprobarían de qué madera estaba hecho quien así les hablaba.
Fueron los primeros en llegar, a las siete y media de la mañana, a la zona que les correspondía en la denominada Omaha Beach. El padre Lacy abandonó la lancha de desembarco en último lugar, y justo antes de ser alcanzada por un obús, según evocó el capitán John C. Raaen Jr.
Todo se convirtió en un caos, recuerda The American Catholic, con la playa batida por la artillería y las ametralladoras alemanas. Los heridos y los muertos se acumulaban sobre la arena y en el agua, con aquéllos intentando con sus escasas fuerzas alcanzar suelo firme. No hubo uno que no recibiese el brazo protector del padre Lacy, quien cargaba con ellos hasta ponerlos a salvo y administraba la absolución y la extremaunción a los desahuciados.
Cuando su compañía se alejó de la playa, aún batida por el enemigo, el capellán continuó asistiendo a los heridos y moribundos de otras unidades del batallón. El sobrepeso que (sólo hasta aquel día) había divertido a sus hombres no sobrepujó su voluntad ni hizo desfallecer su caridad sacerdotal.