Entre los nombramientos claves que han marcado la fase reciente del pontificado de Benedicto XVI, a la cabeza de diócesis importantes, no está sólo el de Angelo Scola en Milán, de Charles J. Chaput en Filadelfia, de Rainer Maria Woelki en Berlín, de André-Joseph Léonard en Malinas-Bruselas y de Timothy M. Dolan en Nueva York.
Está también el de José H. Gómez en Los Ángeles.
Tres de los nombramientos citados remiten al liderazgo de la Iglesia Católica en Estados Unidos, que por cantidad y calidad es ya un país guía del catolicismo mundial.
Los católicos en Estados Unidos son hoy 77,7 millones. Pero con las dinámicas en curso se ha calculado que a mitad de siglo serán 110 millones.
Una de estas dinámicas es la migratoria. Ya hoy un católico sobre tres, en Estados Unidos, proviene de América Latina, habla español o portugués y frecuenta preferiblemente las iglesias donde encuentra fieles que también provienen del sur.
El actual arzobispo de Los Ángeles es él mismo uno de estos. Es mexicano, nativo de Monterrey. Es miembro del Opus Dei. Previamente ha sido arzobispo de San Antonio, en Texas.
Porque mucho antes que arribaran los padres peregrinos anglo-protestantes a la costa este, una anterior evangelización, católica e hispánica, había ingresado a los actuales Estados Unidos desde el sur y desde el oeste, ya a partir del siglo XVI, dejando amplios rastros en las mismas denominaciones geográficas.
Hoy, con las inmigraciones, otra oleada de católicos latinos está renovando el rostro de esta nación. Y trae a primer plano ese capítulo de sus orígenes, hasta hoy bastante abandonado.
En una conferencia celebrada el pasado 28 de julio en el Napa Institute, en California, en el ámbito de la conferencia anual sobre los "católicos en la América que vendrá", el arzobispo de Los Ángeles, José H. Gómez, ha querido sacar a la luz precisamente esta "pieza faltante" de la historia americana.
La tesis de Gómez es que Estados Unidos extravía su identidad nacional si olvida que sus raíces se hunden en la misión hispánico-católica en el nuevo mundo.
El arzobispo de Los Ángeles polemiza con las posiciones de Samuel Huntington, que en su último libro había definido incompatible con la cultura anglo-protestante de los padres fundadores el catolicismo latino de los nuevos inmigrantes.
Es verdad lo contrario, sostiene Gómez: "Creo que nuestros hermanos y nuestras hermanas inmigrantes son la clave de la renovación estadounidense y todos sabemos que Estados Unidos tiene necesidad de una renovación económica y política, pero también espiritual, moral y cultural".
La que sigue es una síntesis de la conferencia, redactada por el mismo Gómez para "L´Osservatore Romano", que la ha publicado en su edición del 11 de agosto.
De su simple lectura se intuye el vigor "afirmativo" que distingue el magisterio de algunos obispos americanos recientemente nombrados, cuando hablan a los católicos y al país.
por José Horacio Gómez
[...] Entre nuestros problemas actuales está el de haber perdido el sentido de la historia nacional de América. Cuando la conocemos, la conocemos de manera incompleta y si no conocemos la historia íntegra, terminamos por tener ideas erróneas sobre la identidad y la cultura estadounidenses.
La historia de nuestro país que la mayor parte de nosotros conoce es la comenzada en Nueva Inglaterra. Es la historia de los peregrinos y del Mayflower, del Primer Agradecimiento y del sermón de John Winthrop en la "ciudad sobre la colina".
Es la historia de los grandes hombres como Washington, Jefferson y Madison. Es la historia de grandes documentos como la Declaración de la Independencia y el Bill of Rights. Es una bella historia. También es auténtica. Todo estadounidense debería conocer a estos personajes y los ideales y principios por los cuales han combatido. De esta historia aprendemos que nuestra identidad y nuestra cultura estadounidenses están arraigadas en ideas esencialmente cristianas sobre la dignidad de la persona humana.
Sin embargo, la historia de los Padres Fundadores y las verdades que consideraban obvias no es toda la historia de Estados Unidos. El resto de la historia comienza más de un siglo antes que la de los peregrinos. Comienza en los años veinte del siglo XVI en Florida y una veintena de años tarde en California.
No es la historia de un asentamiento colonial y de una oportunidad política y económica. Es la historia de exploración y de evangelización. Esta historia no es anglo-protestante, sino hispánico-católica. No tiene como centro a Nueva Inglaterra, sino a Nueva España, en los ángulos opuestos del continente.
De esta historia aprendemos que mucho antes que esta tierra tuviese un nombre, sus habitantes eran bautizados en el nombre de Jesucristo. Los habitantes de esta tierra fueron llamados cristianos mucho antes que estadounidenses, y fueron llamados así en español, en francés y en inglés.
De esta historia aprendemos que mucho antes que el Tea Party de Boston, los misioneros católicos celebraban Misa en el continente. Los católicos fundaron el más antiguo asentamiento estadounidense en Saint Augustine, en Florida, en 1565. Los misioneros inmigrantes llamaban a los ríos, los montes y los territorios de este continente con nombres de santos, sacramentos y artículos de fe.
Ahora damos por descontados estos nombres, pero nuestra geografía atestigua que nuestra nación ha surgido del encuentro con Jesucristo: Sacramento, Las Cruces, Corpus Christi, las Montañas Sangre de Cristo.
En el siglo XIX, el historiador John Gilmary Shea dijo de manera espléndida que en esta tierra se erigieron los altares antes que las casas: "Se celebraba la Misa para santificar la tierra y hacer descender la bendición del cielo antes de ponerse a construir una casa. El altar fue anterior a la casa".
Ésta es la pieza que falta de la historia estadounidense. Hoy más que nunca debemos conocer esta herencia de santidad y servicio, en particular en cuanto estadounidenses católicos. Junto con Washington y Jefferson, debemos conocer las historias de los grandes apóstoles de América. Debemos conocer a los misioneros franceses, como la madre Josefa y a los jesuitas Isaac Jogues y al padre Jacques Marquette, que vinieron de Canadá para llevar la fe a la mitad septentrional de nuestro país. Debemos conocer a los misioneros hispánicos como el franciscano Magin Catalá y el jesuita Eusebio Kino, llegados de México para evangelizar los territorios occidentales del sur y del norte.
Debemos conocer las historias de personas como el venerable Antonio Margil. Éste era un sacerdote franciscano y una de mis figuras preferidas de la primera evangelización en Estados Unidos. En 1683 Antonio dejó su país natal, España, para venir al nuevo mundo. Dijo a la madre que había tomado la decisión de venir aquí porque "millones de almas tenían necesidad de sacerdotes para disipar las tinieblas de la falta de fe".
La gente acostumbraba llamarlo "el padre volador". Caminaba sesenta y cuatro u ochenta kilómetros al día con los pies descalzos. Fray Antonio tenía un sentido verdaderamente continental de la misión. Construyó iglesias en Texas y en Louisiana, y también en Costa Rica, Nicaragua, Guatemala y México.
Era un sacerdote muy valiente y amoroso. Escapó de la muerte muchas veces, amenazado por los nativos que había ido a evangelizar. Una vez enfrentó a una docena de indios con arcos y flechas. Otra vez casi fue quemado vivo.
Llegué a saber de fray Antonio cuando fui arzobispo de San Antonio, en Texas. Aquí predicó entre 1719 y 1720, fundó la misión de San José y hablaba de la ciudad de San Antonio como el centro de la evangelización de Estados Unidos: "Será el cuartel general de todas las misiones que Dios nuestro Señor establecerá" de tal modo que "a su debido tiempo todo este nuevo mundo pueda ser convertido a su santa fe católica".
Es ésta la verdadera razón de ser de América, si consideramos nuestra historia a la luz del designio de Dios para las naciones. Ésta fue la motivación de los primeros misioneros. El carácter y el espíritu nacional estadounidenses están profundamente signados por los valores evangélicos que ellos han traído a esta tierra. Estos valores son los que hacen tan especiales a los documentos fundacionales de nuestro país.
Aunque fundado por cristianos, Estados Unidos se ha convertido en la casa de una sorprendente diversidad de culturas, religiones y modos de vida. Esta diversidad prospera justamente porque los fundadores de nuestra nación han tenido una visión cristiana de la persona, de la libertad y de la verdad humana.
Gilbert Keith Chesterton ha dicho que "Estados Unidos es la única nación al mundo fundada sobre un credo", reconociendo ese credo como fundamentalmente cristiano. El credo estadounidense de base es que todos los hombres y todas las mujeres son creados iguales y que Dios les ha dado su derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.
Toda otra nación ha sido fundada sobre la base de un territorio y una pertenencia étnica comunes - lazos de tierra y consanguineidad. Por el contrario, Estados Unidos está basado sobre este ideal cristiano, sobre este credo que refleja el sorprendente universalismo del Evangelio. En consecuencia, la nuestra ha sido siempre una nación de nacionalidades."E pluribus unum". Un pueblo hecho de personas de muchas naciones, razas y creencias.
En el transcurso de la historia, han surgido siempre problemas cuando hemos dado por descontado este credo americano, o bien cuando hemos buscado limitarlo de alguna manera. Por esto es esencial que hoy recordemos la historia misionera de América y nos dediquemos de nuevo a la idea de su credo fundante.
Si olvidamos que las raíces de nuestro país se fundan en la misión hispano-católica del nuevo mundo, terminamos por tener ideas distorsionadas sobre nuestra identidad nacional. Terminamos con la idea que los estadounidenses descienden solamente de europeos blancos y que nuestra cultura se basa solamente en el individualismo, en la ética del trabajo y en el Estado de derecho que hemos heredado de nuestros antepasados anglo-protestantes.
En el pasado, cuando ha sucedido esto, ha llevado a esos episodios en nuestra historia de los que estamos menos orgullosos: el maltrato de los nativos americanos, la esclavitud, brotes recurrentes de nativismo y anticatolicismo, el confinamiento de americanos japoneses durante la segunda guerra mundial, las desventuras del "destino manifiesto".
Es verdad, las causas de estos momentos de nuestra historia son mucho más complicadas, pero en el fondo considero posible rastrear un factor común, es decir, una noción errónea según la cual los "verdaderos estadounidenses" pertenecen a una raza, una clase, una religión o una etnia particular.
Temo que en los debates políticos de hoy en día sobre la inmigración estamos entrando en un nuevo período de nativismo. La justificación intelectual de este nuevo nativismo fue formulada hace algunos años en el influyente libro "Who are we?" [¿Quiénes somos?], de Samuel Huntington, de Harvard. En este texto el autor ha expresado una serie de argumentaciones aparentemente sofisticadas, pero cuya tesis fundamental era que la cultura y la identidad estadounidenses están amenazadas por la inmigración mexicana.
Según Huntington, la identidad estadounidense auténtica era "el producto de la específica cultura anglo-protestante de los colonos fundadores de Estados Unidos en los siglos XVII y XVIII", mientras que los valores de los mexicanos estaban arraigados en una "cultura fundamentalmente incompatible de catolicismo" que no atribuye valor a la capacidad de iniciativa ni a la ética del trabajo, alentando más bien la pasividad y la aceptación de la pobreza.
Se trata de viejas y familiares argumentaciones nativistas, fáciles de refutar. Se podría evidenciar la gloriosa herencia de la literatura y del arte hispánicos, o los resultados alcanzados por estadounidenses mexicanos e hispánicos estadounidenses en los sectores de los negocios, de gobierno, de la medicina y en otros ámbitos. Lamentablemente, hoy escuchamos ideas similares a las de Huntington difundidas por la televisión por cable y por debates radiofónicos y, a veces, también por algunos de nuestros líderes políticos.
No quiero negar que existan diferencias significativas entre los supuestos culturales hispano-católicos y anglo-protestantes, pero considero que este tipo de pensamiento fanático deriva de un conocimiento incompleto de la historia estadounidense. Desde el punto de vista histórico, ambas culturas reivindican justamente un lugar en nuestra historia nacional y en la formación de una identidad estadounidense y de un carácter nacional auténticos.
Creo que los católicos estadounidenses tenemos hoy el deber especial de ser los custodios de la verdad sobre el espíritu estadounidense y sobre nuestra identidad nacional. Creo que nos espera ser testigos de un nuevo tipo de patriotismo estadounidense.
Estamos llamados a expresar todo lo que existe de noble en el espíritu estadounidense. Estamos llamados también a desafiar a cuanto reducen o disminuyen la identidad auténtica de Estados Unidos. Desde que llegué a California, pienso mucho en el beato Junípero Serra, el inmigrado franciscano que llegó de España, vía México, para evangelizar este gran Estado.
El beato Junípero amaba a las poblaciones nativas de este continente. Aprendió las lenguas locales, hábitos y creencias. ¡Tradujo el Evangelio, las oraciones y las enseñanzas de fe para que cada uno pudiese escuchar las obras poderosas de Dios en su lengua original! Acostumbraba hacer la señal de la cruz sobre la frente de las personas y decirles: "¡Amad a Dios!".
Éste es un buen modo de entender nuestro deber de católicos en la cultura presente. Debemos encontrar una modalidad para traducir el Evangelio de amor para nuestros contemporáneos. Debemos recordar a nuestros hermanos y a nuestras hermanas las verdades enseñadas por el beato Junípero y por sus hermanos misioneros, esto es, que todos somos hijos del mismo Padre celestial, que para él no existen grupos raciales o nacionalidades "inferiores" o menos dignas de sus bendiciones.
Los católicos deben conducir a nuestro país a un nuevo espíritu de empatía. Debemos ayudar a nuestros hermanos y hermanas a comenzar a considerar a los extranjeros que habitan entre nosotros por lo que son realmente y no en base a categorías o definiciones políticas e ideológicas arraigadas en nuestros miedos.
Esto es difícil, lo sé. Sé que es un desafío particular ver la humanidad de esos inmigrantes que están aquí ilegalmente. Sin embargo, la verdad es que poquísimas personas "eligen" abandonar la propia tierra. La emigración es casi siempre impuesta a las personas por las condiciones misérrimas de vida en la que se encuentran.
Para la mayor parte, los hombres y las mujeres que viven en Estados Unidos sin documentos apropiados han viajado por centenares e inclusive por miles de kilómetros. Han dejado todo a sus espaldas, han puesto en peligro la propia seguridad y la propia vida. No lo han hecho por sí mismos o por intereses egoístas. Lo han hecho para alimentar a sus seres queridos, para ser buenas madres y buenos padres, para ser hijos e hijas amorosos.
Estos inmigrantes, independientemente de la forma en que hayan llegado hasta aquí, son personas llenas de energías y de aspiraciones. Son personas que no tienen miedo al trabajo duro o al sacrificio. ¡De ninguna manera son como los describe Huntington y también otros! Estos hombres y estas mujeres tienen valentía y otras virtudes. La abrumadora mayoría de ellos cree en Jesucristo y ama a nuestra Iglesia Católica, comparte los tradicionales valores estadounidenses de fe, familia y comunidad.
Es por esto que creo que nuestros hermanos y hermanas inmigrados son la clave de la renovación estadounidense y todos sabemos que Estados Unidos tiene necesidad de una renovación económica y política, pero también espiritual, moral y cultural. Creo que los hombres y las mujeres que llegan a este país aportan a nuestra economía un espíritu empresarial nuevo y joven de duro trabajo. Creo también que contribuyen a renovar el alma de Estados Unidos.
En su último libro, "Memoria e Identidad", Juan Pablo II ha escrito: "la historia de todas las naciones está llamada a tomar su lugar en la historia de la salvación". Debemos mirar la inmigración en el contexto de la exigencia de renovación de Estados Unidos. Debemos considerar tanto la inmigración como la renovación estadounidense a la luz del designio salvífico de Dios y de la historia de las naciones.
La promesa de Estados Unidos es que podamos ser una nación en la que hombres y mujeres de toda raza, credo y formación nacional puedan vivir como hermanos y hermanas. Cada uno de nosotros es hijo de esa promesa. Si trazamos las genealogías de casi todos en Estados Unidos, las líneas de descendencia nos llevarán más allá de nuestros límites, a alguna tierra extranjera de la que cada uno de nuestros antepasados ha llegado originariamente.
Esta herencia es ahora para los católicos estadounidenses un don y un deber. Estamos llamados a brindar nuestra contribución a esta nación en la forma en la que vivimos como ciudadanos nuestra fe en Jesucristo. Nuestra historia nos muestra que Estados Unidos nació de la misión de la Iglesia para las naciones. El Estados Unidos que vendrá será determinado por las elecciones que hagamos como discípulos cristianos y como ciudadanos estadounidenses. Con nuestras actitudes y nuestras acciones, con las decisiones que tomamos, estamos escribiendo los próximos capítulos de la historia de Estados Unidos.
Que Nuestra Señora de Guadalupe, madre de América, nos conceda la valentía de la que tenemos necesidad para hacer lo que nuestro buen Señor nos pide.