No será por falta de datos, de estudios, de informes, de expertos o de Ministros y Consejeros de educación, que en este país han sido muchos en estos últimos años. Confieso que no alcanzo a leer tantos informes como se publican y que sólo con leer cada semana esta revista me produce cierto vértigo tal cantidad de propuestas de solución o, en otro sentido, los supuestos logros de las distintas consejerías e instituciones. A pesar de lo cual, es inevitable sentir un cierto escepticismo y desazón cuando compruebo que, a pesar de todo, seguimos estando donde estamos.
Ya señalé en un artículo anterior, que una tentación actual fácil, y a la vez cobarde es echarle la culpa a la reducción de recursos. Dado que en un futuro inmediato dejarán de crecer, e incluso se pueden reducir, se podría concluir que la crisis económica por sí sola, justificaría la renuncia real, tal vez no explícita, a conseguir los objetivos de mejora europeos.
Utilizando un símil de la informática, diría que tenemos un potente “hardware”, los recursos, pero que nuestro “software” es débil y anticuado. Por lo que nuestro modo de utilizar dichos recursos no es eficaz, como se demuestra en cada evaluación de nuestro sistema educativo, así como en los resultados del mismo.
Es cierto que los tiempos ha cambiado una barbaridad, como dice la popular zarzuela, y que asistimos a una revolución de la información, que no del conocimiento, similar a la que supuso la aparición de la imprenta. Es cierto que existe una brecha digital entre padres, profesores y adultos en general por un lado y los jóvenes estudiantes, donde los primeros, emigrantes digitales, se sienten desconcertados y sobrepasados por los nativos digitales que son los jóvenes y niños de hoy en día.
También es cierto que la globalización ha roto las fronteras no sólo políticas, sino también culturales, religiosas etc. Hoy debemos aprender a convivir con los diferentes que ya no están lejos de nosotros, sino compartiendo aulas, parques y mercados.
Todo esto es cierto, pero también lo es que esencialmente seguimos siendo hombres y mujeres que no podemos crecer como tales sin recibir la herencia cultural de nuestros antepasados. En este sentido, no hemos avanzado, ni somos distintos de Sócrates, Platón o Aristóteles. Lo malo es que a veces, nos olvidamos de lo evidente, de aquello que hizo posible llegar a ser lo que somos, que en el caso de la cultura occidental ha sido la libertad y la razón. Pero, curiosamente, cuando hemos logrado que la educación universal sea un derecho de todos los jóvenes, observamos que esos mismos jóvenes se rebelan y abdican de ese derecho. Si nuestros abuelos ilustrados levantasen la cabeza, volverían a sus tumbas de la decepción que sentirían.
¿Por qué este fracaso? Considero que la vivencia práctica y cotidiana la razón y la libertad se encuentran en la responsabilidad, palabra inquietante y a menudo olvidada que a los espíritus fuertes estimula y a los débiles asusta.
Tal vez lo que ocurre en España es que del “software educativo” hayamos quitado “las rutinas educativas”, que introducían la responsabilidad. Ser responsable es ser capaz de dar respuesta de los propios actos, pero no serlo significa echar permanentemente la culpa a otros en un ejercicio de cinismo que sería cómico si no fuera dramático.
Da la impresión de que en España, en cuestiones educativas, y no son las únicas, “no pasa nada”. Si el alumno no se esfuerza, no pasa nada: el problema es que no se le estimula de forma adecuada. Si no aprueba, “no pasa nada”, no por ello dejará de promocionar o de seguir recibiendo los juguetes tecnológicos, para no ser menos que sus compañeros, mientras sus padres se encargarán de justificar que la culpa es de los profesores o del ambiente.
Si los padres se convierten en objetores educativos, o maleducan a su hijo, el sistema educativo deberá encontrar los debidos psicólogos, pedagogos, asistentes sociales, profesores de refuerzos, o, con el tiempo, las oportunas “supernanys”.
Si los profesores no son competentes o están desmotivados y “ haberlos haylos”, le echarán la culpa al sistema, a su desgraciada experiencia laboral, a los alumnos, a sus padres e incluso a los profesores de niveles inferiores. Y si todo falla, a la administración educativa o a los políticos y sus cambios de leyes, que al menos en eso coinciden todos los agentes anteriores.
Si los gestores educativos, los políticos, Consejeros o Ministros del ramo fracasan en sus tareas, lo primero es negar la mayor, el fracaso, se achaca mala voluntad a quien lo sostiene y se busca la perspectiva más adecuada para salir más favorecido en la foto y el consiguiente relato creíble. Siempre quedará el recurso al incremento del gasto o a la mala gestión de sus predecesores.
Por todo ello, tal vez sea urgente volver a los principios, recuperar los valores esenciales, reincorporar “la rutina de la responsabilidad”, reconocer los errores, rendir cuentas en virtud de la razón y la libertad que nos engrandece, y en consecuencia proponer y aplicar otras medidas y comportamientos. Según el viejo adagio “si cada chino barre su puerta, la calle estará limpia”.
Urge un cambio de mentalidad. Además de llorar ¿qué sabemos hacer? ¿Qué estoy dispuesto a hacer para que por mí no quede? Si el ejemplo es el mejor maestro, nuestros jóvenes aprenderán que el éxito tiene una condición necesaria aunque no suficiente: el esfuerzo de mejora personal.
Porque al final, todos sabemos de sobra que no es cierto que no pase nada… Sí que pasa. Ahí están los datos y está claro que así no podemos seguir. La solución requiere la aportación de todos. Sobran excusas, faltan esfuerzos.