En el día de San Juan Bosco, el ministro de educación, cultura y deporte, Juan Ignacio Wert, compareció por vez primera en el Parlamento para explicar las líneas maestras de la política educativa del nuevo gobierno. Sus palabras no supusieron ninguna novedad respecto del programa electoral del PP. Sus dos grandes anuncios –la extensión en un año del bachillerato para fortalecerlo y la supresión de Epc por una materia no adoctrinadora- han sido celebradas por la mayoría de la sociedad española y por muchos de los que nos dedicamos a la enseñanza.

Sin embargo, la política del ministerio en esta legislatura trasciende estas dos medidas conocidas por la opinión pública. Una lectura del programa electoral o de las palabras del ministro en el Congreso perfilan una auténtica respuesta, diferente y con consistencia, a la pésima herencia socialista.

Una de las medidas que han pasado desapercibidas a la opinión pública es la que se refiere a la profesionalización de la dirección de los centros. En concreto, después de aludir a la necesidad de promover una mayor autonomía de los centros, de modo que éstos puedan adaptarse a las necesidades de sus alumnos, Wert afirmó: “Para llevar a cabo esto a la práctica, es necesario, en primer lugar, incrementar las competencias de los directivos y promover la profesionalización de la gestión de los centros.” (las negritas están en el texto facilitado por el ministerio). Por su parte, en el programa electoral leemos exactamente las mismas frases. En mi opinión esta medida, por sí sola, supondría un extraordinario vuelco a la gestión de los centros.

La figura del director de un centro educativo debería ser capital. Sin embargo, aunque parezca sorprendente para una mayoría no entendida, la autoridad del director es muy escasa. Quienes hemos asumido varios años esa responsabilidad lo sabemos bien. Las raíces de esta falta de autoridad son diversas, pero habría que situarla en la imposición de la ideología igualitarista socialista durante todos estos años: todos los profesores deben ser iguales administrativamente –supresión del cuerpo de catedráticos, acceso sin méritos ni apenas condiciones a cargos de responsabilidad en los centros, politización en los nombramientos de directores a dedo, politización en el acceso al cuerpo de inspectores- nivelándolos en el llamado “cuerpo de profesores de secundaria” en el que, además, se integran los antiguos profesores de FP.

Sin duda, es buena noticia que ciertos gobiernos como el de Madrid y pronto el de Castilla-La Mancha desarrollen una ley de autoridad del profesorado. Pero esa autoridad tiene que expresarse también en el reconocimiento del hecho de que no todos los profesores tiene los mismos méritos; el estatuto del Docente que quiere presentar el ministro Wert es, en ese sentido, otra muy buena noticia para todos los profesores que hemos comprobado con estupor que el trabajo bien hecho es irrelevante para la administración educativa.

El igualitarismo lo que impone es la discrecionalidad política. Quienes trabajamos en Castilla-La mancha, por ejemplo, lo hemos comprobado en los años socialistas. Y entre las consecuencias de esa discrecionalidad está la escasa autoridad de la figura del director.

En efecto, al proponer la peregrina idea de que en la profesión educativa todos tenemos los mismos méritos y podemos acceder a cualquier puesto con tal de que cumplamos ciertas formalidades burocráticas, lo que se ha querido imponer es el ideal democrático de escuela que tiene la izquierda: la escuela es un lugar en donde debe aprenderse lo que es la democracia practicándola, pero para ello deben eliminarse las jerarquías profesionales y sociales. Así, la opinión del profesor vale tanto como la del alumno o la de un padre; el director o el jefe de estudios no son más que profesores del centro que provisionalmente ejercen esas funciones para luego retornar democráticamente a sus tareas profesorales; es el consejo escolar y no la dirección del centro quien aprueba las grandes decisiones (incluso pedagógicas) que se deben llevar a cabo.

Recuerdo cuándo decidí no presentarme más a la dirección de un centro: cuando supe que la legislación permitía la posibilidad de votar a un alumno de 3ª ESO en el consejo escolar sobre quién podía ser el director del centro. En efecto, con la legislación actual un alumno de 3º ESO puede decidir con su voto quién será el director de un instituto.

No lo dudemos: es este ideal pseudodemocrático de escuela socialista la que ha socavado la autoridad del profesor y de los equipos directivos. Con la creación de un cuerpo de directores se ataca frontalmente el ideal igualitarista y falsamente democrático del modelo LOGSE para implantar una escuela en la que se reconozca que no todos los profesionales somos iguales, puesto que también en los docentes hay intereses diversos y méritos distintos. Una escuela en la que se coloque al cuerpo de docentes por encima de padres y alumnos en la toma de decisiones internas, empezando por quién ocupa los cargos directivos.

La constitución de un nuevo cuerpo administrativo de directores supondría empezar a despolitizar la escuela y la dirección de los centros. Supondría cambios legislativos de envergadura, empezando por definir el consejo escolar no como un órgano decisorio, sino principalmente consultivo. Supondría garantizar la cualificación técnica del aspirante a director mediante una oposición. Como contrapartida, un reconocimiento económico y profesional elevado. Permitiría a la Administración pedir cuentas del trabajo realizado por el director. Significaría, en suma, reconocer que en el trabajo educativo, como en cualquier otro trabajo, los mejores deben ocupar los puestos de mayor responsabilidad. ¿Es mucho pedir?