Para el tradicionalismo la función educativa del profesor es compleja y decisiva. Por un lado, es el representante escolar de la sociedad adulta en el que el alumno se está introduciendo desde su nacimiento. En el maestro se concitan todas las representaciones imaginarias que el alumno posee respecto de las figuras adultas, especialmente la paterna y la materna. Semejantes representaciones, de tipo intelectual pero también afectivo, están ineludiblemente unidas al maestro y con ellas éste debe trabajar. La figura del docente, por tanto, supone para el alumno una ayuda –o todo lo contrario, si el docente es un mal profesional- para socializarse e identificarse con patrones conductuales y morales dominantes en la sociedad. El tradicionalismo coloca al maestro en un lugar privilegiado en la escuela, pues entiende que es el portador de una autoridad social que por sí misma es educativa para el niño. Así como la autoridad paterna y materna es imprescindible en el ámbito doméstico, así también la autoridad del maestro en la institución escolar.
Pero la autoridad del docente no sólo se ejerce por la capacidad de control y dominio en la relación entre él y el alumno. Para el tradicionalismo reducir la autoridad del docente a dominio o control sería dibujar una caricatura –la caricatura del autoritarismo-. La autoridad se ejerce mediante el conocimiento reglado de disciplinas teórico-prácticas y de hábitos de conducta perfectamente estandarizados y socialmente admitidos. Ahora bien, la autoridad tiene una finalidad principal: hacer conocer al alumno la sociedad en que vive, su depósito de verdades de todo tipo e identificarse con ellas para innovarla. La felicidad personal del joven y su desarrollo íntegro es social y en ese proceso la persona del maestro es extraordinariamente importante.
En cambio, para el pensamiento progresista la función del profesor es distinta. El progresismo entiende que el docente tiene la tarea de acompañar al alumno en su trayectoria académica. La idea de acompañamiento implica que es el propio alumno el que tiene en él mismo los suficientes recursos intelectuales, volitivos y afectivos para progresar humanamente; el maestro debe supervisar su desarrollo y corregirlo cuando sea necesario, pero nada más. El niño debe ser lo más libre posible en su desarrollo. El docente, lejos de agobiarlo con normas, órdenes, lecturas obligatorias o problemas ajenos a las vivencias del joven, debe ser comprensivo y tener la suficiente empatía como para “ganárselo” y “motivarle” en sus estudios cuando éstos sean cada vez más abstractos. Para el progresismo la actitud fundamental del maestro es la de fomentar en el alumno la libertad y la autonomía personal con la intención de que el joven logre una conciencia crítica que pueda permitirle poner en cuestión la herencia recibida.
Se comprende bien que los movimientos progresistas en educación siempre hayan puesto el acento en la formación del profesorado; eufemismo que muchas veces significaba, simplemente, la remoción de los docentes conservadores por quienes estuvieran entusiasmados por la nueva causa. Sin entrar en detalles que nos alargarían en exceso, en España, antes del adoctrinamiento de EpC, hubo en los años 90 un adoctrinamiento infame y brutal sobre el profesorado para convencerlo de las bondades de la LOGSE. El progresismo socialista y sindicalista sabía muy bien que sin la participación forzada o convencida del profesorado la LOGSE fracasaría.
Otro aspecto diferenciador entre ambas corrientes es el trato de las diferencias individuales de los alumnos. Para el tradicionalismo es una evidencia empírica, moral y políticamente neutra, la existencia de múltiples diferencias individuales entre niños y jóvenes. Se constata con naturalidad que hay alumnos más propensos al estudio que al trabajo y a la inversa, que hay alumnos más hábiles en ciencias que en humanidades y a la inversa; que hay quienes gozan del deporte y otros de la música. Hay alumnos más estudiosos que otros, otros más inteligentes, otros más sensibles. Hay algunos que les entusiasman el arte, la biología o la química. Hay otros muchos que se aburren y desean estudios más orientados al mundo laboral. La diversidad del alumnado es enorme y el sistema educativo debe responder a esa diversidad. Para el tradicionalismo las diferencias socioeconómicas o culturales de los alumnos no han supuesto nunca una traba definitiva en el progreso académico de los jóvenes. Una vez garantizado el acceso universal a la educación, los niños y jóvenes progresarán y se orientarán según sus intereses y capacidades. El docente debe proveerles de los conocimientos, habilidades y técnicas de estudio necesarios para que puedan avanzar disciplinar y personalmente. Para la corriente conservadora el sistema educativo debe estar a disposición de los intereses y actitudes del joven, configurarlas, potenciarlas, enriquecerlas.
Para el progresismo las diferencias del alumno son siempre sospechosas de albergar desigualdades sociales, culturales y económicas. Es una máxima moral y política para el progresista hacer caso omiso de las diferencias individuales y nivelarlas con un patrón a priori. Todos los alumnos deben estudiar lo mismo, con independencia de sus intereses y motivaciones; todos deben hacer lo mismo en la escuela e institutos, al margen de que se aburran o estén encantados con sus estudios. Como semejante uniformización adultera la realidad, se mitiga el nivel de esfuerzo que debe realizar el alumno: apenas se le exige, apenas se le ordena, apenas se le obliga estudiar. Sólo así – piensa erróneamente el paradigma progresista- un centro docente tiene un cierto parecido a un lugar de estudio. Sólo en los casos físicamente patológicos o en alumnos con problemas de aprendizaje muy severo el progresismo habla de diversidad. Es curioso que hable de diversidad una corriente de pensamiento que ignora por nocivas las diferencias naturales y sociales de nuestros alumnos.
Estas dos concepciones de lo educativo que aquí sólo he esbozado perviven en nuestros días con gran crudeza. En mi opinión la dificultad de un pacto educativo en España no obedece tanto a una falta de voluntad individual de los políticos o de los partidos, cuanto al conflicto insoslayable de ambos modelos de educación. Con todo, el fracaso del modelo progresista es evidente. No podemos encogernos de hombros y mirar a otro lado. Es una obligación ciudadana intentar nuevas soluciones al marasmo educativo que las tesis progresistas han provocado en nuestros jóvenes.