Lo primero, las palabras. “Tradicionalismo” y “progresismo” no son más que referentes ambiguos que sirven para deslindar modelos teóricos y prácticos de la acción educativa que se han ido definiendo a lo largo de la tradición occidental. Sirven para distinguir, por ejemplo, el modelo educativo totalitario de Platón o la enseñanza de la Iglesia, por el lado del tradicionalismo, y la pedagogía roussoniana o la lennista de Makarenko, en el lado progresista. Desde este punto de vista, esta división terminológica es mutatis mutandis análoga a la de derecha e izquierda. Es una distinción muy simplista, pero ayuda a la diferenciación entre modelos, porque apunta a diversas concepciones de lo humano y de lo social.
Por otro lado habría que hablar en plural, esto es, de tradicionalismos y de progresismos. Volviendo a nuestros ejemplos, poco tienen que ver la enseñanza católica con el modelo educativo de Platón; igualmente, cualquiera conoce las diferencias filosóficas, políticas y de época que separan a Rousseau de Lenin. La historia de las ideas demuestra que hay un gran número de corrientes educativas, muy distintas entre sí e incluso contrapuestas, en el seno del tradicionalismo tanto como en el progresista.
Por todo lo anterior, no es extraño que algunos autores hayan defendido la inutilidad de mantener esa dicotomía; autores que también defienden el rechazo a las categorías políticas derecha-izquierda por considerarlas poco esclarecedores, incluso causantes de todo tipo de confusiones. En mi opinión, sin embargo, la pareja tradicionalismo-progresismo (como la de derecha-izquierda) sigue siendo válida, aunque haya que mantener máxima cautela en su uso para no caer en simplificaciones o en mistificaciones ideológicas.
(Quienes defienden la eliminación de estas categorías suelen tener una concepción de la educación –y de la política- tecnocrática, ajena a las diferentes ideas filosóficas, políticas o religiosas que los hombres inevitablemente poseen. Piensan que los problemas se resuelven con métodos exclusivamente empíricos, estadísticos y basta con la eficiencia de los expertos para que se resuelvan. Los informes internacionales, como el de PISA, participan de esta visión tecnocrática).
Aunque insuficiente, el criterio por el que calificar una cierta corriente educativa como tradicional o progresista es más bien negativo. Decimos que Rousseau es progresista porque sus ideas niegan o rompen con las ideas basadas en una concepción tradicional anterior. Afirmamos que la educación de los jesuitas es conservadora porque mantiene un modelo educativo diferente de los modelos salidos de la Ilustración. Naturalmente estas caracterizaciones negativas son insuficientes, pero sirven en primera instancia para colocar históricamente ambos modos de entender el fenómeno educativo.
Sin embargo, hay dos dificultades aún mayores para el uso adecuado de las categorías tradicionalismo-progresismo. La historia de las ideas nos muestra que los conceptos están cargados no sólo de historia, sino de valoraciones morales acuñadas durante siglos. Valoraciones que nos preceden, penetradas de connotaciones ideológicas, muchas veces resultados de fuertes luchas intelectuales y políticas ante las que cada uno de nosotros toma inevitablemente partido. Por ejemplo, hay en mí un rechazo cuasi instintivo ante las ideas leninistas de Makarenko. Por supuesto, ese rechazo debe ser razonado mediante la reflexión, pero ésta parte ya de un rechazo previo. Dicho en otros términos: las categorías tradicionalismo-progresismo en educación tienen una historia de fuerte conflicto (no sólo teórico) que no es ajena a quien las usa. No sólo eso: nos interpelan hasta el punto de exigirnos que nos declaremos tradicionalistas o progresistas. Y ciertamente lo hacemos aunque sea de un modo muy genérico. El escape tecnocrático, que pretende esquivar la lucha de las ideas y la decisión personal por alguna de ellas, es un error ingenuo, puesto que se basa en la creencia de que existen hechos puros, tratados al margen de las opciones antropológicas, políticas o culturales de los hombres.
Por tanto, esta primera dificultad consiste en un inevitable subjetivismo basado en las opciones personales de quien emplea las categorías tradicionalismo-progresismo. En educación todos somos conservadores o progresistas. Las opciones personales, nuestras simpatías o antipatías suponen una valoración muy genérica e inevitable, pero que hay que tener en cuenta, en el modo en que pensamos la realidad educativa. El dogmatismo tiene su origen en el mantenimiento de esa opción personal de principio, pero exclusivamente mantenida por la pereza intelectual, la comodidad o simplemente los prejuicios. En ese sentido, tan dogmático puede ser un conservador como un progresista. Cuestión distinta es, por supuesto, si el dogmatismo es una característica interna de alguna teoría educativa.
La segunda dificultad para emplear la pareja de categorías analizada es el hecho de que la lucha de las ideas se salda con victorias o derrotas parciales o totales. Hay ideas dominantes e ideas en retroceso. Modelos educativos predominantes que censuran o estigmatizan los modelos educativos adversarios. Les aseguro que nuestros jóvenes maestros desconocen completamente la tradición educativa de la Iglesia católica. Nadie se la ha enseñado. Sí conocerán, aunque de oídas, a un tal Piaget, Vygotsky o Aussabel. Por supuesto habrán leído a Álvaro Marchesi. Sin embargo, no tendrán ni idea de quién es San Juan Bosco. Esto no obedece sólo a ignorancia o anticlericalismo, sino al dominio en la institución educativa de un modelo educativo sobre otros.
En consecuencia, la dificultad radica en que a la hora de definir la oposición entre el tradicionalismo y el progresismo lo hagamos en los términos en que el modelo dominante lo hace, en nuestro caso, el modelo progresista, que es el que abrumadoramente domina en nuestras sociedades. Así, cuando caracterizamos el modelo conservador y lo oponemos al progresista, lo podemos hacer inadvertidamente en los términos del progresismo que rechazamos. Por ejemplo, cuando los conservadores rechazamos la centralidad del alumno y el carácter subalterno del docente en las pedagogías progresistas, cometeríamos un grave error si afirmáramos la centralidad del profesor y el papel secundario del alumno como a veces se hace. En ese caso seguiríamos aceptando una oposición sólo aceptable por el paradigma progresista, no por el conservador.
Hay que tener en cuenta todas las prevenciones anteriores para un uso correcto de la pareja tradicionalismo-progresismo. En los próximos artículos intentaré precisar ambas expresiones y ejemplificar con problemas concretos la importancia de seguir manteniendo ambos términos.