Queridos seminaristas,
queridos hermanos y hermanas
Es una gran alegría para mí poder encontrarme aquí con jóvenes que se encaminan para servir al Señor; que escuchan su llamada y quieren seguirlo. Quisiera agradecer calurosamente, en particular, la hermosa carta que me han escrito el Rector del seminario y los seminaristas. Me ha llegado verdaderamente al corazón comprobar cómo habéis reflexionado sobre mi carta y habéis desarrollado vuestras preguntas y respuestas sobre ella; con cuánta seriedad acogéis lo que he intentado proponeros, y sobre esa base procedéis en vuestro propio camino.
Sería ciertamente más bello si pudiéramos tener juntos un diálogo, pero el horario del viaje al que estoy obligado y he de obedecer, por desgracia no lo permite. Puedo solamente por tanto tratar de subrayar una vez más algunas ideas a la luz de lo que habéis escrito y de lo que yo escribí.
En el contexto de la pregunta: ¿A qué se debe el seminario; qué significa este período?, me impresiona sobre todo cada vez más el modo en que san Marcos, en el tercer capítulo de su Evangelio, describe la constitución de la comunidad de los Apóstoles: «El Señor instituyó doce». Él crea algo, Él hace algo, se trata de un acto creativo. Y Él los instituyó «para que estuvieran con Él y para enviarlos» (Mc 3,14); éste es un deseo doble que, en cierta medida, parece contradictorio. «Para que estuvieran con Él»: han de estar con Él para llegar a conocerlo, escucharlo, para dejarse plasmar por Él; deben ir con Él, estar en camino con Él, en torno a Él y tras Él. Pero, al mismo tiempo, han de ser enviados que van, que llevan fuera lo que han aprendido, lo llevan a los otros que están en camino: a la periferia, en el vasto entorno, e incluso también a los que están muy lejos de Él. Sin embargo, estos aspectos paradójicos van juntos: si están realmente con Él, entonces están siempre en camino hacia los otros, están en busca de la oveja extraviada; entonces van allí, han de transmitir lo que han encontrado, darlo a conocer, convertirse en enviados. Y viceversa: si quieren ser verdaderos enviados, tienen que estar siempre con Él. San Buenaventura dijo una vez que los Ángeles, vayan donde vayan, por más lejos que sea, se mueven siempre dentro de Dios. Así ocurre también aquí: como sacerdotes, hemos de salir a los diversos caminos en que se encuentran los hombres, para invitarlos a su banquete nupcial. Pero sólo podemos hacerlo permaneciendo siempre junto a Él. Y aprender esto, esta combinación entre salir fuera, ser enviados, y estar con Él, permanecer junto a Él, es precisamente – creo – lo que hemos de aprender en el seminario. El modo justo de permanecer con Él, el echar raíces profundas en Él – estar cada vez más con Él, conocerlo cada vez más, el mantenerse cada vez más sin separarse de Él – y al mismo tiempo salir cada vez más, llevar el mensaje, transmitirlo, no quedárselo para sí, sino llevar la Palabra a los que están lejos y que, sin embargo, en cuanto criaturas de Dios y amados por Cristo, llevan en el corazón el deseo de Él.
El seminario, pues, es un tiempo para ejercitarse; ciertamente, también para discernir y aprender: ¿Quiere Él esto para mí? La vocación tiene que ser verificada, y de esto forma parte la vida comunitaria y naturalmente el diálogo con los directores espirituales que tenéis, para aprender a discernir cuál es su voluntad. Y también aprender a confiar: si Él lo quiere verdaderamente, puedo confiarme a Él. En el mundo de hoy, que se transforma de manera increíble y en el que todo cambia continuamente, en el que los lazos humanos se rompen porque se producen nuevos encuentros, es cada vez más difícil creer: yo resistiré toda la vida. Ya en nuestros tiempos, no era fácil para nosotros imaginar cuántos decenios habría querido concederme Dios, cuánto cambiaría el mundo. ¿Perseveraré con Él, tal como se lo he prometido?... Es una pregunta que exige verificar la vocación, pero luego – cuanto más reconozco: sí Él me quiere – también la confianza: si me quiere, también me ayudará; en la hora de la tentación, en la hora del peligro, estará presente y me dará personas, me enseñará caminos, me apoyará. Y la fidelidad es posible porque Él siempre está presente, y porque Él existe, ayer, hoy y mañana; porque Él no pertenece solamente a este tiempo, sino que es futuro y puede sostenernos en cada momento.
Un tiempo de discernimiento, de aprendizaje, de llamada… Y luego, naturalmente, en cuanto tiempo del estar con Él, tiempo de oración, de escucharle. Escuchar, aprender a escucharlo verdaderamente – en la Palabra de la Sagrada Escritura, en la fe de la Iglesia, en la liturgia de la Iglesia – y aprender hoy en su Palabra. En la exégesis aprendemos tantas cosas sobre el pasado: todo lo de entonces, qué fuentes tenemos, qué comunidades había, y así sucesivamente. También esto es importante. Pero más importante es el que en ese ayer nosotros aprendamos el hoy; que, con estas palabras, Él habla ahora y que todas ellas llevan consigo su hoy y que, más allá de su origen histórico, llevan en sí una plenitud que habla a todos los tiempos. Y es importante aprender esta actualidad de su hablar – aprender a escuchar – y así poder decírselo a los otros. Ciertamente, cuando se prepara la homilía para el domingo, este hablar… ¡Dios mío, suena a menudo tan lejano! Pero si yo vivo con la Palabra, entonces veo que de ninguna manera es lejana: es actualísima, está ahora presente, me concierne y concierne a los otros. Y entonces comienzo también a saber explicarla. Pero para esto se requiere caminar constantemente con la Palabra de Dios.
El estar personalmente con Cristo, con el Dios vivo, es una cosa; la otra es que siempre podemos creer solamente en el «nosotros». A veces digo que san Pablo ha escrito: “La fe viene de la escucha», no del leer. También se necesita leer, pero la fe viene de la escucha, es decir, de la palabra viviente, de las palabras que los otros me dirigen y que puedo oír; de las palabras de la Iglesia a través de todos los tiempos, de la palabra actual que ella me dirige mediante los sacerdotes, los Obispos y los hermanos y hermanas. De la fe forma parte el «tú» del prójimo, y forma parte de ella el «nosotros». El ejercitarse, el apoyarse mutuamente es algo muy importante; aprender a acoger al otro como otro en su diferencia, y aprender que él tiene que soportarme a mí en mi diferencia, para llegar a ser un «nosotros», para que un día podamos formar una comunidad también en la parroquia, llamar a las personas a entrar en la comunidad de la Palabra y ponerse juntos en camino hacia el Dios vivo. Eso forma parte del «nosotros» muy concreto, como lo es el seminario, como lo será la parroquia, pero también el mirar siempre más allá del «nosotros» concreto y limitado hacia el gran «nosotros» de la Iglesia de todo tiempo y lugar, para no hacer de nosotros mismos el criterio absoluto. Cuando decimos: «Nosotros somos Iglesia», sí, claro, es cierto, somos nosotros, no uno cualquiera. Pero el «nosotros» es más amplio que el grupo que lo está diciendo. El «nosotros» es la comunidad entera de los fieles, de hoy, de todos los lugares y todos los tiempos. Y digo siempre además que en la comunidad de los fieles, sí existe, por decirlo así, el juicio de la mayoría de hecho, pero nunca puede haber una mayoría contra los Apóstoles y contra los Santos: eso sería una falsa mayoría. Nosotros somos Iglesia: ¡Seámoslo! Seámoslo precisamente en el abrirnos, en el ir más allá de nosotros mismos y en serlo junto a los otros.
Creo que según el horario quizás debería concluir. Quisiera deciros todavía una cosa. La preparación para el sacerdocio, el camino hacia él, requiere también el estudio. No se trata de una casualidad académica que se ha desarrollado en la Iglesia occidental, sino algo esencial. Todos sabemos que san Pedro ha dicho: «Estad dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida la razón, el logos de vuestra fe» (cf. 1 P 3,15). Hoy nuestro mundo es un mundo racionalista y condicionado por la mentalidad científica, aunque muy frecuentemente se trata sólo de una cientificidad aparente. Pero el espíritu científico, el comprender, el explicar, el poder saber, el rechazo de todo lo que no es racional, es dominante en nuestro tiempo. Hay en esto también algo grande, aunque a menudo se esconde detrás mucha presunción e insensatez. La fe no es un mundo paralelo del sentimiento, que nos permitimos luego como un accesorio, sino que abraza el todo, le da sentido, lo interpreta y da también las directivas éticas interiores, para que sea comprendido y experimentado en vista de Dios y a partir de Dios. Por eso es importante estar informados, comprender, tener la mente abierta, aprender. Naturalmente, dentro de veinte años estarán de moda teorías filosóficas totalmente diferentes de las de hoy: si pienso en lo que entre nosotros era la más alta y moderna moda filosófica, y veo cómo todo eso ya se ha olvidado… Sin embargo, no es inútil aprender estas cosas, porque en ellas hay también elementos duraderos. Y, sobre todo, con eso aprendemos a juzgar, a seguir mentalmente un pensamiento – y a hacerlo de manera crítica – y aprendemos a procurar que, en el pensar, la luz de Dios nos ilumine y no se apague. Estudiar es esencial: solamente así podemos afrontar nuestro tiempo y anunciarle el logos de nuestra fe. Estudiar también de modo crítico – conscientes precisamente de que mañana algún otro dirá algo diferente – pero ser estudiantes atentos, abiertos y humildes, para estudiar siempre con el Señor, ante el Señor y para Él.
Sí, todavía podría decir muchas cosas, y tal vez debería hacerlo... Pero doy las gracias por la escucha. Y en la oración, todos los seminaristas del mundo están presentes en mi corazón; no tan bien, con sus nombres, como los he recibido aquí, pero sí en un camino interior hacia el Señor: que Él bendiga a todos, les dé luz y les indique el sendero justo, y que nos dé muchos buenos sacerdotes. Gracias de corazón.