Con ocasión del centenario del nacimiento de Alexandr Solzhenitsyn, autor de Archipiélago Gulag, los reporteros Jean-Louis Tremblais y Nigina Beroeva se desplazaron hasta uno de los peores campos de concentración comunistas de la Unión Soviética, el temido Kalimá, en el extremo oriental de Siberia, para conocer de primera mano lo que fue aquello. Así lo contaron en Le Figaro:
El universo concentracionario diseñado por Lenin y Stalin, conocido y silenciado por los comunistas en Occidente. Fuente: Magnet.
Rusia: retorno al infierno del gulag
Todos los rusos conocen este canto del gulag, compuesto por los presos: "¡Que tú seas maldito, Kolimá, denominado nuestro planeta! Perdemos a la fuerza la cabeza, porque de aquí no saldremos nunca...".
Unos recursos mineros ilimitados, un territorio aislado y desolado, un clima ártico y temperaturas extremas: los criterios perfectos para transformar a Kolimá, la región maldita del extremo oriental siberiano, en un campo de trabajo forzado y una prisión a cielo abierto. Así lo decidió el camarada Stalin en 1932, cuando decretó que sería la isla faro del "archipiélago Gulag". Durante un cuarto de siglo, cientos de miles de prisioneros (cuyas experiencias retrató el magnífico escritor Varlam Chalamov, autor de los Relatos de Kolimá) fueron enviados a esta región para cumplir una pena mínima de diez años. 130.000 de ellos no volvieron jamás. Ciudadanos arrestados arbitrariamente por el NKVD (la policía política, antecesora del KGB) y condenados como "enemigos del pueblo".
"El invierno tiene doce meses, lo que queda es verano"
No importa quién formaba parte de los camiones de la desgracia: el que robaba una espiga de trigo de un koljós [granja colectiva], el que hacía bromas sobre el partido en su correspondencia privada, pero controlada; el que había sido prisionero de los alemanes durante la guerra (es el caso de Choukhov, el héroe de Un día en la vida de Iván Denisovich, de Alexandr Solzhenitsyn) y que por este motivo se convertía automáticamente, según las autoridades soviética, en un espía; pero también los nacionalistas ucranianos y bálticos; o los presos comunes, simplemente... Como Kolimá era accesible sólo por mar -sigue sin haber ferrocarril que una esta región al resto del país-, eran deportados a toda máquina hasta Magadán, puerto del mar de Ojotsk y trampolín hacia el infierno. En la Unión Soviética, el gulag aunaba represión política y rendimiento económico: los proscritos servían también a la edificación del "socialismo triunfador", explotando el subsuelo en condiciones que ningún hombre libre habría tolerado.
Un dicho local, pequeña joya de humor negro, dice: "Kolimá, Kolimá, oh planeta encantado, el invierno tiene doce meses, lo que queda es verano". El sentido común popular nunca miente: estamos a finales de septiembre y una copiosa nieve cubre ya la comarca. Nuestro 4x4 salta y gime sobre la carretera hundida. Como la mayor parte de las carreteras de Kolimá, la que estamos recorriendo fue construida por los prisioneros a finales de los años 30. Era necesario crear una red de carreteras entre Magadán (sobrenombre: Maglag, capital del gulag de esta parte de Rusia), las minas y los quinientos campos que funcionaban en esta inmensidad desértica. Muchos de los presos murieron construyendo esta artería llamada "carretera de la osamenta", y muchos fueron abandonados en el lugar de su muerte.
En 1956, durante unos trabajos de renovación, las excavadoras removieron tierra mezclada con restos humanos. Evgueni Borodine, un anciano que trabajó en estas obras itinerantes, ha relatado esta escena: "No era raro ver, al lado de las tiendas de los presos instaladas al borde de la carretera, brazos y piernas que sobresalían de la nieve. Durante la noche, si un desgraciado 'enclenque' moría congelado, lo arrojaban fuera de la tienda. Se quedaba allí hasta la primavera; entonces, sus compañeros le cortaban las piernas y los brazos y le enterraban en la cuneta".
Cumplir la cuota diaria para obtener una miserable pitanza
Primera etapa de nuestro periplo: el artel [cooperativa de producción] de la compañía minera aurífera Diana. Pasamos la noche. Está situada en un lugar apartado, rodeado de montañas sombrías, a decenas de kilómetros de las zonas habitadas. No hay cobertura de móvil. Cuarenta obreros viven en caravanas de abril a noviembre. El metal amarillo fue descubierto aquí en los años 20, pero la explotación no empezó hasta los años 30. Filones enormes, pero sin mano de obra voluntaria visto el entorno. Fue entonces cuando los zeks [término utilizado para referirse a los presos del gulag] empezaron a excavar las primeras minas. El oro de Kolimá permitió a la URSS convertirse en el segundo extractor de oro del mundo.
En 1937 se extrajeron 134,6 toneladas, de las cuales 50 en Kolimá. Tras la caída de la Unión Soviética algunas empresas privadas tomaron el relevo (Diana es una de ellas), pero sólo pueden vender su producción al Estado. El jefe del artel, Vladimir Matiach, planta cruces en todos los lugares de sepultura que sus hombres encuentran durante las excavaciones: "Soy nativo de Kolimá y recuerdo a muchos prisioneros. Las personas que están enterradas en estos lugares merecen que haya una cruz sobre su tumba. Tal vez otros mineros vean esas cruces y se irán a excavar a otros lugares, sin molestar el descanso de los difuntos".
Uno de sus empleados, Pavel Kloussek, nació en 1957 en un campo del sector. Dos años después, su madre fue rehabilitada. "Mi madre vivía en Ucrania" nos cuenta: "En 1945, su padre fue arrestado y mi madre fue acusada de ayudar a los nacionalistas ucranianos. Fue condenada a veinticinco años de campo más cinco años de privación de sus derechos. Fue trasladada de inmediato al campo de Butugytchag, una mina de uranio, no lejos de aquí. Al principio, ella excavaba en las galerías, pero cayó enferma, por lo que le asignaron una tarea más fácil: la explotación forestal. Hablaba bien de su carcelero, al que llamaba afectuosamente 'diada (tío) Liocha'.
En 2017, Michael Kingsbury dirigió Gulag. Magadan, una impactante historia de deportados en Kolimá. Éste es su tráiler.
»Cuando las detenidas no conseguían cumplir la cuota diaria, las autorizaba a coger madera de las pilas de troncos. Así las salvaba. Porque cuando no se conseguía llegar a la cuota establecida, se reducía la ración de alimentos. Ellas talaban estos árboles inmensos, los arrastraban y los apilaban. Aún se pueden ver pilas de troncos de los árboles talados por los prisioneros. Stalin ha muerto y nos hemos dado cuenta de que no había necesidad de todo esto. Pero era la época y que lo queramos o no, estas personas construyeron un país rico. ¿Y hoy? Nuestros padres, y nosotros mismos, hemos dedicado nuestra vida a construir estas aglomeraciones urbanas, estas empresas, pero en los años 90 llegaron los liberales y destruyeron todo".
Excavar y trabajar duro para edificar el socialismo
¡Butugytchag! Nuestro interlocutor, dividido entre el resentimiento y la nostalgia, no puede ignorar que es uno de los campos más tristemente célebres de Kolimá. Traducido del evenki (lengua de la etnia autóctona), butugytchag significa "lugar mortal" o "valle de la muerte". En 1945, cuando empezó la carrera nuclear entre Moscú y Washington, se descubrió que aquí estaba el único yacimiento de uranio de todo Kolimá. El campo estuvo activo hasta 1956. Decidimos ir a verlo. No es empresa fácil: ni siquiera figura en los registros del gulag, como si no hubiera existido nunca. La zona, sin embargo, está indicada como zona peligrosa: un panel disuasorio indica que los niveles de radioactividad son elevados.
He aquí los restos: la carcasa de un almacén, barracas en ruinas, los restos de un aeródromo. Lo que queda de la fábrica de tratamiento del uranio. Sobre todo, no hay que demorarse a causa de las radiaciones. La carretera se detiene de golpe, seguimos a pie, caminando sobre una espesa alfombra de nieve, por un sendero cubierto de piedras negras resbaladizas. De repente, estamos rodeados de montículos. Nuestro guía, Pavel Kloutcheka, nos indica las galerías de uranio. Su madre, que perdió diez años de su vida en Butugytchag, perforó una de esas galerías. Para nada: la naturaleza ha reconquistado sus derechos y ya no quedan más que terrenos baldíos.
"Ni siquiera el diablo podría haber encontrado un lugar mejor"
Seguimos hacia la prisión del campo. Muros de piedra y un techo de madera que se ha hundido. Sólo las rejas oxidadas recuerdan que esta funesta ruina era una cárcel. A pesar de que ya no está en uso, se siente aún una atmósfera oprimente que hace que te falte el aire. ¿Cuántos mineros-presos trabajarán duro aquí? El escritor Anatoli Jigouline, asignado al uranio, cita la cifra de 50.000 detenidos en su novela Les Pierres noires [Las piedras negras]. Butugytchag es tan vasto que, incluso en verano, se necesitan varios días para visitarlo. Nuestro objetivo es llegar a Sopka (la Colina), el campo más duro del complejo. Es necesario caminar por el lecho de un arroyo, en el fondo de una hoz. La subida es ardua, el viento y la nieve te acuchillan la cara. El alarido del viento evoca los gemidos humanos. En lo alto de la colina, trepamos por una última pendiente, a unos 45 grados más o menos, para acceder a la mina.
Muchos zeks han descrito el calvario de este último tramo, que tenían que subir varias veces al día. En una barraca condenada, nos colamos por una ventana. A lo largo de los muros, armazones de literas, en las que dormían los cautivos en grupos de cuatro sobre tablas de 38 cm de anchura...
Más arriba, llegamos a la casa de uno de los jefes de los carceleros. En el interior, una cama de estructura metálica y, al lado, una estufa de ladrillos, el summum del lujo. Fuera, atrae nuestra atención un columpio; el hijo del carcelero seguramente se balanceaba mirando los campos que hay más abajo: los dormitorios, la alambrada, ¡un mirador! El prisionero Alexandre Ladeïchtchikov describía así qué era Sopka: "Ni siquiera el diablo podría haber encontrado un lugar mejor para un presidio. Cumbres desnudas e inertes, como si fuera la Luna. Un frío atroz y el viento destruían todo lo que vivía, tanto la vegetación como a las personas. Aquí no crecían ni los árboles ni los matorrales" (testimonio publicado en una colección de recuerdos y poemas de veteranos del gulag). El viento sopla cien días al año, hasta los 50 metros por segundo, y puede nevar en verano. Llega la noche y forzamos el paso para volver. La temperatura es de + 5 °C. Para esta región no es nada: en invierno, la temperatura media es de - 30 °C, y puede llegar hasta los - 60 °C.
Pensaban que Stalin no estaba al corriente de todo esto
Paradójicamente, incluso en este infierno, muchos presos no perdían la fe en Stalin. A semejanza de la prisionera Elena Vladimirova, cuyas memorias han sido publicadas en una revista du cru. Escribía regularmente sus peticiones al Comité central, con la esperanza de que una vez que ella hubiera expuesto los malos tratos, en las "altas esferas" se interesarían sobre su situación y todo se arreglaría. Cartas que, claramente, nunca tuvieron respuesta. A pesar de todo, ella no dejó nunca de ser comunista. Esta convicción de que el dirigente no está al corriente de las injusticias cometidas por los funcionarios subalternos se ha transmitido de una manera que parece genética a los ciudadanos de la Rusia actual, convencidos también ellos de que Vladimir Putin no es informado sobre las dificultades diarias que todos ellos atraviesan.
Próxima parada: Oust-Omtchoug, dónde llegamos a medianoche para alojarnos en la antigua sede del NKVD. En la época de Stalin, en este municipio, centro neurálgico del distrito y cuartel general de la dirección de los campos circundantes, vivían seis mil personas. Aún hoy, el conjunto tiene el aspecto de una colonia penitenciaria. Nos reunimos con el fiscal local, Denis Reboutinsky. En el municipio se va instalar un monumento dedicado a las víctimas pagado por él.
"Mi padre trabajaba para el NKVD", nos explica: "He descubierto su pasado después de su muerte. Hurgando entre sus archivos, supe que había enviado a mucha gente al gulag. A medida que investigaba, empecé a pensar que era necesario un monumento que rindiera homenaje a las víctimas. Es una escultura que representa a una persona sin rostro, hombre y mujer a la vez, arrodillada, con las cadenas rotas. Pero no puede escapar porque está rodeada de alambradas.
En Oust-Omtchoug, un artista local trabaja en un proyecto de estatua en memoria de los deportados a Kolimá. Foto: Sergey Ponomarev.
»En Kolimá, todos los destinos se rompen. Tanto el de los presos como el de los carceleros. El sistema dividía a las personas y hacía que se enfrentaran entre ellas. Pero sucedía que los presos y los carceleros creaban una familia. Debemos honrar la memoria de ambas partes. Al lado de la estatua del detenido, me gustaría que se colocara un mirador. Y, sobre un banco, sentar a un hombre, un carcelero que ha venido aquí a reflexionar sobre sus acciones...".
Pensar siempre, no hablar nunca
Concluimos este viaje en el tiempo en el lugar donde todo empezaba para los presos: el puerto de Magadán, donde desembarcaban para un viaje de solo ida a Kolimá. El Comité para la rehabilitación de las víctimas de la represión política está situado en el miserable sótano de un edificio. Los antiguos presos, y sobre todo sus descendientes, se reúnen de vez en cuando para hablar y ayudarse.
Rosa Penkova, hija de prisioneros procedentes de Novosibirsk, relata rápidamente su historia mientras juguetea con su chal rojo: "Mi padre fue arrestado el 10 de agosto de 1937 y el 1 de septiembre fue fusilado. Dijeron que por actividades antisoviéticas. Yo tenía un año y tres meses. Entonces se detenía a mucha gente, era el periodo de las purgas. Había mucha delación. Los arrestos se llevaban a cabo por la noche. Nosotras, mi madre, mi hermana y yo nos quedamos en Novosibirsk. Un año más tarde también arrestaron a mi hermana. Tenía 19 años. Fue deportada a Kolimá y su hija se quedó con nosotros. Es terrible ser un niño enemigo del pueblo. Me señalaban con el dedo. Mi hermana fue liberada, pero decidió quedarse en Magadán. En 1953, mi madre, mi sobrina y yo nos reunimos con ella. Era más fácil. Mi hermana nunca habló del universo concentracionario. A pesar de todo, cuando Stalin murió, mucha gente lloró su muerte. Yo lo odiaba. Me quitó a mi madre y torturó a mi hermana".
Anna Portnova, antigua prisionera de Butugytchag, 94 años de edad, originaria de Ucrania, es un poco sorda. Su hija Galina le repite en voz alta, al oído, mis preguntas. Se entera de algunas cosas por primera vez, su madre nunca le había hablado de su detención: "Tenía 22 años cuando fui arrestada. Fui condenada a quince años según el artículo 'político', nos acusaron de alimentar a los banderovtsy (los nacionalistas anticomunistas ucranianos, ndr). Cuando llegué a Kolimá me trasladaron a Butugytchag. Era el año 1946. Trabajé en la explotación forestal, después en la fábrica. Recuerdo el frío y el hambre. Temperaturas de -50°C. Si bajaba un poco más, no trabajábamos. Cuando ibas a talar árboles era necesario llegar a una cuota mínima diaria: talar y entregar 4 metros cúbicos. Arrastrábamos los troncos. Los carceleros nos golpeaban la cabeza con bastones, era su trabajo. Nos decían: un paso a la izquierda, otro a la derecha, nos disparaban sin avisar. Pero algunos de ellos eran amables.
Anna Portnova estuvo diez años en campos de concentración comunistas.
»Trabajé ocho años en Butugytchag y dos años en Magadán. Lo más duro era el hambre. Tuve ganas de comer durante diez años. La ración diaria era de 500 gramos de pan y una sopa. Te pasabas el tiempo controlando que tu vecina no hubiera recibido más pan que tú. ¿Si siento resentimiento? ¿Contra quién? ¿El soldado que vino a arrestarme? ¿O el que me escoltó? ¿O el que me vigilaba aquí? La vida era así, o la prisión o la tumba. Cuando Stalin murió, nadie nos avisó. La noticia se difundió por el boca a boca. No teníamos fuerzas para alegrarnos. Estábamos enfermos y hambrientos. Sin embargo, a partir de ese día nos dieron más pan. La verdadera felicidad fue la liberación, cuando nos quitaron los números. En Magadán conocí a mi futuro marido, un preso andrajoso como yo. Nos casamos y echamos raíces aquí. No teníamos un sitio a donde volver, ni a nadie que nos esperara. En cambio, esta región la habíamos desarrollado con nuestras manos, habíamos construido sus carreteras, los edificios que vemos también hoy".
De hecho, la sociedad rusa es muy sensible a todo lo que está relacionado con el gulag. La mayor parte de los antiguos prisioneros han intentado callar sobre lo que vivieron. Una parte de los archivos del Estado aún sigue estando clasificada como "alto secreto". Y la idea generalmente admitida es que es perjudicial e inútil remover este pasado. Mientras se pueda hacer...
Traducción de Elena Faccia Serrano.