El palacio del gobernador español de La Florida, Diego Martínez de Avendaño, luce de gala para la ocasión. Soldados, criados y funcionarios visten los mejores trajes. Es un día de 1595 y está a punto de llegar a puerto el navío San Francisco con un grupo de soldados... y doce jóvenes franciscanos.
Este es un capítulo más de una de las grandes empresas civilizadoras de la historia de la humanidad: la evangelización de América. Un fornido y joven vizcaíno, nacido en la localidad de Gordejuela, se adentrará en las costumbres de los indios semínola llegando a ser, por qué no, el primer "futbolista" español del que se tenga constancia.
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Los soldados desfilan de uno en uno mientras saludan la enseña española que preside el patio del palacio del gobernador. Frailes y soldados acaban de llegar a territorio americano. A los doce jóvenes franciscanos, la tonsura en sus cabezas, la barba y el hábito marrón, propio de la orden, les hace parecer mayores de lo que realmente son. Proceden de diferentes partes de España: son vascos, extremeños y castellanos.
En tierras extrañas
Al ser presentados al gobernador, este, en un detalle de sencillez por su parte, se arrodilla y les pide la bendición a los nuevos misioneros. Los doce jóvenes recién llegados, junto a su obispo, forman un círculo, extienden sus manos sobre la cabeza del Martínez de Avendaño y recitan una bendición en latín.
En la recepción posterior, hay representantes de diferentes poblados indígenas, en su mayoría son indios semínola. Fueron evangelizados hace algunos años y, junto con la fe, han aprendido la lengua castellana. Eso sí, sus atuendos les delatan.
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Los hombres llevan largas túnicas de llamativos colores y gruesos cinturones sobre el pecho. Todos lucen cintas en sus cabezas de las que salen largas plumas de aves tropicales. Por su parte, las mujeres portan adornos tatuados en sus frentes y visten elegantes camisas y faldas largas.
La convivencia entre indígenas y españoles en la Florida atraviesa por momentos de tranquilidad. El gobernador es una persona dialogante, le gusta comunicar sus decisiones personalmente a los jefes de las tribus, y estos, a veces, le hacen cambiar de opinión en determinados temas.
Un par de carros traslada a los frailes a la misión de Saint Simón, lugar en donde está el convento en el que vivirán hasta que se acostumbren. Es su primer día en el nuevo continente, y tienen una reunión de comunidad. Fray Juan comenta que deben hacerse cargo de las dos escuelas, del dispensario médico, de los equipos de catequistas en diferentes poblados y de la iglesia en la que se atienden a los fieles diariamente.
Una idea loca
Pero, cuando va acabar la reunión, Fray Asís de Alcántara pide la palabra para exponer una idea que le venía rondando la cabeza desde hace tiempo: introducirse en una de las actividades más populares de los indígenas. Nunca, ningún misionero se ha atrevido a participar en el juego de pelota india. Los frailes se miran con cara de asombro; los viejos, conocen el juego y saben que no es cosa para ellos; y los nuevos, no se imaginan que los indios puedan practicar juegos de equipo.
Fray Asís desborda entusiasmo, está convencido de que es algo bueno. "Si fuéramos capaces de participar con ellos en ese juego, podríamos conseguir atraerlos más fácilmente a la Iglesia de Cristo", dice con ilusión. El padre Escobedo, más realista, advierte de que se requiere una fuerza y agilidad que ellos no tienen.
Y, entonces, con humildad pero con decisión, pide la palabra uno de los nuevos frailes. Se llama Francisco de Beráscola. Es un joven vizcaíno, nacido en la localidad de Gordejuela, y destaca por su gran capacidad física y su aspecto atlético.
Beráscola fue bautizado en la iglesia vizcaína de San Juan de Molinar (Gordejuela).
"Con el debido respeto, he de decir que en mi pueblo he destacado en el juego de la pelota, en el levantamiento de piedra y en el lanzamiento de la barra. Me divierte participar en esos torneos y creo que podría ser una buena forma de conocer a futuros cristianos", propone.
Apodado "el gigante cántabro", tiene mucha fuerza y es capaz de levantar pesadas cargas sin queja alguna. Al día siguiente, van a ver el juego y por la tarde decidirán si es buena idea participar.
A las afueras del poblado, entorno a un palo coronado con un aro, se desarrolla el partido. La pelota es de caucho, cada equipo tiene 20 jugadores, van medio desnudos, y el objetivo es pasar la bola por el aro sin tocarla nunca con la mano. Están permitidos los agarrones y empujones, y el ganador tiene que conseguir 50 tantos. Los partidos duran no menos de dos semanas, a veces incluso un mes.
El momento soñado
Los indios son fuertes y ágiles, y en todos los partidos hay jugadores con algún hueso roto. Cuando un jugador se retira lesionado puede ser sustituido por otro. Mientras los frailes ven el partido, crecen las ganas de poder participar. Un indio, en perfecto castellano, les propone que jueguen con ellos. Pero, deben pedir permiso a sus superiores. Ya de vuelta en el convento, obtienen el plácet. Será la primera vez que un español tome parte en el juego de la pelota india.
Y, llega el esperado día. Todos los frailes del convento acompañan a Beráscola al campo de juego. El vizcaíno ha sustituido sus hábitos franciscanos por un pantalón ancho y una camisa blanca de manga corta. Con su larga barba negra tiene un aspecto de forzudo de feria. Al gigante cántabro le cuesta un poco engancharse y nada más empezar recibe un empujón que le tira al suelo.
Sin embargo, Beráscola es bueno en los bloqueos y es capaz de pasarse la pelota de un pie a otro. Los indios de su equipo le jalean constantemente. Fray Francisco, por su parte, no pierde la oportunidad de animarlos cuando hacen una buena jugada. El sol desaparece y el jefe de la tribu da por terminada la jornada. Llevan siete días de partido y el resultado es de empate a 28 tantos.
Esa misma noche, los frailes organizan una gran cena de hermanamiento con los indios. Se acaba de producir un hecho histórico. Comen alrededor de una gran fogata, y no faltan los cantos. Los franciscanos se han ganado el respeto y la admiración de muchos semínola. Desde este día, el juego de la pelota se convierte en una costumbre más para los frailes.
"El vizcaíno ha sustituido sus hábitos franciscanos por un pantalón ancho y una camisa blanca de manga corta. Con su larga barba negra tiene un aspecto de forzudo de feria".
Tras las largas jornadas de pelota, los frailes echan ungüentos indios en las heridas de los jugadores y procuran fomentar el cariño y la amistad con los indígenas. Fray Francisco de Beráscola enseña a los indios algunos juegos de su tierra, como levantar piedras o tirar la barra. Incluso fabrica una pelota con resina para jugar al frontón en la trasera de la Iglesia.
El guión se interrumpe cuando el obispo pide voluntarios para viajar a San Agustín, para extender el Evangelio, y Beráscola se ofrece. Las lágrimas de los indios con los que jugaba a la pelota presuponen un final trágico. Estando ya en su nuevo destino, el fraile español es apresado por un grupo de indios descontentos con el nuevo gobernador de La Florida. Muere asaeteado, apedreado y atado a un árbol. Su cuerpo no se consiguió nunca recuperar.
Cuando la noticia de la muerte llegó a la misión de Saint Simón, indios y frailes organizaron un partido de pelota en honor al primer español en jugar a este deporte tan singular. Un joven franciscano cuyo buen hacer sirvió para hermanarse más con los habitantes de La Florida y, sobre todo, para que muchos indios llegaran a conocer el Evangelio.