En el desenlace del Quijote encontramos un mensaje muy claro de armonía católica entre la fe y la razón, sostiene . Cervantes fue, en Lepanto y con la pluma, un caballero al servicio de la fe, como Shakespeare, y la muerte de ambos el día de San Jorge del mismo año del Señor de 1616 es todo un guiño de la Providencia. Así lo justifica Joseph Pearce en un reciente artículo en Crisis Magazine:
El Quijote en pocas palabras
Al final de su maravilloso poema Lepanto, G.K. Chesterton imaginó al gran escritor español Miguel de Cervantes envainando su espala y sonriendo satisfecho tras participar en la histórica victoria de la flota cristiana sobre su rival turca en la batalla de Lepanto de 1571. Chesterton finalizaba su poema con tales versos como forma de mostrar que la victoria fue crucial para la supervivencia de la Cristiandad y de sus frutos culturales, encarnados y simbolizados por la novela clásica de Cervantes Don Quijote, sobre “un insensato caballero” que “eternamente cabalga en vano”.
Miguel de Cervantes luchó heroicamente en Lepanto, donde recibió una grave herida en su mano izquierda que con razón llevaría como timbre de honor el resto de su vida. Nacido en España en 1547, no consiguió éxito como escritor hasta la publicación de la primera parte del Quijote en 1605, cuando tenía 58 años. La segunda parte aparecería diez años más tarde, uno año antes de su muerte. Cervantes fue pues una flor tardía y lo que podría denominarse escritor de un único éxito, pues sus otras obras no tuvieron ninguno en vida y hoy están en buena medida olvidadas.
Cervantes en Lepanto, en un óleo de Augusto Ferrer-Dalmau (2017).
Sin embargo, aunque Cervantes solo dé nombre a un clásico literario, a diferencia de las docenas de clásicos escritos por su gran contemporáneo Shakespeare, puede presumir de haber escrito la obra de mayor éxito en la historia de la literatura mundial, al menos en términos de ventas globales. En general se considera que el Quijote es el best-seller más vendido de todos los tiempos, muy por encima de sus rivales más cercanos, Historia de dos ciudades de Dickens y El Señor de los Anillos de Tolkien. En cuanto a su mérito literario, podemos fiarnos de la opinión de Maurice Baring -un excelente escritor que fue asimismo el más excelente crítico literario- de que “no hay libro con un inicio tan bueno como el Quijote, ni ninguno con mejor final”.
¿Qué hace tan especial al Quijote?
Lo primero, aunque no necesariamente lo más importante, es que posiblemente fue la primera novela y dio a luz a toda una nueva forma literaria. Plena de acción apasionante, su hilo conductor es la improbable amistad entre Don Quijote y Sancho Panza, su escudero y compañero de andanzas. El realismo sensato y casi cínico de éste sirve como un contrapeso intelectual a las descabelladas fantasías románticas de Don Quijote. El núcleo de la novela es el evidente deseo de Cervantes de satirizar y burlarse de los populares libros de caballerías [en español en el original], que eran la literatura barata de la época.
Esto ha sido entendido por algunos como prueba del profundo cinismo de Cervantes, o al menos de su anti-romanticismo. Lord Byron, por ejemplo, alegaba en su poema Don Juan que el Quijote es un ataque iconoclasta a la civilización misma. Unas palabras realmente duras. Por otro lado, el gran novelista ruso Dostoievski contemplaba a Don Quijote como “el más perfecto… de los bellos personajes de la literatura cristiana”, y añadía que “es bello solo porque es ridículo”. Luego capta el corazón místico y misterioso de la novela: “Allí donde se plantean la compasión hacia la belleza ridiculizada e ingeniosa, se suscita la simpatía del lector. El misterio del humor esté presente en esta excitación de la compasión".
Dostoievski escribió estas palabras cuando empezaba a crear el personaje quijotesco del príncipe Myschkin, protagonista de su novela El idiota, claramente inspirado en Don Quijote, a quien toma como modelo. La bondad transparente del Príncipe Myschkin, su falta de astucia y su noble simplicidad le convierten en objeto de mofa por parte de los cínicamente mundanos, y sin embargo suscita simpatía entre quienes admiran su virtud y ven en su inocencia una semejanaza con la sabiduría. Por esta razón, Sancho Panza, a pesar de su propio escepticismo y de su hartazgo mundano, se siente atraído por la “santa locura” de su maestro. Don Quijote "no tiene nada de bellaco", dice, "antes tiene una alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna... y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga" (capítulo XIII).
Es, pues, bajo esta luz como deberíamos quizá leer el Quijote, viendo a su protagonista como un santo loco con quien deberíamos simpatizar, incluso cuando hace el mayor de los ridículos. Y, sin embargo, hay un peligro real en llevar estas locuras quijotescas demasiado lejos. Si no somos cuidadosos, empezamos a ver la locura como algo que es un fin en sí mismo, como una divina locura, separando la fe de la razón. Es éste un camino arriesgado que conduce a la herejía del fideísmo. El Quijote puede conducirnos en esa dirección, provocando nuestra simpatía hacia la fe irracional frente a la incredulidad racional, o bien puede conducirnos en la dirección opuesta, tentándonos con ver toda la fe como una locura.
Es evidente, sin embargo, que Cervantes no quiere llevarnos en ninguna de esa direcciones, ambas contrarias a la insistencia católica en el vínculo intrínseco e indisoluble entre la fe y la razón (fides et ratio). A donde nos guía, de hecho, es a la conversión de Don Quijote a la plenitud del realismo católico, entendido filosóficamente, donde el bien no está casado con la locura, sino que la santidad y la cordura son unas e indivisibles en el santo matrimonio de la fides con la ratio. Don Quijote sana de sus delirios al final de la novela, recuperando la cordura, que encuentra una expresión plena y final en su reconciliación con la Santa Madre Iglesia.
"¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho!", proclama en voz alta al despertar del sueño durante su enfermedad final (capítulo LXXIV): "En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres"
"¿Qué misericordias son éstas, o qué pecados de los hombres?", pregunta su sobrina.
"Las misericordias", responde don Quijote, "que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías... Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte".
Recuperado el sentido , pide un sacerdote para que le escuche en confesión. El cura, tras absolverle de sus pecados, anuncia que "verdaderamente se muere, y verdaderamente está cuerdo".
"Yo fui loco", dice Don Quijote un poco después, "y ya soy cuerdo". En pleno uso de sus facultades mentales, "después de recibidos todos los sacramentos", Don Quijote expira.
Y así, la más enigmática de las novelas termina con el más feliz de los finales, en el que la locura de una vida es sanada por la más santa de las muertes. Dejemos que hable el epitafio sobre la tumba de Don Quijote:
"Yace aquí el Hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco;
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco".
El día de San Jorge [23 de abril] de 1616 expiró Miguel de Cervantes, exactamente el mismo día en que murió William Shakespeare. Sin duda fue especial y providencialmente conveniente que las joyas más brillantes de las edades de oro de la literatura española e inglesa expiraran juntas. Fue también sin duda especial y providencialmente conveniente que estos cazadores de dragones muriesen en la fiesta de San Jorge, como auténticos caballeros que manejaron la pluma como lanza al servicio del bien, de la verdad y de la belleza.
Traducción de Carmelo López-Arias.