Afortunadamente aún no es muy frecuente en nuestro país, pero ya no es imposible cruzarse con alguien malhumorado que proclama que la Navidad es horrorosa, deprimente, un periodo del año a evitar en lo posible. Pero antes de la aparición de estos malajes, antes incluso de los “Scrooge” que reducen la Navidad a meras “paparruchas”, hubo un gobierno que se atrevió a prohibir la Navidad.

El ataque de los «Cabezas redondas»

Si la celebración de la Navidad ha tenido altibajos a lo largo de la historia, sin duda la Inglaterra de mediados del siglo XVII tocó fondo. ¿Los responsables? Los puritanos inspirados en las ideas de Calvino y liderados por Oliver Cromwell. Para aquellos puritanos los doce días de festividades navideñas eran un despilfarro inaceptable y, sobre todo, un lamentable residuo de papismo para el que no había suficiente base bíblica: el calendario litúrgico medieval era considerado demasiado católico y una distracción respecto de lo único importante, la «sola Biblia».

Fue en 1647 cuando el Parlamento, controlado Cromwell y sus seguidores, los llamados “Roundheads”, en plena guerra civil contra el rey Carlos I, decretó la prohibición de lo que ellos llamaban el “Día del Jolgorio de los Paganos”, es decir, de la Navidad. Se decretó que las tiendas debían permanecer abiertas durante esos días y se prohibió también la asistencia a celebraciones religiosas vinculadas a la Navidad, la exhibición de decoraciones navideñas, las fiestas, los villancicos, el intercambio de regalos, el consumo de alcohol e incluso la fabricación de los tradicionales mince pies, un dulce típico de la Navidad británica a base de hojaldre relleno de frutas, pasas, almendras, especias y licor. De hecho, en el decreto se podía leer que: “habiéndose juzgado la celebración de la Navidad un Sacrilegio, el intercambio de regalos y felicitaciones, el vestir con ropas bonitas, las fiestas y otras prácticas satánicas similares quedan prohibidas”. Para dar ejemplo, el propio Parlamento celebró sesión en el mismo día de Navidad desde el año 1644 hasta 1656.

Este cartel prohibiendo la Navidad corresponde a 1659 en Boston, entonces bajo dominio británico. Prohíbe la celebración de la Navidad por considerarla `sacrílega´ y sus prácticas `satánicas´.

Asegurar el cumplimiento de estas medidas no fue tarea fácil. Se produjeron disturbios y enfrentamientos en muchas ciudades, especialmente sonados en Canterbury y en todo el condado de Kent. Incluso en el propio Westminster, en la iglesia de Santa Margarita, varias personas fueron arrestadas al participar en una celebración y el alcalde de Londres fue agredido mientras intentaba arrancar adornos navideños. Pero donde la situación tomó tintes de mayor dramatismo fue en Norwich: en los disturbios que enfrentaron a vecinos con hombres armados que querían hacer cumplir la ley, explotó el almacén de municiones de la ciudad causando la muerte de al menos 40 personas. Pero a pesar de todos los enfrentamientos, lo cierto es que durante 13 años en Inglaterra no se pudo entonar un villancico, colocar una guirnalda o preparar un copioso festín para celebrar el nacimiento del Niño Jesús. Una prohibición que se mantuvo hasta dos años después del fallecimiento de Cromwell, cuando en 1660, nada más asumir el poder, el rey Carlos II reinstauró la celebración de la Navidad en todo su esplendor.

Cuando Dickens desbarató la ofensiva de la Revolución Industrial

Dos siglos después tuvo lugar un nuevo ataque contra la Navidad, esta vez en el contexto de la Revolución Industrial, aunque recuperando alguno de los argumentos de los puritanos, como que dejar de trabajar con ocasión de la Navidad era un despilfarro inadmisible en el siglo de la productividad. Pero en esta ocasión la Navidad tuvo un paladín que la defendió con una obra cuya popularidad se ha mantenido hasta nuestros días: nos referimos a Charles Dickens y su Cuento de Navidad.

Dickens era muy consciente de que la Navidad estaba desapareciendo en su país a causa del impacto social de la industrialización. Miles de personas abandonaban sus pueblos para ir a trabajar a las grandes ciudades fabriles, abandonando también sus tradiciones por el camino. En muchas fábricas eran reacios a dar días festivos, y aún menos retribuidos, mientras que las largas jornadas, los salarios bajos y las míseras condiciones de vida de quienes estaban engrosando las filas de lo que se llamaría “proletariado” hacían que la celebración de la Navidad fuera quedando arrinconada. Un viaje de Dickens a Manchester en octubre de 1843, donde contempló de primera mano las condiciones de vida de las familias obreras (algunas, quizás, empleadas en durísimas condiciones por Ermer & Engels, la fábrica copropiedad de la familia de Engels de la que vivieron tan ricamente Carlos Marx y el propio Federico Engels, los firmantes del Manifiesto Comunista), le decidió a escribir un relato que iba a rescatar y dar nuevo vigor a la Navidad.

Charles Dickens, en una lectura pública de sus obras.

El Cuento de Navidad fue publicado el 19 de diciembre de 1843 y los 6.000 ejemplares de la primera edición se vendieron en solo cuatro días. Hubo reimpresiones varias, se hicieron versiones dramáticas y el mismo Dickens realizó lecturas públicas de la obra ante aforos repletos. Pronto llegarían las traducciones y el efecto Cuento de Navidad se extendió por Europa y América en lo que fue una auténtica fiebre navideña. Una moda, si se quiere, que volvió a situar la Navidad como una fiesta principal en el calendario y que la asoció definitivamente a las reuniones familiares, con buena comida y villancicos, y a la generosidad hacia los pobres. Dickens no inventó nada de esto, pero sí lo recuperó y popularizó.

¿A qué se debe el inmenso éxito de esta obra? Probablemente a que en el nuevo y a menudo desalmado mundo de la primera Revolución industrial eran muchos quienes anhelaban recuperar algo de humanidad. Además, Dickens lo bordó, con un relato que combina suspense, fantasmas, humor y buenos sentimientos y unos personajes creíbles e inolvidables. Un relato que expone también algunas ideas brillantes. Como que lo que les ocurre a los demás también es responsabilidad nuestra: cuando Scrooge le dice al fantasma de su antiguo socio, Jacob Marley, que mientras había estado con vida había sido un buen hombre de negocios, éste le responde: “¡Negocios!, la humanidad era mi negocio. El bienestar común era mi negocio; la caridad, la misericordia, la tolerancia y la benevolencia eran, todas, mi negocio. Los negocios de mi comercio no eran más que una gota de agua en el amplio océano de mi negocio”.

O como el proceso de conversión del propio Scrooge, que nos muestra primero el camino por el que se convirtió en el ser egoísta que ha llegado a ser al inicio del relato, alguien que prefiere la seguridad del dinero al más arriesgado amor de su novia, transformando su corazón en un témpano de hielo. Es interesante notar que Dickens, más allá de los accidentes de la vida de Scrooge, responsabiliza de su corrupción a esa ideología que considera que no hay que apiadarse de los pobres porque se lo tienen merecido. Por eso nos pone ante una escena, al inicio de la obra, en la que dos caballeros le piden una aportación para obras caritativas: Scrooge responde con cajas destempladas sugiriendo que los pobres lo mejor que pueden hacer es morirse, “reduciendo así la sobrepoblación”.

Una expresión que se pudo escucharen público y en la vida real un par de años después de la publicación de la obra de Dickens, cuando en 1845 se desató la Gran Hambruna en Irlanda en la que murió alrededor de un millón de personas y otro millón hubo de emigrar. Puro maltusianismo, vigente aún hoy en día en muchos ambientes, que no es más que una excusa para justificar la codicia y falta de compasión hacia los pobres. Eso sí, la transformación de Scrooge al final de la obra es total… pero imposible sin la intervención de lo sobrenatural, una gracia que le ha hecho enfrentarse a la verdad sin remilgos y le ha cambiado hasta el punto de hacerlo irreconocible.

Chesterton, paladín de la Navidad

Vayamos ahora hasta el día de Navidad de 1931. Dickens había pasado de moda y el ateísmo “científico” era el último grito. La Navidad había pasado a ser algo propio de mentes infantiles, supersticiosas, poco sofisticadas. La gente a la última despreciaba las viejas historias de abuelas sobre un niño nacido en Belén y Dickens era considerado un trasnochado sentimental. Pero aquel día, miles de hogares en Estados Unidos sintonizaron la radio y oyeron estas palabras: “Me han pedido que les hable durante un cuarto de hora sobre Dickens y la Navidad”. ¿Quién podía ser el responsable de algo tan provocador y en apariencia demodé?

'El espíritu de la Navidad' recoge la forma en la que Chesterton entendía el misterio del nacimiento del Niño Dios.

Un entusiasta de ambos: el gran Gilbert Keith Chesterton, quien tras los pasados embates del puritanismo y el utilitarismo, defendió con su voz y con su pluma a la Navidad de las arremetidas del ateísmo del siglo XX, ese que nos promete placeres sin fin en una vida definitivamente liberada de toda atadura religiosa. No es casualidad que Chesterton fuera también responsable de la renovada popularidad de Dickens, causante de que se reeditaran libros que llevaban años agotados: ambos gigantes de la literatura compartían una visión del hombre y de la vida con muchos puntos en común.

En su breve charla radiofónica Chesterton defendió que la Navidad es insustituible. Ninguna nueva religión, incluyendo las políticas, ha creado una nueva fiesta no ya que se le parezca, sino que le llegue a la suela de los zapatos. Ninguna nueva filosofía ha sido lo suficientemente popular como para crear una fiesta tan popular. Aquellos que se supone que viven en búsqueda del último placer, en realidad son gente profundamente triste, infeliz. Algunos les acusan de ser paganos, Chesterton responde que eso es injusto… para los paganos.

“Los dioses y poetas paganos del pasado -afirma Chesterton - nunca fueron tan ordinarios, de décima división, como las ofertas rápidas y los que se las dan de inteligentes del presente. Venus nunca fue tan vulgar como lo que ahora llaman Sex Appeal. Cupido nunca fue tan burdo y ordinario como una novela realista moderna. Los antiguos paganos eran imaginativos y creativos; hacían cosas y construían cosas. De alguna manera ese hábito desapareció del mundo... Los paganos modernos son simplemente ateos que no adoran nada y por lo tanto no crean nada. No podrían, por ejemplo, ni siquiera hacer un sustituto del Día de Acción de Gracias. Porque la mitad de ellos son pesimistas que dicen no tener nada que agradecer, y la otra mitad son ateos que no tienen a nadie a quien agradecer”.

Frente a esta fría tristeza, Chesterton lee con fervor a Dickens porque escribe sobre la felicidad, porque incluso “Dickens sigue siendo el único hombre que exagera la felicidad”. Algo inaudito en una literatura moderna cuyos autores de más fama “si algo exageran, es la desesperación, el espíritu de la muerte”. Frente a este espíritu, el Niño Jesús lleva consigo precisamente “esa misteriosa revelación que trajo la alegría al mundo”.

Es ésta una idea muy nuclear en Chesterton, que ya se encuentra en el artículo que publicó en The Illustrated London News el 9 de enero de 1909 (recogido en la recopilación de artículos recientemente publicada bajo el título La amenaza de los peluqueros) y que le hace escribir que “El mundo moderno tendrá que encajar con la Navidad o morir”.

Por ello puede escribir en El hombre eterno (recogido en ese tesoro de citas chestertonianas que es Un buen puñado de ideas) que “cualquier agnóstico o ateo que haya conocido de niño una auténtica Navidad tendrá después y para siempre, le guste o no, una asociación en su mente que la mayoría de la humanidad debe considerar como remota: la idea de un recién nacido y la idea de una fuerza desconocida que sostiene las estrellas”. Lo más poderoso y lo más frágil y vulnerable, algo que concebimos de manera natural como polos opuestos, es en Navidad lo mismo. Una vez expuestos a esta idea, ya nunca miraremos igual, ni a los potentados, ni a los miserables. El pasmo, la admiración, se repetirán por generaciones: “Un sinfín de leyendas y literatura, que aumenta y no terminará nunca, ha repetido y repite variaciones sobre esa única paradoja: que las manos que habían hecho el sol y las estrellas eran demasiado pequeñas para alcanzar las enormes cabezas del buey y la mula”.

La Navidad pervive contra cualquier intento de hacerla desaparecer porque es el milagro sobre el que se fundan nuestras vidas. Frente a puritanos, utilitaristas, ateos y lo que esté por venir, siempre aparecerán adalides como Dickens o Chesterton para clamar que está más viva que cualquier moda aparentemente incontenible. Como explicaba Chesterton en un pasaje que sigue resonando en nuestro tiempo, “si un hombre quiere adorar a la Fuerza Vital por el mero hecho de que es una Fuerza, puede adorarla muy naturalmente en la batería eléctrica. Estoy tentado de decir que le servirá de algo si finalmente adora a la fuerza vital en la silla eléctrica. Pero si quiere adorar la vida porque está viva, no encontrará nada en la historia tan vivo como esa pequeña vida que comenzó en la gruta de Belén y que ahora vive, visiblemente, para siempre”.

*Este artículo se publicó originalmente en el primer número de La Antorcha, la nueva revista gratuita impulsada por la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) para ofrecer una mirada cristiana para iluminar la realidad.