Cuentan que un día, durante la ceremonia del té, al sirviente del gran señor feudal japonés Hideyoshi se le cayó al suelo un valiosísimo bol de cerámica. Los trozos saltaron en todas direcciones. No era una pieza cualquiera, sino una de las favoritas del daimyō, que alzó con furia la mano para castigar al criado.
Uno de sus invitados, el samurái poeta Yusai Hosokawa decidió intervenir. Con una canción improvisada calmó los ánimos de su señor, asumiendo la responsabilidad por la falta del mayordomo.
Hosokawa recogió los pedazos de cerámica y los unió de nuevo, aplicando laca en las fisuras y cubriendo las “heridas” con oro. La belleza del resultado conmovió a Hideyoshi, que perdonó a su sirviente, y la historia -convertida en fábula- se extendió por todo Japón. Con el tiempo, esta técnica se popularizó entre los artesanos nipones, recibiendo el nombre de Kintsugi, unión de las palabras japonesas para “oro” y “reconectar”.
“El Kintsugi no solo repara un recipiente roto, sino que transforma la cerámica rota en algo más hermoso aún que la pieza original”, reflexiona el pintor Makoto Fujimura en su libro Art + Faith. A Theology of Making.
Para él, esta técnica tradicional no se limita a las tazas o los cuencos, sino que emerge como una metáfora perfecta para comprender la acción de Dios en nuestras vidas: “El ejemplo del Kintsugi captura y amplifica esta promesa [del Evangelio]. (...) Cristo no vino a repararnos, no vino solamente a restaurarnos, sino a convertirnos en una nueva creación”, escribe.
Un cuenco roto y reparado con oro con la técnica kintsugi; foto de Fuller Studio.
A Cristo por la belleza y el martirio
Fujimura se encontró con Cristo cuando tenía 27 años, en Tokio. El joven artista había viajado a Japón tras graduarse en la universidad en EEUU y estaba aprendiendo el arte del Nihonga, una antigua técnica de pintura japonesa que emplea materiales preciosos como la malaquita o la azurita como base para los pigmentos.
En esta búsqueda artística, Fujimura se topó con su propio límite. “Me di cuenta de que no había un lugar en mi corazón -un estante- para sostener aquella belleza, aquella misma belleza que estaba creando”, recuerda en un testimonio filmado por el canal Explore God.
El pintor identifica varios momentos cruciales en su camino espiritual, como la lectura del poema épico Jerusalem, de William Blake, en el que hay un diálogo entre el personaje simbólico Albion y Jesús en la cruz: “En aquel momento Jesús ya no era una figura histórica, sino quien me había estado llamando desde siempre a través de mi creatividad”.
Otros hitos en su proceso de conversión -según relata en una entrevista para Religion News Service- fueron la relación con un grupo de misioneros protestantes o una visita a un museo en Tokio donde se topó con algo inesperado. Frente a él se alineaban docenas de losetas con la imagen de Jesús o de la Virgen, pero no se trataba de una simple colección de arte sacro, sino que eran testimonios de algo mucho más doloroso. Durante 250 años, los cristianos fueron perseguidos en Japón: los magistrados forzaban a los creyentes a pisotear aquellos iconos (fumie) bajo la amenaza de la tortura y la muerte, llevando a muchos al martirio por mantenerse fieles.
Fujimura vio en aquellas imágenes un “misterio profundamente marcado por las cicatrices”, que le tocó profundamente: “Todo lo que he hecho deriva de aquello”, confiesa.
Hoy, Fujimura tiene 63 años, y se ha convertido en uno de los pintores contemporáneos de arte sacro más reconocidos en todo el mundo.
Su obra, que aúna la tradición japonesa, el expresionismo abstracto y una fe profunda y meditada, cuelga en las paredes de iglesias y museos de todo el mundo. Y en todo ello -vida, obra, fe- late como un hilo dorado una intuición: “Dios el Artista se comunica con nosotros antes que Dios el profesor”.
La teología del hacer
En el citado Art + Faith, Fujimura plantea las bases de lo que él llama “teología del hacer”, un modo de comprender la relación con Dios y con el mundo basado en la misericordia y la belleza.
Para el pintor, vivimos en un mundo caído, pero “cuando creamos, invitamos la abundancia del mundo de Dios en la realidad de escasez que nos rodea”.
Leyendo el Antiguo Testamento, Fujimura identifica guiños a la importancia de esta actitud: constata, por ejemplo, que Adán poniendo nombre a los animales en el Jardín del Edén es un acto de creatividad, o que las primeras personas en ser citadas como “llenados” por el Espíritu Santo son dos artesanos, Bezalel y Oholiab, los autores materiales del Arca de la Alianza.
Frente a una concepción utilitarista o mecanicista de la relación con Dios, Fujimura escribe que “Dios no necesita ninguna de nuestras instituciones para existir, punto; pero Su amor exuberante nos invita a nosotros, vasijas rotas elegidas por Dios, a co-crear en la Nueva Creación a través de Jesús”. La imagen de las vasijas rotas nos devuelve a la metáfora del Kintsugi, una concepción que parte de reconocer una verdad: no somos perfectos.
“No podemos mantener las promesas que hacemos, y mucho menos las promesas que Dios nos mandó mantener. (...) Somos fragmentos rotos de algo que una vez fue hermoso”, comenta Fujimura, apuntando al pecado original y destacando que a los apóstoles les ocurría lo mismo. Pero también que este no es el final: “A aquellos que traicionaron, que huyeron, que no pudieron ser valientes cuando era necesario serlo… A aquellos corazones miserables les pasó algo después de la Resurrección”.
La Resurrección de Cristo -elemento nuclear de la fe cristiana y también de esta “teología del hacer”- no es, para Fujimura, una mera restauración. No es un viaje atrás en el tiempo a un estado sin pecado ni maldad, sino una transfiguración del mundo y de cada uno, una Nueva Creación. El ejemplo más claro de ello -escribe- es el propio Cristo: su cuerpo resucitado no está impoluto, sino que -como descubrieron santo Tomás y los otros- conserva las llagas y heridas de la Pasión.
“Cuando el hacer honra la ruptura -continúa el artista-, las formas quebradas pueden revelarse como componentes necesarios del Nuevo Mundo por venir”.
Y sigue: “Esta es la promesa más escandalosa de la Biblia, y está en el corazón de nuestro camino hacia lo Nuevo: no solo somos restaurados, sino que estamos llamados a participar en la co-creación de lo Nuevo a través de nuestras heridas y dolor”.
La sangre de Cristo, como el oro que fluye por las grietas en el Kintsugi, no tapa ni borra el pasado, sino que -concluye Fujimura- “es precisamente a través de nuestras fisuras por donde puede brillar la gracia de Dios”.
Artículo publicado originalmente en la revista ‘La Antorcha’, una publicación gratuita editada por la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP) y que ofrece una mirada cristiana sobre la realidad.
Una "performance" (de 10 minutos) de música y pintura en directo: el piano y la pintura de Fujimura se entrelazan en el acto creativo.