En 1965, 180.000 monjas católicas desarrollaban su labor y apostolado en Estados Unidos. Pese al gran impacto de la crisis de vocaciones –actualmente la cifra ronda las 31.000 religiosas– su presencia es un fenómeno más que asentado en el país norteamericano.
Sin embargo, no siempre fue así. Durante décadas, sufrieron una persecución continua, soportando las blasfemias, los incendios y destrucción de sus conventos e incluso agresiones provocadas por los prejuicios protestantes. Global Sisters Report ha explicado cómo, durante décadas, las monjas desarrollaron su labor asistencial entre católicos y no católicos, ganándose el respeto, la admiración y el corazón de gran parte de la población.
Persecución, quema de conventos y difamación
Desde el comienzo de su apostolado en el siglo XIX, la sospecha, reticencias y hostilidades amenazaron la labor –y en ocasiones la vida– de las hermanas católicas en los Estados Unidos. La cultura fundacional estadounidense las contemplaba como algo ajeno a su propia identidad, que encontraba en la raza blanca, el origen anglosajón y la religión protestante sus señas de identidad WASP (White, Anglo-Saxon & Protestant).
Tras la llegada de las monjas y sus primeros asentamientos, se hicieron frecuentes los ataques a las instituciones y centros católicos asentados en Estados Unidos, formadas principalmente por inmigrantes. Joshua Zeitz cita algunos ejemplos del siglo XIX, como la quema del convento de las Ursulinas de Charlestown (Boston); el surgimiento del partido anticatólico Know Nothing; o las campañas de propaganda y difamación hostiles al catolicismo a lo largo de todo el siglo.
Las Iglesias parecían construcciones defensivas
Global Sisters Report cita al historiador de la Universidad de Hampton Michael Davis para explicar como “muchos inmigrantes católicos sufrían y luchaban por mantener su propia identidad en comunidades donde se les quería muertos”. El mismo Davis menciona que “la propia edificación de las iglesias católicas construidas en las décadas de 1830 y 1840 parecía imitar las construcciones defensivas”.
Un caso representativo es el de la hermana francesa St. John Fournier, que “consciente de las tensiones y dificultades que experimentaban los católicos” fundó por su cuenta y riesgo en Philadelphia la congregación de las Hermanas de San José.
Destrucción e incendio del convento de las monjas ursulinas en Charlestown, 1834.
Maldecían, escupían y abofeteaban a las monjas
“Las Hermanas de los Santos Nombres de Jesús y de María también fueron recibidas con hostilidad” según explica la hermana Carol Higgins acerca de su orden religiosa: “Había muy pocos católicos y nuestras hermanas eran casi todas francesas. No hablaban inglés, por ello desde el principio las miraban con recelo, las maldecían o escupían”.
El historiador Pat McNamara describió en su blog este ambiente hostil hacia la fe católica. “En determinadas zonas las monjas salían a la calle sin hábito. En Indiana les tiraban piedras, en Nueva Inglaterra las amenazaban con quemar su convento –lo hicieron en alguna ocasión- y en Nueva York abofetearon a más de una entre blasfemias”.
Llevaron el cuidado a un país enfrentado
En Estados Unidos, la Guerra Civil (1861-1865) dividió profundamente a la sociedad americana. La versión más difundida argumenta que la guerra enfrentó a los estados del norte, partidarios de la abolición de la esclavitud, contra los del sur, partidarios de mantenerla. Sin embargo, esta causa escondía el enfrentamiento entre dos cosmovisiones opuestas, tanto en lo político como en lo religioso y económico.
Anteriormente, las hermanas desarrollaron iniciativas sociales, orfanatos, escuelas y hospitales para cuidar a los enfermos de viruela, que adquirieron especial relevancia durante los años de la Guerra. Las monjas católicas eran las de las pocas enfermeras capacitadas que ayudaron a todos los heridos, independientemente de su confesión religiosa.
McNamara detalla las palabras de un soldado dirigidas a uno de los casos más representativos de estas monjas, la hermana Antonia. “Realizó las tareas más repugnantes, parecía un ángel y muchos deben la vida a sus cuidados. ¡Feliz el soldado que, sangrando y herido, escuchaba sus palabras de consuelo! La adoraban los Azules (del Norte) y los Grises (del Sur), protestantes o católicos”.
Un elemento unificador en plena guerra
Lo explicó Nic Rowan en The Wall Street Journal. “Las monjas de las Hermanas de la Caridad atendieron a los soldados heridos en un hospital de campaña de Nashville, Tennessee. Se estaban preparando para trasladarse a otro hospital, cuando los soldados y moribundos comenzaron a protestar. Se habían convertido en un consuelo para ellos”, explica.
Los soldados comenzaron a redactar una petición para que se quedasen las monjas: “`Quiero firmar esa petición, la firmaría 50 veces si me lo pidieran”, dijo el soldado. “Las hermanas han sido para mí como mi madre desde que estoy aquí, pero si las hermanas se van, sé que moriré”, cita Rowan. Más de 230 hombres firmaron la petición, y las monjas se quedaron.
"Our Women and the War", grabado de mujeres y las Hermanas de la Caridad atendiendo a los heridos de la Unión (los estados del norte) tomada de Wall Street Journal.
“Si el cristianismo existe, las hermanas son sus mejores seguidoras”
Rowan rescata el caso de un soldado de la Unión hecho prisionero, que escribió a la superiora de las Hermanas de la Misericordia en 1864: “No soy de su Iglesia y siempre me han enseñado a creer que no es más que maldad, pero soy libre de admitir que si el cristianismo existe, tiene algunos de sus seguidores más cercanos entre las damas de su Orden”.
Cerca de 700 hermanas religiosas recorrieron los campos de batalla durante la Guerra Civil, “ofreciendo un respiro de los horrores del combate”, afirma Rowan. Destaca a las Hermanas de la Caridad de Ann Seton como el grupo más numeroso, “con más de 300 monjas acompañando a las tropas de ambos bandos junto con sacerdotes católicos”.
Todo por hacer tras la guerra: iglesias, guarderías, educación...
Concluida la Guerra Civil, las hermanas de multitud de congregaciones se organizaron para continuar su labor en beneficio de la sociedad americana, mediante la creación de multitud de iniciativas sociales.
La historiadora Mary Beth Fraser Connolly explica como las hermanas Blandina y Justina “inauguraron la casa de Santa María donde ayudaron a los inmigrantes italianos a aprobar sus exámenes de ciudadanía” durante la década de 1860, “además de establecer nuevas iglesias, guarderías o cooperativas de crédito”, entre otros centros.
Una de ellas, Sor Blandina, destacó por doblegar la voluntad de un peligroso criminal. Un sicario del asesino Billy el Niño resultó herido en un duelo y ningún médico accedió a atenderle. La misma Blandina se ocupó de cuidar y aliviar al sicario, pero no pudo hacer nada por salvarle. Cuando Billy el Niño regresó para vengarle, se dispuso a matar a los médicos que se habían negado a atender a su hombre. Al saber lo que Sor Blandina hizo por el, le dijo que haría por ella lo que le pidiese, y esta suplicó clemencia por la vida de aquellos cuatro médicos. Billy accedió y se marchó.
Hermana cuidando de niños en el orfanato católico de Baltimore.
Queridas por todos
Las hermanas y religiosas comenzaron su labor de apostolado y caridad con el estigma de la persecución y el rechazo social, y acabaron recibiendo el reconocimiento y gratitud de la sociedad americana.
“Una señal de lo veneradas que se volvieron fue un editorial del Salt Lake Tribune de 1936", concluye Global Sisters Report. En ella se elogiaba a la hermana O`Connor –madre superiora en el Hospital Holy Cross-como `una de esas mujeres abnegadas que renuncian a los placeres y aspiraciones mundanas para dedicar sus vidas, talentos, tiempo y pensamientos al servicio del Salvador, la mejora de la humanidad y el alivio del sufrimiento´”.