El martirio de las carmelitas de Compiègne durante la Revolución Francesa no solo dio santas al cielo y obras maestras a la literatura (Diálogos de carmelitas de Georges Bernanos o La última del cadalso de Gertrud von Le Fort) y al cine (Diálogo de carmelitas [1960] de Philippe Agostini y Raymond Leopold Bruckberger, con Jeanne Moreau y Alida Valli), sino también a la ópera.
Lo cuenta Algis Valiunas en First Things:
La mayor ópera católica
Tradicionalmente, la ópera se ha interesado poco en la ortodoxia cristiana, salvo como complemento de alguna privilegiada excelencia espiritual. La escena lírica se ha ocupado sobre todo de la vida política y, especialmente, de la vida erótica, y ha dejado de lado la piedad convencional. Por supuesto, a los dioses teutónicos que arden en llamas, al Destino casi kármico, a religiosos demoníacos e incluso a algunos demonios reales sí se les puede otorgar un espacio, pero el cristianismo a la antigua usanza se considera fuera de lugar.
Por eso, cuando el compositor católico francés Francis Poulenc (1899-1963) escribió su obra maestra de 1957 Diálogos de carmelitas, la exaltación de la piedad heroica que había en la obra desafió el espíritu secular del arte.
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Diálogos canta la angustia y el martirio de un pequeño convento de monjas durante la Revolución francesa; las autoridades del nuevo régimen de terror ordenan a las hermanas que renuncien a sus votos y se disuelvan, o las matarán. Georges Bernanos, más conocido por su novela Diario de un cura rural, escribió el libreto en prosa, originalmente un guión cinematográfico, y luego el guión de una exitosa obra de teatro. El gran tema de Poulenc es el valor, concretamente la fortaleza para aferrarse a la fe frente a la agitación política que amenaza con destruirlo todo, incluso la integridad del alma.
Francis Poulenc escribió todo tipo de música: profana, sagrada, de cámara, orquestal, ópera, ballet... Foto: Iberlibro.
El estado de terror de la revolución es obra de hombres que afirman no creer en algo tan deplorablemente irreal como los espíritus malignos, pero que sin embargo son agentes de principados y potestades: cuando la turba revolucionaria hace su entrada en la ópera, la música, salvajemente desordenada, diferente a todo lo anterior, anuncia el nuevo poder secular, que es en realidad el impío Pandemónium. Las monjas cantan en armonía, pero las masas revolucionarias cantan en frenética discordia. El clamor resuena en las voces individuales de los apparatchiks revolucionarios: el tenor untuoso del Primer Comisario; el bajo hostigador del Segundo Comisario, que lee el decreto de expulsión; el barítono suave del Primer Oficial, que promete buena voluntad republicana siempre que las monjas a las que se ordena disolverse no se metan en líos: todos surgen del desorden original de la horda asesina.
La vida política es monstruosa en esta ópera; reina el espanto y constituye una realidad moral hobbesiana en la que los hombres se rigen por el miedo a la muerte violenta y harán casi cualquier cosa por salvar el pellejo. El Primer Comisario profesa en privado su simpatía por las víctimas de sus actos oficiales: a la madre Marie le insinúa que fue sacristán de su parroquia y que le gustaba el cura, pero que ahora los tiempos y sus vengativos compatriotas le obligan a aullar con los lobos. La hermana Constance, una joven innatamente alegre -un papel de soubrette que requiere una voz que sea, al mismo tiempo, de una mordacidad briosa y de una pureza angelical- reacciona con desprecio ante la cobardía generalizada que impide a los buenos franceses defender a los sacerdotes de la persecución, y la hermana Mathilde responde que el miedo se ha hecho universal, un contagio que pasa de una persona a otra, como la peste o el cólera.
La protagonista de la ópera es Blanche de la Force, hija de un marqués que ha elegido el nombre religioso de hermana Blanca de la Agonía de Cristo. Para ella, el miedo siempre ha sido una forma de vida. Para disgusto de su padre, le informa de que se hace monja porque la vida secular ordinaria es demasiado para ella, una tensión insoportable para sus nervios fácilmente crispados; sola en su habitación, grita aterrorizada incluso cuando ve la sombra de un lacayo.
Cuando todo el convento vota en secreto para determinar si las monjas deben desafiar la orden de la turba de renunciar a sus votos y elegir así el martirio, todas las hermanas votan "sí" a la muerte, pero un solo voto negativo sirve para rechazas la propuesta. Aunque parece probable que Blanche sea la única que se resiste, la hermana Constance, su mejor amiga, afirma que el voto negativo es totalmente suyo, y cambia públicamente su voto por el sí, impulsando a toda la hermandad a su sacrificio terrenal y a su gloria eterna.
El Ave María de las religiosas congregadas para decidir su futuro.
La hermana Blanche huye y se esconde sola en la casa saqueada de su padre que, al ser noble, acaba de morir en la guillotina. Se resiste a las súplicas de la madre Marie para que se reúna con sus hermanas en su nuevo escondite, supuestamente seguro. En realidad, es la última parada antes de la cárcel, donde se hacinan en una celda para esperar su ejecución.
La valentía significa reconocer el propio miedo y superarlo, y en la escena final, las monjas, cantando himnos, van valientemente hacia la muerte una a una. Las largas líneas en legato de la Salve Regina se ven interrumpidas por el ruido sordo de la hoja al caer, hasta que una voz solitaria entona las últimas líneas del Veni Creator. Entonces esa voz también se apaga. La última monja que perece es la hermana Blanche, que llega en el último momento para cumplir el profético deseo de la hermana Constance de que las dos amigas mueran juntas.
La escena final de 'Diálogos de carmelitas'.
El universo moral de Diálogos de carmelitas es notablemente opuesto al de la ópera francesa más famosa, Carmen (1875) de Georges Bizet, tanto si Poulenc pretendía explícitamente el contraste como si no. El valor es el gran tema de ambas, pero donde Poulenc presenta la bendita fortaleza de unas monjas dispuestas a morir por su fe, Bizet muestra la osadía infernal de unos personajes que arriesgan su vida -y algunos la pierden- al servicio del mundo, de la carne y del diablo: la atracción sexual, el aplauso del público o la codicia criminal. Es un mundo operístico con el que estamos más familiarizados: fervientes profesiones de amor que en realidad son algo menos que amor; abandono del deber y del honor y de un amado más noble; y el asesinato final de Carmen, tan firme en su audacia ante la muerte como volátil en sus deseos carnales.
Francis Poulenc sintió atracción tanto hacia lo profano como hacia lo sagrado, en su obra como en su vida. Escribió otras dos óperas: Los pechos de Tiresias (1947), una ópera bufa o farsa sobre el vidente ciego de la mitología griega, y La voz humana (1959), la conversación telefónica unilateral de una mujer abandonada por su amante. En las representaciones, la ópera suele terminar con el suicidio de la mujer.
La miseria erótica era un terreno conocido para Poulenc, un homosexual que mientras escribía Diálogos veía morir de cáncer a su amante y temía padecerlo él mismo. Sus tentaciones sexuales habían sido durante mucho tiempo una prueba espiritual para él, ya que era incapaz de renunciar ni a su deseo por los hombres ni a su devoción por la Iglesia católica. Diálogos de carmelitas presenta, tan elocuentemente como cualquier otra obra de arte moderno que yo conozca, el valor necesario para vivir y morir en la propia fe, aunque Poulenc se sabía incapaz de esa voluntad heroica.
Traducido por Helena Faccia Serrano.