“A veces la gente pregunta por qué las raíces católicas de Austria no parecen tan profundas como las de Polonia u otras ‘naciones católicas’. Algunos señalan la crisis de los años 70, pero yo creo que el golpe llegó antes. Lo propinó José II en 1782”.
Esta confesión tiene un doble valor porque procede de un familiar de quien fuera desde 1765 hasta su fallecimiento en 1790 emperador del Sacro Romano Imperio Romano Germánico: Eduardo de Habsburgo-Lothringen, descendiente en octava generación de Leopoldo II, hermano y sucesor de José II, ambos hijos de la emperatriz María Teresa de Austria.
Eduardo, casado con la baronesa Maria Theresia von Gudenus, es padre de seis hijos y desde 2015 embajador de Hungría ante la Santa Sede y ante la Orden de Malta. Tiene 52 años, estudió Teología, se doctoró con una tesis sobre el neotomismo, y antes de consagrarse a estas tareas diplomáticas logró varios éxitos como novelista y como guionista para cine y televisión.
Ante el Papa Francisco, en representación de un gobierno como el de Viktor Orban, firmemente comprometido con las raíces cristianas de Europa.
Y el "golpe" a las raíces católicas de Austria al que se refiere es el decreto de disolución de las órdenes religiosas contemplativas, masculinas y femeninas, firmado por el emperador el 12 de enero de 1782. “Un hecho", explica en un reciente artículo publicado en First Things bajo el título No hacían más que rezar, "que tuvo para el catolicismo en Austria unas consecuencias más importantes y letales de lo que la mayor parte de la gente se imagina”.
Devastador
Fue "algo imprevisto" y comprender su magnitud y consecuencias "nos deja sin habla", añade. En 1770 había en los reinos de José II (Austria, Hungría y Bohemia) 2163 monasterios donde vivían aproximadamente 45.000 monjes y monjas de todas las órdenes imaginables: capuchinos, cartujos, camaldulenses, carmelitas, clarisas, capuchinos, premonstratenses…. Para hacernos una idea, añade Eduardo, hoy hay solo 192 comunidades y unos 5000 religiosos contemplativos. Una décima parte.
“Varias veces en los últimos meses he gozado el privilegio de ser invitado a uno de estos lugares", cuenta el diplomático, alemán de nacimiento: "Es algo de lo que cualquier ciudad o país debería dar gracias a Dios, porque la vida contemplativa produce el más precioso fruto espiritual". Así que cuesta imaginar cómo "esta forma de vida y este mundo –inocente, vulnerable, lleno de la más profunda confianza en el Estado y en la Iglesia, donde todo se ordena a la oración y la vida comunitaria- fue asaltado repentinamente asaltado, sin mediar provocación, por un inmerecido apocalipsis de destrucción simplemente porque un emperador decidió que era algo 'inútil'“.
José II y el josefismo
Víctima de las ideas ilustradas, José II "veía como inútiles ‘fuentes de superstición’" las comunidades orantes. La tormenta ya había empezado a tramarse en tiempos de su madre e incluso de su abuelo Carlos VI, a mediados del siglo XVIII. Son los tiempos del despotismo ilustrado y de los intentos de someter la Iglesia a los intereses del Estado: el galicanismo en Francia y el que sería denominado josefismo en Austria.
Aunque José II era personalmente católico, en 1767 comenzaron las políticas josefistas, consistentes en tolerar todas las religiones en el Imperio, cercenar en él los poderes del Papa, someter la vida de la Iglesia a disposiciones civiles, regular el culto y la liturgia, introducir una censura racionalista en las publicaciones y obligar a los obispos a prestar juramento de lealtad al Estado.
En ese clima de hostilidad, a finales de 1781, unos problemas en la cartuja de Mauerbach habían exasperado al emperador. El 6 de diciembre dejó por escrito las motivaciones del golpe que iba a asestar a la vida religiosa en sus reinos: “Hace tiempo que es evidente que esas órdenes no sirven a sus vecinos para nada práctico y no agradan a Dios. En consecuencia he ordenado a la cancillería el envío de comisionados para hacer un elenco de estas órdenes (de hombres y de mujeres) en todos los territorios de la Corona que no mantienen escuelas ni cuidan a los enfermos ni destacan por ninguna otra actividad útil. Sus miembros deben ser expulsados y recibir su libertad. Las que no sean muy numerosas pueden abandonar nuestras tierras sin pensión, o dirigirse a las autoridades locales para ser dispensadas de sus votos… Entiendo que estas órdenes incluyen todos los cartujos, camaldulenses y ermitaños, y también todas las carmelitas, clarisas y capuchinas y similares, que ni educan a los jóvenes ni mantienen escuelas ni cuidan enfermos, sino que, hombres o mujeres, solamente mantienen una vida contemplativa”.
En la primera oleada fueron cerradas 140 casas contemplativas y expulsados 1500 religiosos. Todos los monasterios y conventos que no se convirtieron en escuelas u hospitales fueron disueltos y se puso fin la vida de clausura. “En algunos casos, los miembros de órdenes fueron integrados en otras casas no contemplativas, pero en la mayoría de los casos simplemente ‘se les mandó a casa’”, cuenta Eduardo de Habsburgo.
Pero luego José II empezó a cerrar también monasterios y conventos no contemplativos, de forma que entre 1782 y 1783 desaparecieron 400 casas religiosas.
En 1782, el Papa Pío VI viajó a Viena para hablar del asunto con el emperador, pero no consiguió nada. Al contrario: una segunda oleada que comenzó en 1783 liquidó otras 800 casas en los territorios de la corona de Austria y Hungría. Para 1791, José II tenía prevista una tercera oleada con 450 cierres, pero su muerte el año anterior le impidió llevarla a cabo. Tampoco llegó a ver el asesinato en 1793 de su hermana María Antonieta, reina de Francia, a manos de una Revolución Francesa que estaba llevando a cabo una política de destrucción de la Iglesia similar a la suya.
Como resultado de la agresiva política josefina contra los monasterios, se perdieron dos tercios de las casas religiosas y no quedó en Austra ni una sola orden contemplativa. Sin embargo, cuenta el embajador de Budapest ante el Papa, “se reorganizó el sistema parroquial, con una red de 3000 parroquias bien organizadas a través de las cuales las ideas de la Ilustración podían ser inoculadas hasta en los más remotos rincones del Imperio”.
Consternación, angustia, llanto
En cuanto a las víctimas más directas, los monjes y monjas, la reacción fue conmovedora: “El comisario encargado de la disolución escribió desde el Monasterio de la Reina en Viena que ‘había una consternación general, llanto y manos que se retorcían’”. Respecto al monasterio carmelita de San José, también en Viena, el comisario comentó: “Las religiosas, con una conmoción y una angustia extremas mostraron su habitual y firme determinación".
Para cada casa se hizo luego un decreto específico. En el convento de Maria Steinach, en Merano (hoy Tirol del Sur o Alto Adigio, en Italia), el decreto se hizo el 18 de marzo y se le leyó a las hermanas el 10 de abril. En pocas semanas tenían que decidir si encontrar otra casa religiosa o exclaustrarse. En septiembre se cerró el convento. De las cincuenta que había, siete se unieron a un convento de dominicas, y el resto tuvieron que volver al mundo.
Al convento de Maria Steinach volvió años después la vida contemplativa. Pero la mayoría de los que se cerraron nunca recuperaron su esplendor.
En las clarisas pobres de Villingen (hoy en Baden-Württemberg, Alemania), un convento que era centro de vida espiritual desde 1482, el 8 de febrero de 1782 el párroco local, Dominicus Lutz, leyó un decreto episcopal que las obligaba a admitir la entrada del comisionado, Marquard von Gleichenstein, y de su secretario. El párroco convocó a todas las religiosas, les dijo que el convento quedaba suprimido, y que tenían cinco meses para abandonar la orden o bien ingresar en una congregación que tuviese escuela, o bien vivir como laicas. Les ordenó que le diesen todas las llaves del monasterio. Cuando llegó el comisionado, las monjas prepararon una comida para él y sus acompañantes. La monja que hizo de cronista escribe: “Los caballeros estaban relajados y a gusto, e intentaron (en vano) animar nuestros espíritus. Nosotras estábamos horrorizadas, porque fue la primera vez en toda la historia del convento que las clarisas pobres comían en el refectorio con personas del mundo”.
El altar ante el que rezaban las clarisas de Villingen al ver hollada su clausura por la disposición del emperador.
La mayor parte de ellas habían entrado jóvenes y no habían vuelto a salir. Estuvieron rezando durante la visita del comisionado. No omitieron ninguna de las horas de oración y “renovaron sus oraciones” ante la Imagen de Gracia [Ecce Homo], pidiendo a su fundadora, Ursula Heider, que intercediese por ellas. Al final, la mayor parte de ellas encontraron acomodo con las dominicas. Pero su vida contemplativa concluyó.
Perseguidos porque rezaban
“Leyendo estos y otros informes siento indignación y rabia”, confiesa el embajador: “¿Cómo pudo hacer alguien esto en una nación católica? ¿Qué habían hecho las carmelitas, las clarisas pobres o las capuchinas? Se las consideraba inútiles porque no hacían obras de caridad ni tenían escuelas ni atendían a los pobres. Se las persiguió porque lo único que hacían era ‘rezar’”.
Algo que Eduardo de Habsburgo hace con frecuencia, al menos los Laudes, según confesó en una entrevista: “Lo hago antes de que despertemos a los niños y con una taza de café humeante, que me recuerda a la vieja broma jesuita y dominicana sobre si puedes fumar mientras rezas. Trato de cantar mis laudes. Realmente he descubierto que ‘el que canta ora dos veces”. Bendice la mesa al comer y cenar con sus hijos, intenta asistir a misa algún día entre semana y, sobre todo, procura que "los momentos de oración sean reales y no solamente un ritual".