Michel Angelo Merisi da Caravaggio (1571-1610) plasmó, en uno de sus cuadros más célebres y originales, la presencia activa de la Virgen María en el socorro de nuestras necesidades y la correspondiente confianza de los cristianos en su mediación ante su Hijo. La Virgen de los Peregrinos fue también una de sus obras más polémicas por lo inesperado, como explica la historiadora del arte Margherita del Castillo en La Nuova Busssola Quotidiana, en un artículo traducido por el portal mariano Cari Filii:
La humanidad visitada, y redimida, por lo divino. De esta manera muy resumida podríamos traducir la visión del maravilloso cuadro que Caravaggio realizó para la capilla Cavalletti, la primera entrando a la izquierda, de la basílica de San Agustín en Roma. Era el año 1602 cuando, por legado testamentario, Caravaggio recibió el importante encargo. Y fue en 1604 aproximadamente cuando el cuadro fue colocado sobre el altar romano: la obra permanece allí desde entonces, a pesar del escándalo que suscitó entre sus contemporáneos.
Indiferente a la iconografía tradicional, el maestro abordó el tema solicitado -la Virgen de Loreto, meta de la peregrinación mariana por antonomasia- de manera absolutamente sorprendente para la época, situando la visión milagrosa de la Virgen con Su Niño en un rincón de la Roma del siglo XVII. Según la tradición, María habría tenido que estar representada bajo el techo de su casa, rodeada de ángeles que, en vuelo, la transportan para llegar a la costa del Adriático. La interpretación de Caravaggio es, por consiguiente, lo más alejado que se pueda imaginar de esta representación canónica.
"La Virgen de los peregrinos": la Madre que acoge generosa a quienes vienen a adorar a su Hijo y mira con amor sus rostros labrados por los sinsabores de la vida.
En el cuadro, una hermosísima mujer aparece en el umbral de una vivienda humilde a juzgar por el muro externo, sobre cuya superficie el yeso agrietado deja entrever los ladrillos. Está de pie en un escalón y sostiene en brazos a su hijo, desnudo y envuelto en un paño blanco, mancha de color que aclara los tonos pardos de la composición. Sobre su cabeza, una línea delicada dibuja una sutil aureola, indicio que nos permite reconocer en Ella a la Santísima Virgen. Que, ante todo, es Madre, como se deduce de ese abrazo, acompañado por la postura que, realizada con extremo realismo, le permite sostener el evidente peso de su Hijo.
Ambos, Madre e Hijo, miran hacia abajo, a dos peregrinos arrodillados con las manos unidas en oración. Cada uno lleva un bastón que los identifica como tales, como también los pies sucios del hombre, que ha recorrido un largo camino para llegar allí. Ambos pertenecen al pueblo llano: su vestimenta, la cofia de la mujer, "sucia y desgastada", como escribió un crítico de la época, lo confirman.
Su humildad, expresada de manera tan vívida por el pintor, es la condición perfecta que permite satisfacer ese deseo que ha sostenido el esfuerzo del viaje, del camino. Los rasgos del joven son, de hecho, los de quien encargó la obra, que desde luego pobre no era. Y es muy plausible que la anciana que está a su lado sea su madre. Es, por tanto, una actitud, una predisposición del alma lo que Caravaggio representa en este cuadro: la sencillez de quienes se descubren criaturas necesitadas de todo y que permiten al divino colmar la sed de amor y felicidad inherente al corazón del hombre.
La luz hace el resto. Técnicamente, en el lienzo plasma las figuras, a las que acaricia de lado haciendo que emerjan de la oscuridad del fondo. Como siempre, procede del lado izquierdo del cuadro. Artísticamente, indica la presencia de Dios que, iluminando al pequeño Jesús, irradia su luz sobre todos lo que se disponen a implorarle y acogerle. A través de María.
Traducción de Elena Faccia Serrano.