Las islas Solovki, en el extremo norte de Rusia, son sede de uno de los más antiguos e importantes monasterios ortodoxos, patrimonio mundial de la Unesco desde 1992, el monasterio Solovetsky.
En 1923, las propiedades de la Iglesia fueron confiscadas por un decreto firmado por Lenin y las islas Solovki se convirtieron en sede del SLON (acrónimo ruso de Campo Solovki de Trabajos Especiales), el primer gulag de la Unión Soviética. Allí fueron internados sobre todo prisioneros detenidos por motivos religiosos, entre ellos teólogos como Pavel Florensky y el exarca greco-católico Leonid Fedorov, beatificado por la Iglesia uniata ucraniana. También fueron internados en ese campo de concentración Vasilii Gundiev, abuelo del actual patriarca Cirilo.
Gestionado hasta 2009 por Memorial (organización no gubernamental nacida tras la caída de la URSS para redescubrir la memoria prohibida de las persecuciones soviéticas), el museo del Gulag ha sido asumido ahora directamente por el archimandrita Porfirio por voluntad del Patriarca de Moscú. Desde entonces, en vez de resaltar una historia de martirio, la memoria histórica ha sido progresivamente “blanqueada”, como constata con amargura el historiador y fotógrafo Yuri Brodsky, el principal historiador sobre el Gulag que sirvió de modelo a todos los demás.
Sin embargo, Jurij Brodskij también está bajo la lupa a causa de un capítulo de su último libro histórico y fotográfico, Solovki, el laberinto de la transformación.
El capítulo titulado "Religiosos entregados a las leyes" recorre la controvertida historia de la prisión que formaba parte del monasterio, activa desde tiempos de Iván el Terrible. También bajo el zar, pues, las islas Solovki eran un lugar de sufrimiento. En aquellos siglos pasados, “las oraciones de los monjes y los lamentos de los prisioneros subían juntos al cielo”, como explica el autor. El historiador apunta una cierta continuidad con el periodo posterior. En el curso de la guerra civil (19171921), toda el área de la ciudad de Arcángel estaba en manos de los Blancos, anticomunistas, apoyados por estadounidenses y británicos. Y los Blancos usaron ellos mismos los muros del monasterio como campo de prisioneros, “confiando los prisioneros a los monjes”.
Una vez ganaron la guerra civil, los bolcheviques de Lenin transformaron el monasterio en el SLON, el primer campo de concentración de la administración Gulag. El antiguo monasterio se convirtió en lugar de castigo y “reeducación” en la nueva religión atea en el poder.
A la izquierda, abajo, en un agujero, presos en el campo de las islas Solovki en 1925. Fuente: Radio Free Europe.
Los bolcheviques encerraron allí, en primer lugar, a los monjes, a los Blancos y a los prisioneros religiosos. Luego, como todos los monstruos revolucionarios que se devoran a sí mismos, “también el hombre que izó por primera vez la bandera roja sobre las Solovki acabó internado allí tres años después”. Es esta historia de continuidad de encarcelados que se convierten en carceleros la que debe haber ofendido la sensibilidad de los ortodoxos. La acusación, sin embargo, parece ser más bien un pretexto para tapar otros aspectos polémicos.
“Olga Bochkariova, que dirigía la sección del museo sobre la historia soviética, ha sido despedida” declara Brodsky en la entrevista concedida a Radio Free Europe: “También fue expulsada de su apartamento, lo que quiere decir que, no habiendo otro lugar donde acudir, tuvo que abandonar la isla”. Desde que el museo ha sido confiado a los monjes, el acceso de los visitantes se ha limitado. Se han iniciado trabajos de restauración que han eliminado muchas de las huellas del trágico pasado, entre ellas los grafiti dibujados por los prisioneros en sus celdas. Sobre la colina Sekirnaya, cercana a la iglesia central del monasterio, “hubo en tiempos una imagen con una estrella inscrita en un círculo”, dice Brodsky: “Ése era el punto en el que los miembros de la Cheka [policía política] fusilaban a los prisioneros. Es un punto empapado en sangre hasta muchos metros bajo tierra”.
Yuri Brodsky, una voz crítica contra el intento de lavar la cara al comunismo soviético de su brutalidad represiva.
Ahora, explica el historiador, es un lugar donde se celebran matrimonios y en el que “el aire se llena de gritos de alegría, de los invitados pidiendo a los nuevos esposos que se besen”. “Hay quien alquila trineos, y los invitados pueden deslizarse sobre las pistas que hay en la ladera de la colina”. “No culpamos a esas personas”, dice Brodsky, “ellos no saben lo que sucedió en ese lugar. No hay ninguna placa conmemorativa”.
La elección de Porfirio y de su comunidad, explica Vladimir Rozansky en Asia News, “se justificó explícitamente como una recuperación de la dignidad espiritual del monasterio, y las memorias del campo fueron eliminadas como formas de profanación. Todo ello ha suscitado las reacciones no solo de los activistas de Memorial (cuya actuación se ha impedido notablemente con muchas medidas recientes a nivel federal, como el cierre de los archivos y de los accesos a los lugares de castigo), sino también de la parte más sensible de la opinión pública interna e internacional”.
Maximo Gorki (18681936), escritor bolchevique víctima en 1934 de una purga interna, visitó las Solovki en 1929 para supervisar la "reeducación" de los presos. Fuente: Wikipedia.
La reacción interna consiste sobre todo en una carta abierta, firmada por cerca de ochenta académicos e intelectuales y dirigida al jefe del FSB (Servicio Federal de Seguridad ruso), en la que se le acusa de dirigir entre bambalinas un proceso de “estalinización” del Estado. Como ejemplos se cita, precisamente, la denuncia de Brodsky sobre las islas Solovki y otros casos similares, como el proceso penal, aún en curso, contra Yuri Dimitriev, historiador del Gulag. En la carta se cita también la expropiación del museo del Gulag Perm-36 por parte del Estado y las crecientes presiones sobre Memorial.
Sin embargo, es la reacción internacional la que falta. Aparte la prensa especializada, pocos se preocupan por el destino de las islas Solovki. También porque la abrumadora mayoría de los occidentales ignora la existencia histórica de un gulag en esas islas rusas.
Imagínense qué polémica habría habido si los gestores de Dachau, el primer campo de concentración nazi, hubiesen comenzado a eliminar huellas del pasado, o simplemente se sospechase que querían hacerlo. El debate sobre los campos de exterminio en Polonia, tras la introducción por el gobierno polaco de un nuevo delito contra toda acusación histórica de colaboracionismo local, da cuenta de hasta qué punto sigue abierta la herida del exterminio nazi.
Sobre las persecuciones bajo el comunismo no existe una sensibilidad semejante. Solo desplazándose personalmente por las ciudades de la Europa central, ocupadas por el Ejército Rojo hasta 1989, el visitante occidental puede tocar con sus manos lo que fue el terror rojo: el Museo de las Víctimas del Genocidio en Vilna (Lituania); la Casa del Terror en Budapest (Hungría); el Museo de las Celdas del KGB en Tartu (Estonia); el Museo de la Ocupación en Riga (Letonia); el Museo del Comunismo en Praga (Chequia)... por citar algunos. Más al este, en Georgia, nación del Cáucaso meridional todavía en disputa con Rusia, el turista occidental puede descubrir su trágica epopeya en el Museo de la Ocupación Soviética en Tbilisi; el museo es objeto de un pulso diplomático con Moscú veintisiete años después del final del comunismo.
Es precisamente Rusia quien tiende a diluir, cuando no a borrar la memoria del totalitarismo rojo. Y lo hace de modo sistemático, reescribiendo los manuales de Historia aprobados por el Estado según una precisa política que pretende forjar la idea de una Rusia actual heredera de la pasada. Es una narración en la que el zar, los soviet y los presidentes electos han contribuido todos ellos a la construcción de la nación. En la que, por el contrario, los gulag, las guerras civiles, las rebeliones y los exterminios son episodios embarazosos que hay que poner entre paréntesis. En esta operación de eliminación es cómplice también nuestra (deliberada) ignorancia occidental sobre los crímenes del comunismo.
Traducción de Carmelo López-Arias.