En los últimos años, con la explosión de la cultura woke y de la cancelación, las universidades en el ámbito anglosajón (y el resto llevan camino de seguirlas) están dejando de ser ámbitos de libertad intelectual y científica para convertirse de forma creciente en centros de represión y censura que asfixian a los maestros y alumnos que cuestionen la ideología dominante.
James Hankins, profesor de historia en la Universidad de Harvard especializado en la cultura del Renacimiento, contrapone este modelo al de las universidades medievales, a pesar -explica en First Things- de que nacieron precisamente para controlar la difusión de herejías.
Libertad intelectual en las universidades medievales
Muchos académicos están hoy consternados por la creciente intolerancia del pensamiento heterodoxo en las universidades contemporáneas, pero los que conocen la larga historia de la universidad están menos sorprendidos por este giro de los acontecimientos. Al fin y al cabo, la idea de que los profesores universitarios deben dedicarse a la investigación libre y abierta es una noción bastante reciente. Solo existe desde hace unos dos siglos, y desde hace menos tiempo en Estados Unidos. La idea de que los profesores deben guiar a los estudiantes en viajes de autodescubrimiento intelectual es aún más reciente.
Cuando yo era un joven profesor del programa La gran literatura de la Universidad de Columbia en la década de 1980, creíamos que estábamos liberando las mentes de sus prejuicios no examinados, presionando a los estudiantes para que se enfrentaran a cuestiones fundamentales de la vida, ayudándoles a formar su propia visión del mundo. Sin embargo, desde el punto de vista histórico, este ideal libertario de lo que debe hacer una educación universitaria es mayoritariamente estadounidense y, sobre todo, un producto de la época de la posguerra. Las universidades lo habrían mirado con recelo durante al menos setecientos de los ochocientos años que llevan existiendo. El trabajo tradicional de una universidad era transmitir el aprendizaje, no fomentar el libre pensamiento.
La regulación del debate
La universidad medieval se creó precisamente para regular la libertad intelectual y acabar con el pensamiento heterodoxo. Las primeras universidades -Bolonia, Cambridge, París y Oxford- surgieron en el periodo 1190-1230 como resultado de iniciativas papales. En ese momento, el papado estaba montando una feroz campaña para controlar los movimientos heréticos que habían hecho metástasis en toda Europa en el siglo XII. Los obispos locales, los tradicionales guardianes de la ortodoxia, habían demostrado su ineficacia para defender la verdad cristiana contra estos nuevos desafíos. Pronto se verían reforzados por las órdenes internacionales de predicación, como los dominicos y los franciscanos, que asumieron las funciones de educadores, confesores e inquisidores.
El profesor James Hankins dirige el proyecto de edición de todas las grandes obras del Renacimiento italiano por Harvard University Press.
No fue una casualidad que Roberto de Courçon, el cardenal encargado de derrotar la herejía albigense, fuera también el encargado de imponer la disciplina institucional a la multitud de maestros que se congregaban en París y Oxford. También en esos lugares había maestros sospechosos de enseñar la herejía. Los obispos de las ciudades con muchas escuelas habían demostrado su ineficacia a la hora de regular el debate intelectual entre los eruditos.
La carrera de Abelardo (1079-1142), el verdadero fundador de la escolástica, demuestra claramente los problemas a los que se enfrentaban. Si, como Abelardo, querías abrir una escuela, solo tenías que encontrar una habitación vacía y empezar a enseñar. Te mantenías cobrando directamente a los alumnos. Si al obispo no le gustaba lo que enseñabas, simplemente te trasladabas fuera de su diócesis, llevándote a tus alumnos. Abelardo hizo esto varias veces cuando su notable arrogancia le hizo perder el apoyo de las autoridades locales. Cuando finalmente lo acorralaron en el improvisado Concilio de Soissons, les faltaron datos para tacharlo de hereje (que no lo era), y tuvieron que conformarse con la acusación menor de hacer circular una obra de teología sin permiso (una acusación risible en aquella época). Evidentemente, esta situación tenía que cambiar, pero continuó durante medio siglo más.
Maestro, examen, plan de estudios
La fundación de las universidades puso fin a este periodo de libre investigación intelectual. Las universidades se aseguraron de que todos los estudiantes que se matriculaban estuvieran a cargo de un maestro que fuera responsable de su "vida y ciencia", es decir, de su buen comportamiento y de que cumplieran con los requisitos. Todos los maestros debían estar autorizados para enseñar por sus facultades: tenían que tener la licentia ubique docendi, el derecho de enseñar en cualquier lugar, el predecesor de nuestros títulos universitarios. Para graduarse había que pasar un examen -un ejercicio desconocido en Occidente antes del siglo XIII- y completar un plan de estudios.
Las facultades correspondientes establecían los planes de estudio con textos fijos y se prohibía la lectura privada de otros textos. Todas las lecturas debían realizarse públicamente bajo la dirección de un maestro autorizado. Las autoridades escritas podían ser criticadas, sin duda, pero existía una fuerte presunción a favor de su veracidad, y siempre debían ser tratadas con el máximo respeto.
A finales del siglo XIII, la enseñanza de la teología se había convertido en gran medida en el coto de las órdenes mendicantes, cuyos votos de obediencia los hacían (en principio) más fáciles de disciplinar. La herejía seguía siendo una amenaza en las facultades de artes, pero menos de lo que podría pensarse. La universidad, junto con las autoridades externas, puso en marcha una estructura de incentivos que garantizaban la autocensura.
Florecimiento de la creatividad
Antes de mediados del siglo XIV, la mayoría de los profesores universitarios solo enseñaban durante unos años antes de buscar carreras más lucrativas en la Iglesia o en la administración laica. Ninguna de las dos estaba dispuesta a emplear a herejes. El sistema de "provisiones" papales y reales, o puestos de trabajo, para los graduados universitarios hacía que la zanahoria fuera tan sabrosa que el palo solía ser innecesario. La ocasional condena por herejía de un maestro de artes o un teólogo era suficiente para animar al resto a respetar los límites de la ortodoxia.
Se podría pensar que un régimen tan estricto, que los modernos seguramente viviríamos como altamente represivo, habría sofocado la curiosidad intelectual y el debate. En cambio, ocurrió lo contrario. Durante los siguientes cien años, las universidades europeas fomentaron el periodo más creativo de especulación filosófica en Occidente desde la época helenística, 1.500 años antes. Las universidades produjeron importantes filósofos como San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, Juan Duns Escoto y Guillermo de Ockham.
Miniatura del siglo XVI que representa un claustro de doctores en la Universidad de París.
El centro del debate, aún más sorprendente, era el pensamiento de un filósofo griego pagano, Aristóteles, cuyos escritos no eran en absoluto fáciles de armonizar con la verdad revelada. Así, mientras sus hermanos se dedicaban a atacar a los sarracenos en Tierra Santa, en Europa occidental los maestros universitarios estudiaban a su Aristóteles con la ayuda de filósofos musulmanes como Avicena y Averroes. Mientras el rey Luis IX quemaba miles de ejemplares del Talmud y expulsaba a los judíos de Francia, teólogos como Aquino leían a Maimónides.
El problema de la clase administrativa
¿Cómo se produjo este sorprendente florecimiento de la filosofía en una institución que, desde nuestro punto de vista, era tan estricta en la regulación del pensamiento? ¿Y por qué las primeras universidades eran tan tolerantes con el pensamiento no cristiano?
En mi opinión, una de las razones es la ausencia de administradores profesionales, una característica de las universidades que perduró hasta los tiempos modernos. (La Universidad de Harvard, ¡qué felicidad!, todavía en 1850 solo tenía un único administrador a tiempo completo, el presidente, ayudado por un conserje, un cocinero y dos ujieres).
Un principio general de las instituciones de éxito es que las personas que las dirigen son las más comprometidas con su misión y las más responsables de su éxito. Una clase administrativa profesional, por el contrario, pasa gran parte de su tiempo evadiendo la responsabilidad del fracaso y atribuyéndose el mérito de los logros de otras personas. Como hemos aprendido recientemente a nuestra costa, puede albergar agendas que causan tensión o incluso conflicto abierto con la misión principal de la institución.
La universidad medieval estaba formalmente bajo la autoridad del obispo local, pero en la práctica los maestros eran una corporación autorregulada. La corporación de maestros, encargada de preparar a los estudiantes para ocupar puestos en la Iglesia y en el gobierno laico, sabía muy bien cómo fomentar la vida de la mente al tiempo que mostraba el debido respeto a la autoridad.
Los maestros poseían ciertamente las herramientas institucionales para reprimir la libertad intelectual si así lo deseaban, pero preferían un toque más ligero. Podrían haber prohibido el estudio de Aristóteles (como muchos les instaron a hacer), pero en cambio permitieron que "el Filósofo" se convirtiera en la columna vertebral del plan de estudios de las Letras. Tuvieron la prudencia y el compañerismo para crear unos límites efectivos sin pretender dictar lo que debían pensar sus compañeros maestros y estudiantes. El monstruoso regimiento de administradores de las universidades modernas podría aprender un par de cosas de ellos.
Traducido por Verbum Caro.