Kenneth Branagh dirige y protagoniza, en el papel de Hércules Poirot, una nueva versión cinematográfica de Asesinato en el Orient Express, la novela publicada en 1934 por Agatha Christie (18901976) y una de las que mayor celebridad dieron a la escritora inglesa, junto con Diez negritos o El asesinato de Roger Ackroyd.
Se estrena en España este viernes, y por si hiciesen falta atractivos que añadir a una de las historias de misterio más fascinantes jamás escritas, el actor y director norirlandés se ha rodeado de un reparto al nivel de la obra: Johnny Depp, Penélope Cruz, Willem Dafoe, Michelle Pfeiffer, Derek Jacobi, Judie Dench...
En torno a este lanzamiento cinematográfico, Sean Fitzpatrick, director de la escuela católica Academia Gregorio Magno, hace una interesante reflexión en Crisis Magazine sobre lo que denomina "teología del asesinato":
Et voilà. El cadáver frío yace en el compartimento 2 del Orient Express, apuñalado doce veces. No hay arma del crimen, no hay un móvil evidente, la pistola de la víctima está cargada debajo de la almohada, la puerta cerrada y la cadena echada desde dentro, las misteriosas pistas -o trampas- están contaminadas (un reloj roto, un intruso fantasma, un quimono escarlata)... Un asesinato perfecto y un crimen perfecto, a pesar de que hay dos circunstancias imprevistas que tendrá que afrontar el asesino: primero, la detención repentina del tren por una tormenta de nieve en las montañas al abandonar Yugoslavia, y segundo, la presencia del detective belga Hércules Poirot, internacionalmente reconocido por sus células grises. Que l’enquête commence. El asesino acecha entre los pasajeros. Todo el mundo es sospechoso. Nadie está a salvo. ¡Todos a bordo de Asesinato en el Orient Express!
Pero ¿dónde sacar el billete? ¿En la biblioteca municipal, por cortesía de Agatha Christie? ¿O en el cine local, por cortesía de Kenneth Branagh? ¡Cuestión abierta! En el caso del Asesinato en el Orient Express, todo depende del gusto de cada cual por el asesinato, pues el asesinato puede ser un asunto demasiado teológico para algunas películas, y por otro lado está el hecho de que algunos asesinatos se recogen en libros para que perdure su implicación teológica más allá de la exhibición teatral.
Con el reciente estreno de Asesinato en el Orient Express, protagonizado y dirigido por ese prodigioso actor dramático y hombre de letras que es Kenneth Branagh, se invita a quienes andan a la caza de entretenimiento a experimentar una notable historia de asesinato filmada en 65 mm que primero alcanzó la fama en 1934 como novela de Agatha Christie.
Sin entrar a comentar los méritos o deméritos de la película de Branagh, siempre hay una cuestión general cuando una obra literaria clásica es elegida para ser plasmada como película: si está justificado cambiar su formato artístico. Desde luego, es una verdad misteriosa que la gente tiende a sostener que el libro es siempre mejor.
¿Hay una explicación más allá de que probablemente esa afirmación la hacen quienes son primero lectores y luego aficionados al cine? ¿O se trata de algo más profundo? ¿Podría ser que, de alguna manera, las películas basadas en libros maten el espíritu de la historia? ¿Que invariablemente fuercen una interpretación de las imágenes que en cierto modo suprime el aura que solo las palabras pueden aportar? Si esas versiones cinematográficas y sus pretensiones no son necesarias ni se justifican adecuadamente, ¿qué otra cosa son, sino un asesinato?
Una edición española de 1956.
Un hecho que no se puede negar es que el libro suele ser mejor porque siempre es más personal que la película. Una historia que implica al ojo de la mente más que con al simple ojo siempre dejará impresiones más poderosas en el alma. Leer es esencialmente más activo que limitarse a recibir, y ese incremento de actividad le da una dimensión a la palabra escrita, e incluso a la representada en el escenario, que está más en contacto con el espíritu del lector o espectador. Es más que una experiencia. Es más real. Es más vivo. Se ve más afectado por la idea y la representación de la muerte.
Y cuando la historia va de asesinato, como en Asesinato en el Orient Express, esa cualidad íntima puede ser aún más fuerte, porque el asesinato siempre es un asunto íntimo. Las historias de asesinato juegan con el poder de una persona para desafiar y cambiar el curso de la historia, para asumir el papel y la voluntad de Dios con sus propias manos y forzarlos hasta que encajen en su propio papel y voluntad. “El gran Rey de Reyes, en las tablas de su Ley, ordenó 'No matarás'”, grita Clarence en el Ricardo III de Shakespeare: “¿Vas, entonces, a despreciar su mandato para cumplir el de un hombre?”.
El asesinato es teológico porque es ontológico, y sus misterios lo son incluso más. Como ha escrito W.E. Fahey, alegando una autoridad en estos asuntos que solo puede admirarse, “los misterios del asesinato se resuelven en torno a una verdad teológica: el asesinato está mal, no se trata solo un error, porque no debemos matar a los demás (esto es, nuestra desaprobación no es libertaria ni utilitaria: nuestra fascinación y nuestra convicción revelan algo profundamente arraigado en nosotros: una orientación a la Ley Natural)”. Esa orientación a la ley natural, explica Fahey, es necesaria dada nuestra naturaleza caída. Después de todo, uno de los hechos fundacionales de la raza humana fue un asesinato. El asesinato puso a Caín en su camino, un camino donde el Divino Rostro le había dado la espalda.
Desde entonces la sangre ha apelado al hombre, como la sangre de Abel apeló a Dios. El asesinato es fascinante a pesar de ser instintiva e intrínsecamente repugnante, porque apela al misterio de la mortalidad. ¿Por qué mueren los hombres? ¿A qué ataques de las pasiones están sometidos los hombres? ¿Qué castigos o premios aguardan al culpable y al inocente? En resumen, el asesinato siempre es teológico, porque remite al significado de la vida. Por esto, el asesinato tiene un aroma enfermizo, el olor de la corrupción tal como Dostoievsky lo expresó en su novela de asesinato de los Karamazov.
Sin embargo, es algo más profundo y más elevado. Por designio paradójico de la Divinidad, el asesinato es algo esencial a los misterios más significativos de la salvación. Pero incluso si el cielo sacraliza el asesinato, sigue siendo el más vil de los crímenes violentos, clavado en el corazón de los Mandamientos, en la medida en que amenaza y ataca la santidad de la existencia misma. Y en ello reside el potente atractivo de las novelas de asesinato, por lo que Hamlet pudo decir: “Porque el asesinato, aunque no tenga lengua, hablará gracias al más maravilloso órgano”. Es más, en ello reside la llamada personal al asesinato, tal como aparece en los libros e incluso en las obras de teatro, por oposición a los guiones cinematográficos.
Si se trata de Asesinato en el Orient Express, y de cuál es la mejor vía para recibir su escalofriante y encantador plato de asesinato, depende mucho de la escena del crimen que deseemos: o, más bien, de la experiencia de asesinato que deseemos. La intensidad de las palabras ejerce una influencia personal con la que una película impersonal no puede históricamente competir, y quizá el asesinato queda mejor en los libros y en los escenarios que en la gran pantalla. En última instancia, es mejor dejar la teología del asesinato a la meditación personal que a la representación popular. La novela de Agatha Christie es ciertamente una historia de misterio para comerse las uñas que presenta una perspectiva del asesinato que podría interpretarse como más profunda de lo habitual. Esto es, Asesinato en el Orient Express penetra con profundidad en la implicación y el compromiso social, presentando una teoría del asesinato que resumió de forma célebre W.H. Auden: “El asesinato es único en el sentido de que suprime a la parte a la que daña, de modo que la sociedad tiene que asumir el lugar de la víctima y en su nombre exigir expiación o conceder el perdón; es el único crimen en el que la sociedad tiene un interés directo”.
Asesinato en el Orient Express es única en la medida en que elimina el acto del asesinato en sí mismo como necesariamente malo mediante un acto colectivo directo.
Asesinato en el Orient Express aborda la intención asesina mediante pistas brutales y extravagantes, que van más allá de la teología de la vida y de la muerte con las que nos excita una novela barata. De hecho, lo más misterioso de esta célebre novela de asesinato es que añade algo al mundo de las célebres novelas de asesinato. Si miramos los orígenes del género, desde Edipo a Arsenio Lupin y Sherlock Holmes, lo tradicional es que el misterio sea más maravilloso que la solución. Agatha Christie invierte totalmente este paradigma haciendo que la solución sea muchísimo más maravillosa que el misterio, cortada por el mismo patrón que el improbable y poco convencional sacerdote detective de G.K. Chesterton, el Padre Brown, quien siempre sabía que el pecado nunca es tan importante como el pecador. Quizá dejar atrás la Ilustración sea la nueva tendencia de la buena ficción policiaca: más que reducir los misterios del mundo a la razón y la lógica, hacerlos recaer sobre el complejo misterio de la humanidad... incluso si instigan un crimen atroz.
Ya sea en las manos de Christie o de Branagh, Asesinato en el Orient Express es una historia de asesinato, y en cuanto tal, una historia de teología. Si esa historia está mejor contada en el papel o en el cine depende de cada cual. Pero, se elija lo que se elija, el alma busca significados, y por tanto busca a Dios. Si son los libros o las películas quienes, a través de sus historias, conducen mejor al hombre al Rostro de Dios, es una cuestión debatida en el moderno misterio del asesinato de cada hombre moderno. Pero, cuando se trata de asesinato, las apuestas deberían estar cubiertas, porque esas apuestas son apuestas santas.
Ve a la biblioteca. Lee Asesinato en el Orient Express. Presta atención al aspecto teológico y contempla el misterio del asesinato en su desnuda belleza antes de recibirlo de la desnuda belleza de la película. ¡Todos a bordo!
Traducción de Carmelo López-Arias.