¿Por qué Dios elige a los instrumentos más débiles y pequeños para manifestar su proyecto? ¿Qué tenía de especial el pueblo de Israel para que Dios lo hiciera suyo? ¿Cómo es que Jesús vino al mundo para rescatar lo que estaba perdido y enfermo? ¿Qué quiere decir San Pablo con su frase: “Mi poder se perfecciona en la debilidad”? ¿Y por qué Dios siempre se apoya, a lo largo de la historia, en un “pequeño resto” para seguir con su obra? ¿Hemos convertido la vida cristiana en una religión de obras y renuncias, de sacrificios y de mortificaciones para tratar de conseguir la salvación y la vida eterna, pero con poca vida espiritual y de alabanza a Dios? ¿Es esperanzador el futuro de la Iglesia católica?
Estos y otros muchos interrogantes contesta el dominico Vicente Borragán Mata en su libro La fuerza de Dios se realiza en la debilidad (VozdePapel), que aparece ahora en librerías tras el impacto que tuvo su anterior libro: De la ley a la gracia (Vozdepapel).
El padre Borragán OP lleva más de cuarenta años viviendo y transmitiendo la Gratuidad de Dios como profesor de Sagrada Escritura y predicador en los grupos de la Renovación Carismática Católica. Ha escrito treinta libros, entre los que destaca Todo es gracia (San Pablo), La gratuidad: el gran desafío de la vida cristiana (San Pablo) o La Renovación Carismática: una experiencia de gratuidad (San Pablo), entre otros.
Con él hablamos en una extensa entrevista de todos estos temas…
-Vicente, en tu libro señalas que Dios tiene un estilo concreto que se puede contemplar a lo largo de la Revelación, y es que siempre elige a lo humilde e insignificante de la tierra…
-Esa es una de las grandes sorpresas que nos llevamos al ponernos en contacto directo con la palabra de Dios. Se ha dicho que la Biblia no es un libro de teología, es decir, que hable de Dios, sino de antropología, es decir, que habla del hombre. En efecto, Dios no ha entrado en nuestra historia haciendo una exhibición de su poder y de su fuerza, sino de su amor y de su gracia. Se ha volcado sobre esa pequeña criatura para hacer en ella una preciosa historia de salvación.
»Él ha dado grandes capacidades a muchos hombres para dominar la tierra, pero sus preferencias no van hacia ellos, sino hacia los pequeños, es decir, a los que no pueden aportar nada. No son los poderosos ni los guerreros, ni los fuertes ni los sabios, ni siquiera los más justos y observantes de la ley los que llaman su atención, sino los más pequeños y desvalidos. Esa es la paradoja que nos asalta a cada paso de nuestro camino: el Dios grande se vuelca sobre lo pequeño, el Todopoderoso sobre los débiles, el Todo sobre la nada, el que todo lo tiene y todo lo puede sobre los que no tienen nada ni pueden nada; los humildes son enaltecidos, los orgullosos y los poderosos son abatidos; unos suben, otros bajan; unos ganan, otros pierden.
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»El Señor todopoderoso se sirve, casi siempre, de instrumentos débiles para manifestar su proyecto y sus planes en favor de los hombres. ¿Por qué será? ¿Qué tendrán los pobres, los débiles y los pequeños para atraer de ese modo su mirada? Se diría que esas son sus manías: amar a los más insignificantes de sus hijos.
»Ese lenguaje no puede ser debido al azar, sino que expresa el estilo de proceder de Dios. Se le reconoce desde el principio hasta el final, desde la creación hasta la consumación. El Grande y Todopoderoso tiene una auténtica debilidad por lo que es pequeño e insignificante, por aquellos que no han sido favorecidos ni por las riquezas, ni por su valor, ni por su inteligencia, ni por su grandeza, ni por sus distintas habilidades, sino que pasan por la vida sin llamar la atención de nadie. Así ha sido en todo momento: el Dios inmenso se preocupa de los pequeños, venda los corazones rotos, ensalza a los humildes, sana las heridas de sus fieles, sacia de pan a los hambrientos, endereza a los encorvados, rompe las cadenas de los prisioneros, da vista a los ciegos, protege a los huérfanos y a las viudas, libra a los explotados de las manos opresoras, cambia el sayal de luto por vestidos de fiesta, hace pasar al desdichado del dolor a la alegría, de la muerte a la vida...
»Su manera de llevar nuestra historia no transita por las sendas del poder y del éxito, sino de la debilidad. Dios no utiliza los caballos y las armas para hacer realidad sus planes y proyectos, ni escoge a los hombres más inteligentes y poderosos para llevarlos a cabo, sino a los pobres y a los pequeños, a los humildes y a los oprimidos. Ese es el estilo de Dios. Ese es el Dios que descubrimos a lo largo de todas las páginas de la Biblia.
-Es un poco contradictorio que la historia de la salvación esté construida a base de “materiales” carentes de fuerza, ¿no?
-Contradictorio para nosotros, pero no para Dios. Por el contrario, eso es lo más coherente con el proyecto de Dios, de tal manera que esa figura de barro que es el hombre, jamás podrá convertirse en protagonista de esta historia de salvación, que el Señor le ha preparado. Los profetas ya lo expresaron con toda la claridad: “Mi gloria no la cedo a nadie”. Precisamente por eso Dios no ha querido que el hombre fuera demasiado fuerte, de tal manera que pudiera atribuirse a sí mismo su propia salvación.
»Seguramente por eso, nos ha querido darnos una soberana lección desde el principio para mostrarnos que la salvación no depende de nuestras obras, esfuerzos y sacrificios, sino que Él es el único que puede salvarnos. Si nos hubiera encomendado la obra de la salvación a nosotros mismos, estaríamos irremediablemente perdidos. ¿Quién hubiera podido conseguir la salvación eterna por sus propias fuerzas?
-¿Cómo es que Dios eligió a un pueblo insignificante, como el judío, que no era virtuoso, ni poderoso, ni rico, ni influyente, ni sabio, ni religioso…?
-Seguramente por la misma razón. Dios no eligió a los grandes pueblos de la humanidad para que llevaran a cabo el plan de salvación concebido para el hombre, porque en ese proyecto el hombre no es más que un comparsa. Si hubiera encargado ese proyecto a los grandes imperios de la humanidad, el hombre hubiera dejado de ser un actor secundario, para convertirse en el protagonista de una historia que le supera por entero.
»Precisamente por eso escogió un pueblo insignificante, sin ningún poder ni influencia, una “chusma”, como dice el libro del Levítico. Dios se lo dijo bien claro a su pueblo: “No os he elegido por vuestro valor, ni por vuestro número, ni por vuestra fuerza”. Entonces, ¿qué es lo que vio el Señor en él? No vio nada. Eso fue lo que vio: su nada. Eso fue lo que amó: su nada. En él no había nada de amable ni de admirable. Sólo pequeñez e insignificancia. ¿Cómo pudo seducirle un pueblo así? Era un esclavo, un pordiosero, un pueblo sin nombre. Pero Dios lo miró cuando nadie lo miraba, y lo amó cuando nadie lo amaba. Lo escogió pequeño y débil para poder manifestar en él su gloria y su gracia. Con esa nada, el Señor quiso hacer una obra grandiosa: lo convirtió en su propiedad personal entre todos los pueblos de la tierra, en un reino de sacerdotes y en una nación santa.
Una escena de 'Los Diez Mandamientos' (1956), de Cecil B. DeMille, con la infidelidad del pueblo judío al olvidar a Dios que les había liberado y adorar al becerro de oro.
»¿Quién lo hubiera podido imaginar? Aquel pueblo había sido elegido para ser el testigo del Dios verdadero al mundo entero. ¿No se exponía Dios a un fracaso total? Pero así son las cosas de Dios. Muchas veces me he preguntado: ¿por qué eligió Dios ese pueblo, esa tierra, esos hombres, esa lengua, ese tiempo? ¿Por qué no otro pueblo, otra tierra, otro tiempo, otros hombres? Dios eligió al pueblo que quiso, la tierra que quiso, los hombres que quiso y el tiempo que quiso….
»Con ese pueblo y con esos hombres ha llevado a cabo su plan de salvación para toda la humanidad. Dios no necesita ni del valor ni de las espadas para construir esa historia. Sus ojos se posan siempre sobre los más débiles y desvalidos, sobre los que no cuentan nada a los ojos de los poderosos. ¿Se puede decir de un modo más claro cuáles son las preferencias de Dios? De esa manera su pueblo jamás pudo gloriarse de nada, porque sabía que todo lo había recibido del Señor.
-¿Se puede decir que con la elección de Abrahán y su pueblo, Dios inauguró una forma particular de relacionarse con el hombre?
-El hombre puede llevar viviendo en la tierra unos dos millones de años. Según el segundo relato de la creación del libro del Génesis, las relaciones de Dios con los primeros padres fueron de una gran intimidad al principio. Dios paseaba con ellos por el jardín al atardecer del día. Pero desde la salida del hombre del paraíso Dios guardó un silencio eterno. ¿Cómo habrán sido las relaciones de Dios con el hombre y del hombre con Dios durante cerca de dos millones de años? No lo sabemos. Seguramente, el hombre trató de hacerse agradable a los ojos de los dioses por medio de sacrificios de toda clase.
»Pero, en un momento determinado, unos 1850 años antes de la venida de Jesús al mundo, Dios salió de su “ocultamiento” y “comenzó a dar la cara”, es decir, a levantar el velo que cubría su rostro, a hacerse presente entre nosotros. Así comenzó la historia de la salvación de la manera más sencilla. Dios no eligió a un guerrero, ni a un gran sabio, sino a un pobre pastor, de edad avanzada, casado con una mujer estéril, sin hijos ni descendencia, que no hubiera dejado ni rastro de su paso por la tierra. ¿Qué proyecto duradero podría hacerse con un hombre así? Pero, un buen día, mientras pastaba con su rebaño de ovejas y vacas, oyó una voz que le llamaba por su nombre y que le decía: “Sal de tu tierra, sal de tu casa, déjalo todo, vete a la tierra que yo te indicaré… de ti haré una gran nación… y en ti serán bendecidas todas las familias de la tierra”. Allá, en la lontananza se podía entrever ya un final feliz para la historia humana: la maldición sería cambiada por una bendición, la estepa por el paraíso, la muerte por la vida sin fin…
»Dios no entró en nuestra historia imponiéndose con su poder, sino del modo más natural, sin hacer ostentación de su fuerza. Dios comenzó a construir su obra con los materiales más sencillos. Con Abrahán comenzó una historia al revés. Fue una revolución en las relaciones de Dios con el hombre. El Señor mantuvo con el viejo patriarca una relación personal, de tú a tú: se hizo el Dios de la casa, el Dios de la familia, el Dios del clan, el Dios de todas sus andanzas, el Dios de las promesas y de los juramentos, el Dios de la esperanza para todos los hombres, en una palabra, se hizo un Dios cercano y entrañable, con el cual no había protocolos de ningún tipo. Fue el comienzo de la gran historia de la salvación. La esperanza de una salvación universal se abría de par en par desde ese momento: bendición para todas las familias de la tierra, es decir, para todos los hombres…
-En las primeras bienaventuranzas que proclama Jesús no se habla de disposiciones de los hombres respecto a Dios, sino lo contrario: de las disposiciones de Dios con respecto a ellos…
-La respuesta a esta pregunta exigiría una explicación bastante larga. Debería partir, en todo caso, del análisis del vocabulario de las bienaventuranzas, tal como aparece en San Mateo y en San Lucas… San Mateo habla de siete o de ocho bienaventuranzas, San Lucas sólo de cuatro. Pero no es sólo el número lo que les diferencia, sino también el vocabulario utilizado. San Mateo redactó la primera bienaventuranza en estos términos: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. San Lucas, por el contrario, lo hizo de otra manera: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios”. Algo parecido sucede a propósito de la bienaventuranza de los hambrientos. San Mateo la redactó en estos términos: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados”; San Lucas, por el contrario lo hizo en estos términos. “Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados”. San Mateo habla de pobres de espíritu, San Lucas sólo habla de pobres; San Mateo habla de hambrientos y sedientos de justicia, san Lucas sólo de los que tienen hambre. Hay una diferencia notable en la redacción de esas dos bienaventuranzas. ¿Cómo saldrían esas palabras de boca de Jesús? ¿Hablaría de pobres o de pobres de espíritu, de hambrientos de justicia o sólo de hambrientos? Eso es lo que ha condicionado la interpretación que se ha dado de estas bienaventuranzas.
»La tradición constante de la Iglesia ha interpretado la primera bienaventuranza dando a la palabra pobreza un sentido espiritual. Los pobres de los que se habla en ella serían esos “pobres de Yavé”, de los que tanto se habla en el Antiguo Testamento, de esos pobres que se reconocen como pobres y viven como pobres ante el Señor. Por tanto, esos pobres serían proclamados bienaventurados por Jesús por sus disposiciones espirituales, es decir, porque viven dependiendo en todo momento de Dios, como un esclavo de los ojos de su señor.
»Pero esa interpretación ha sido puesta en cuestión por muchos especialistas en nuestros días. No es que no sea buena, pero parece que reduce al minimum la buena noticia traída por Jesús. En efecto, la palabra pobre tenía un sentido muy amplio en el mundo en el que vivió Jesús: era aplicada a los oprimidos, a los enfermos, a los marginados, a los pecadores, en una palabra, a todos los que ocupaban la parte más baja de la sociedad. ¿Qué eran, en realidad, esos pobres, esos hambrientos, esos leprosos, esos oprimidos? Nada. Eran nada. No valían nada a los ojos de los poderosos de este mundo. Nadie tenía una mirada de compasión hacia ellos. Precisamente por eso, Dios los miraba con amor y compasión…
»Jesús no los proclamó dichosos y felices por sus disposiciones espirituales, es decir, porque fueran buenos y piadosos, sino porque eran lo que eran: los parias de la sociedad. Eso es lo que aparece de una manera impresionante en las bienaventuranzas: que las predilecciones de Dios se dirigen siempre hacia ese cortejo de pobres y desvalidos, que han llenado en todo momento las páginas de nuestra historia humana. Ese es precisamente el contraste que aparece en las bienaventuranzas: no serán los ricos, ni los satisfechos, ni los que ríen, ni los violentos, ni los guerreros los que ocuparán el primer puesto en el reino de los cielos, sino los más pobres de nuestra tierra.
»Estamos ante un mundo al revés. El estilo de Dios no había cambiado con la llegada de Jesús. Sus ojos seguían vueltos en todo momento hacia ese desecho de la sociedad. ¿Quién se hubiera atrevido a proclamar bienaventurados a los pobres, a los hambrientos, a los afligidos y a los enfermos? Jesús fue el Ungido de Dios en favor de todos los desgraciados del mundo. Por eso podían alegrarse: porque el Rey estaba en medio de ellos. Jesús vino a buscar todo lo que estaba perdido. No eran los sanos los que necesitaban del médico, sino los enfermos; no eran los buenos los que necesitaban un salvador, sino los pecadores. Los pobres eran los privilegiados de ese reino que estaba llegando, en el que no se entraba por méritos, sino por gracia. Eso es lo único coherente con el estilo de Dios a lo largo de toda nuestra historia humana…
-“Dios ha escogido a los necios para confundir a los sabios, y a los débiles para confundir lo fuerte”. Humanamente uno podría pensar que en el cristianismo no hay futuro…
-El futuro del cristianismo reside precisamente en eso. Lo gravísimo sería que pusiéramos nuestra confianza en los sabios y en los poderosos de este mundo. Tenemos contraída una deuda muy grande con los sabios y los científicos, que han logrado construir un mundo grandioso en muchos sentidos, pero ni todos ellos en conjunto, ni cada uno en particular, nos han dado razones para aceptar el pecado, el dolor, la enfermedad y la muerte. Lo más esencial de la vida humana escapa a su control: el amor, la misericordia, la esperanza.
»Si todo terminara aquí, a dos metros debajo de la tierra, nuestra esperanza se esfumaría en un momento. Pero el reino de Dios no se construye con la técnica más refinada. ¿Qué es, en realidad, la sabiduría de los sabios? ¿Qué es la fuerza de los poderosos de este mundo? Los sabios hablan de una sabiduría humana, pero hay otra sabiduría escondida, oculta a sus ojos, que sólo esos necios que conocen y aman a Jesús pueden compartir con todos los hombres. El hombre vive de pan, pero no sólo de pan, sino de una Presencia que llena nuestra vida de amor y de esperanza. Son esos necios los que proclaman que Alguien ha vencido a la muerte y ha llenado nuestra vida de esperanza. Ellos son los testigos de un mundo que viene, pero que no puede ser construido con la fuerza ni con la sabiduría de los hombres.
»Estamos, por decirlo de alguna manera, ante una confrontación cósmica: Dios ha escogido a los débiles para confundir a los fuertes, a los necios para confundir a los sabios, a los pobres para poner en evidencia a los ricos. La debilidad contra la fuerza, lo pequeño frente a lo grande, lo que no cuenta frente a lo que cuenta, los que no son nada frente a los que se creen los amos y dueños del mundo… Esta historia de salvación no se construye con las grandes piedras de los hombres, sino con sencillos adobes de los más débiles de este mundo…
-Hay un pasaje del Evangelio que puede parecer contradictorio. Cuando Dios le dice a San Pablo que “Mi poder se perfecciona en la debilidad”…
-Muchos especialistas se preguntan si San Pablo fue un enfermo crónico, tal como nos deja entrever la carta a los gálatas. San Pablo pidió al Señor que le liberara de las dificultades que surgían en su trabajo y que limitaban mucho sus fuerzas. Pero el Señor le contestó: “Te basta mi gracia. Con ella te basta. No es necesario que te libere de ese ángel de Satanás. Mi poder se perfecciona en la debilidad”. Y San Pablo debió entenderlo a la perfección, por eso pudo exclamar: “Cuando soy débil, soy fuerte; cuanto más débil, más fuerte, porque entonces actúa en mí la fuerza y el poder del Señor”. Por tanto, lo que parecía contrariedad se convirtió en una oportunidad para que Dios hiciera más libremente su obra.
»Se diría que el Señor necesita de nuestra debilidad más que de nuestra fuerza, es decir, que no necesita de héroes para hacer su obra, sino que la lleva a cabo con instrumentos casi siempre inadecuados. Así es como se pone en plena luz que la obra que realizamos no es nuestra, sino suya. Con el Señor todo tiene salida: “Donde yo no llego, llega él; donde yo no puedo, él puede; cuando nosotros decimos: ¡Se acabó!, Dios nos dice: Sigue adelante. Yo estoy contigo, yo soy tu fuerza”. Nosotros no tenemos fuerza para casi nada, pero él es fuerte por nosotros. Con su fuerza nos basta y nos sobra. En ese sentido todo es trasparente para nosotros: cuanto más débiles seamos, más fuerte se hace Él en nosotros; cuanto menos confiemos en nuestras propias fuerzas, más experimentaremos que la obra que hacemos es suya. Así es como muestra que su fuerza resplandece en nuestra debilidad.
-Vicente, en el libro La fuerza de Dios se realiza en la debilidad señalas que Dios siempre ha llevado su historia de la salvación a través de un pequeño resto, de pequeñas minorías. ¿Qué significa esto?
-Significa exactamente eso. Dios no escogió a los grandes imperios para que impusieran su plan de salvación a todo el mundo, sino a un pueblo insignificante. Con ello el Señor manifestó claramente cuáles eran sus intenciones. Para llevar a cabo su plan de salvación no necesitaba del poder de las armas, ni de los guerreros, ni de los sabios, ni de los poderosos, sino de lo que no cuenta a los ojos del mundo. Era una declaración de principios, que ha mantenido a lo largo de toda nuestra historia. Dios no ha llevado nunca la historia de la salvación por medio de los poderosos. Nunca ha sentido una atracción especial por los grandes personajes, sino que ha cimentado toda su acción desde lo pequeño y lo humilde, donde no aparecen para nada el ruido de las armas, ni la presencia de las grandes multitudes. Se diría que la primera ley de la revelación ha sido su querencia por los más pequeños de entre sus hijos.
Vicente Borragán, O.P. autor de 'La fuerza de Dios se realiza en la debilidad'.
»Pero se diría que, junto a esa ley general, corre paralela una segunda ley. De la misma manera que actúa de un modo especial por medio de los más pobres y humildes, también lo hace, no por medio de grandes masas, sino de pequeños restos, es decir, de pequeñas minorías. Al Señor no le importa demasiado el número, sino ese pequeño resto que le sigue humildemente.
»Cuando hablamos del resto siempre nos referimos a la misma realidad. Israel fue un pueblo pequeño e insignificante, que no contó para nada en el concierto del mundo. Dios hizo con él una alianza de amor, sellada en sangre. Pero el pueblo elegido nunca estuvo a la altura de su misión. La infidelidad se ciñó constantemente a sus costados, abandonó al Señor por los dioses de las naciones que vivían a su lado y quebrantó sin cesar la alianza pactada. Pero en medio de ese pueblo infiel siempre quedó un resto fiel, es decir, un grupo de hombres que no doblaron las rodillas ante los dioses extranjeros, ni olvidaron la alianza, ni las promesas, ni los juramentos hechos a los padres. Por medio de ese resto el Señor fue llevando adelante la historia de la salvación, concebida desde toda la eternidad.
»Como al varear el olivo siempre queda una aceituna, como al vendimiar siempre queda algún racimo en las cepas, como al segar la mies siempre queda alguna espiga, como al cortar un árbol vuelve a brotar la vida del tronco, así el pueblo de Dios sobrevivió a todas las catástrofes, gracias a ese resto, ese residuo o ese sobrante, que fue el heredero y el depositario de todas las promesas y de toda la esperanza… Él cargó con todo el peso de la revelación. Precisamente por eso, la doctrina del resto constituye un elemento esencial de la esperanza cristiana. Llegarán, ya están aquí, momentos de dificultades y de apostasías, donde todo se oscurece y parece que se viene abajo, pero siempre quedará un resto fiel que seguirá creyendo, esperando y anunciando que lo mejor está por venir y que hay esperanza contra toda esperanza.
-Afirmas que la Iglesia sufre una “pérdida del kerygma y de la gratuidad” unido a una “concepción de la vida cristiana como una religión de haberes y deberes, de sacrificios y renuncias y méritos”. ¿Ese es el mal de la Iglesia en este momento?
-En este momento y en casi todos los momentos de su existencia. Dios sabe cómo ha llevado la vida de la Iglesia. Sólo él lo sabe, y lo respetamos. Pero desde el día en que el emperador Constantino mandó bautizar a su ejército, se inauguró una política que ha tenido consecuencias muy graves para la vida cristiana. En los años posteriores grandes multitudes fueron bautizadas sin preparación alguna y sin entender muy bien lo que hacían. El cristianismo entró en una dinámica de relajamiento, que nadie pudo parar. Varias causas o concausas contribuyeron a ese declive de la vida cristiana: la deformación de la imagen de Dios, la pérdida del kerygma, es decir, de la proclamación solemne de Jesús como Señor y Salvador, el lastre del gnosticismo y del maniqueísmo, del pelagianismo y del semipelagianismo, una idea empobrecida de la gracia, la pérdida de la gratuidad y la consiguiente moralización de la vida cristiana etc.
'De la ley a la gracia' es el otro libro de Vicente Borragán publicado por Voz de Papel.
»Se multiplicaron las leyes y las normas, y aparecieron muchas prácticas piadosas (ayunos y abstinencias, procesiones, triduos y novenas), que han mantenido un colorido o una cultura cristiana durante muchos siglos, pero carente de la presencia viva de Jesús. La vida cristiana comenzó a marchar por un camino muy peligroso. Los fieles cristianos comenzaron a vivir de obras y sacrificios para tratar de conseguir la vida eterna, y la gracia pasó a ocupar el puesto de “pariente pobre” en su vida. Así se produjo un salto infinito de “una religión de gracia a una religión de obras”, un giro de tal calibre que apenas podemos hacernos una idea de él. Durante muchos siglos, la predicación de la Iglesia ha estado llena de llamadas a la conversión y de amenazas de una condenación eterna para los que no cumplieran los mandamientos del Señor.
»Pero Dios no se siente obligado ni forzado por nada ni por nadie, sino sólo por su propia fidelidad a sus promesas y por su amor al hombre. En ese terreno no podemos aportar méritos ni esfuerzos, ya que sólo vivimos de gracia y por gracia. Eso es lo que tenemos que mantener desde el principio hasta el final. El mundo de la justicia se mueve siempre en torno a lo tuyo y a lo mío; te debo, me debes; te doy, me das; la gratuidad, por el contrario, nos abre hacia un mundo donde las relaciones ya no se mueven ni por el interés ni por el intercambio, sino por lo absolutamente desinteresado.
»Por eso, desde que la gratuidad aparece en escena, el mundo de las obras y de los esfuerzos “como medio para conseguir la perfección y la salvación eterna” se convierte en una “moneda de curso ilegal”, que debería desaparecer cuanto antes del mercado. No podemos introducir en la gratuidad ningún elemento extraño que la contamine o la degrade, porque lo gratuito es innegociable.
»La gracia no puede ser relacionada con verbos como merecer, ganar, conquistar o alcanzar, porque se repelen mutuamente. Gracia y obras pertenecen a dos órdenes diferentes: por una parte, el de lo regalado; por otra, el de lo ganado. Precisamente por eso la gratuidad ha supuesto un revolcón como jamás hubiéramos podido imaginar. Seguramente los santos conocieron y experimentaron la gratuidad, pero la vida cristiana y la teología, hablando en general, siempre han caminado por las sendas de los esfuerzos por parte del hombre, más que por las sendas de la gracia. Era necesario un lenguaje nuevo para ser aplicado a la nueva situación. Se diría que la palabra gratuidad estaba cortada a medida de esa necesidad.
-¿Crees que vamos a una Iglesia de minorías, de pequeños restos, desposeída de poder e influencia que pueda revivir de nuevo la fe de las primeras comunidades cristianas?
-Diría que el mundo no se ha descristianizado, sino que nunca ha sido convenientemente evangelizado. Sin el kerygma y sin la gratuidad, hemos hecho de la vida cristiana una religión de obras y renuncias, de sacrificios y de mortificaciones para tratar de conseguir la salvación y la vida eterna. El resultado ha sido un abandono casi masivo del cristianismo. ¿Quién hubiera podido imaginar hace algunos años un retroceso como el que estamos contemplando en nuestros días? El declive de la Iglesia es patente.
»La mayoría de los bautizados la ha abandonado y ya no la consideran como su casa natural. La indiferencia reina por doquier. Se ha dicho que la Iglesia se enfrenta a una situación de diáspora planetaria. Me atrevería a decir que el “régimen de cristiandad”, en el que hemos vivido durante los últimos siglos, ha desaparecido por completo. El cristianismo sigue vivo, pero ya no hay países cristianos.
»Parece inevitable que vayamos hacia una Iglesia de minorías. ¿Cuántos serán en nuestros días los que creen verdaderamente en Jesús como Señor y Salvador? ¿Cuántos se confesarán cristianos en los próximos años? Sólo nos quedará un resto del antiguo mundo cristiano. Pero no será el fin de la Iglesia.
»Tal vez haya sido providencial este abandono masivo del cristianismo, para tomar conciencia de la necesidad de una nueva evangelización. En ese sentido, me atrevería a decir que caminamos hacia una Iglesia con menos presencia social, pero con más testimonio; con menos poder e influencia, pero con más vida; con menos visibilidad, pero con más atractivo, con menos bautizados, pero con más convertidos, con menos obras, pero con más gracia. La Iglesia será menos numerosa, pero más viva. La esperanza sigue viva. ¿Qué atractivo podría tener una Iglesia composta por mil doscientos millones de hombres bautizados, si la mayoría viven como si el Señor no existiera?
»La Iglesia del futuro no dependerá de la fuerza del número, sino de la fuerza del testimonio. Esa Iglesia será verdaderamente sal, luz y fermento para el mundo, y seguirá proclamando, con su sola presencia, que Jesús ha resucitado y que hay esperanza para estos hombres, que hemos abandonado la casa del Padre y nos hemos hecho autónomos e independientes…
»La Iglesia no caminará por las sendas del triunfo y del éxito, sino por la presencia y el testimonio de un pequeño resto, incrustado en el seno de la humanidad. Los nuevos movimientos eclesiales y las nuevas realidades que han surgido a raíz del Concilio Vaticano II son un motivo de esperanza, ya que en ellos aparece el rostro más alegre de la Iglesia.
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