Desde el día 6, está en los cines españoles Silencio, la película de Martin Scorsese sobre la persecución contra los cristianos en el Japón del siglo XVII. A Hispanoamérica llega en febrero.
Buena parte de la crítica, tanto católica como secular, está desconcertada con la película, aunque hay consenso en que es una historia compleja, estremecedora, con una extraña belleza, y de efectos a largo plazo: horas y días después de verla, sigue rondando en la mente y el alma del espectador. No es posible olvidarla. En nuestra época de consumo de imágenes no es fácil decir eso.
No está claro hasta qué punto los críticos entienden la película. Por ejemplo, una crítica afirma que el "aspecto intelectual más suculento" está en "el choque de religiones", cómo extrapolar la religión a una tierra extranjera. "Acaba por ser el nipón el discurso más elaborado y tolerante, pues defiende las ideas cristianas en sus lugares de origen, pero la imposibilidad de convertir un pueblo budista a la nueva religión del mismo modo que no tratan de predicar fuera de sus dominios", escribe un crítico.
Pero eso no es lo que se ve en la película, ni tampoco lo que sucedió históricamente. No había "imposibilidad de convertir": en apenas 60 años había 300.000 cristianos en Japón, sin recurrir a fuerza alguna. Era una iglesia vivísima y perseveró en la persecución.
No vemos en la película un choque entre religiones: la religión budista en la película son meros actos externos, de decorado social. El choque que se ve es entre funcionarios policiales del Estado, una máquina fría y política, especializada, una Sluzba, Stasi, KGB o Securitate del siglo XVII, contra unos sencillos campesinos y unos misioneros dispuestos a morir por el Cielo, el Paraíso, Cristo.
Ninguno de los argumentos de los torturadores vale nada, porque lo único que les respalda es la fuerza y la tortura. Hay cinco escenas de tortura detallada para que quede claro. La película recoge un hecho histórico: una persecución de especialistas constantes y maquiavélicos, que podrían ser superados solo por el experimento Pitesti en Rumanía.
El jesuita Hubert Cieslik en su investigación de 1974 sobre el caso Ferrerira dice que hay testimonios de la época que vivieron la tortura de la fosa y también la de ser quemados y pudieron contar que la fosa era mucho peor que el fuego, más dolorosa y muchísimo más larga. Hay que tenerlo en cuenta al juzgar a los mártires y a los recusantes.
El obispo Robert Barron, que se declara fan de las películas de Scorsese y es un popular columnista y comunicador, hace otra comparación extraña (aquí en español). Sugiere que la película nos hace simpatizar con la apostasía de algunos jesuitas ante la tortura. Lo compara con una película en la que unos comandos norteamericanos muy entrenados tratan de ayudar a unos civiles leales tras las líneas enemigas, civiles que demuestran estar dispuestos a morir, pero luego los comandos "son finalmente detenidos y, bajo tortura, renuncian a su lealtad a su país, se unen a sus oponentes y viven una vida cómoda bajo los auspicios de sus antiguos enemigos. ¿Estaría alguien ansioso de celebrar las complejas capas y la rica ambigüedad de su patriotismo? ¿No los veríamos directamente como cobardes y traidores?"
Pero esta comparación no es buena, porque Barron parece olvidar que en la película los torturadores usan a los civiles como rehenes: muestran a varios campesinos en la terrible tortura de la fosa (inventada solo en esta época y sólo para este fin) y dicen al jesuita Rodrigues: "ellos ya han apostatado muchas veces, eres tú el que has de apostatar si quieres que dejemos de torturarlos". No está claro si históricamente se usaron rehenes así para presionar a los jesuitas, pero esa es la "opción del diablo" de la película y la novela.
Además, muchos críticos olvidan que si en la novela original de Shusaku Endo la voz de Cristo que Rodrigues oye puede entenderse como una alucinación, en la película, en cambio, es un hecho. Cristo habla. Habrá quien no quiera aceptarlo, o a quien le moleste. Pero Cristo habla, con voz majestática, propia, no con la voz de la mente de Rodrigues. Y da instrucciones directas a su servidor.
Por supuesto, Cristo ha hablado antes a lo largo de la película de muchas formas más discretas: en las Eucaristías, bellísimas; en palabras de la Biblia, que resuenan; a veces en la naturaleza (Rodrigues ve el rostro de Cristo en un charco).
Y, sobre todo, y es la tesis central de la película, habla en el sufrimiento de los inocentes. Y ese sufrimiento es la voz de Cristo que dice: esto es horrendo, esto es espantoso, torturar a personas está mal. Los malos no son los campesinos cristianos ni los misioneros: es una máquina estatal que tortura hombres. Que nadie caiga en el síndrome de Estocolmo.
Barron invita a no prestar demasiada atención a las complejidades de los casos de apostasía en la película y pide centrarse en los mártires laicos japoneses, que vemos que son muchos. Uno de ellos proclama claramente, a voz en grito: ¡Paraíso!, justo antes de morir.
Dan Hitchens, uno de los editores del Catholic Herald, plantea otro enfoque: "los grandes santos y mártires ayudan a nuestra fe, pero en estos días el testimonio más inspirador es la cola del confesionario".
Y es que el padre Rodrigues confiesa al traidor Kojichiro una y otra y otra vez. Rodrigues, incluso después de ceder... ¡seguirá confesando porque Cristo se lo pide! Y Kojichiro no es una figura tan parecida a Judas como comentan algunos críticos, porque él mismo dice que no acepta los sobornos, que cede solo por miedo a las terribles torturas, y porque acude continuamente a confesión sin minimizar su pecado.
El Estado opresor cree tenerlo todo controlado... pero, bajo su radar, sigue habiendo un sacerdote de Jesucristo que confiesa y absuelve pecados, que quita el pecado del mundo.
El padre Barron critica: "Esa es justamente la clase de cristianismo que la cultura reinante quiere, totalmente privatizado, escondido, inofensivo".
Quizá: pero la película demuestra que ese cristianismo escondido sólo se consigue con métodos estatales de tortura totalitarios, sofisticados, sistemáticos y sostenidos durante 250 años. Y aún así, después de 250 años sin sacerdotes, cuando llegó la libertad religiosa a finales del siglo XIX se descubrió que aún quedaban unos 30.000 cristianos en Japón (sobre los 300.000 que había habido hacia el año 1620).
La película hace rezar. La película hace que cualquier cristiano quiera ser valiente, ser mejor. La realidad es que ningún cristiano sale de esta película pensando "si ese personaje cede ante la tortura de la fosa, yo también puedo permitirme ciertas libertades".
Por el contrario, todos salimos pensando: "eso de Japón sí era martirio, y no lo que me puedan hacer a mí, con multas de leyes LGBT, amenazas de despido de jefes anticlericales o insultos de gente que apenas conozco en Facebook. Soportar estas cosas es muy llevable".
Pensamos también, eso sí: "cuidado, el Estado puede ser un monstruo terrible, insaciable, feroz, contra el hombre". Algo que el siglo XX europeo demostró con creces.
Pensamos, por último, "si Rodrigues siempre acababa confesando a Kochijiro, también yo podría confesarme". Esta es una de las ideas que sin duda más han motivado a Scorsese, que probablemente se ve a sí mismo como un Kochijiro.
Hay quien plantea que es sospechoso que la novela de Shusaku Endo se difundiera mucho en los años 60, mientras que las historias de autores cristianos japoneses que muestran ejemplos de mártires constantes no se hayan difundido. Sin embargo, en el "Silencio", de Scorsese, vemos muchos mártires sinceros. Por otro lado, tiene sentido mencionar, como hace Roy Peachey en la revista First Things a esos autores japoneses católicos que nadie traduce: Sono Ayako, Miura Shumon, Shimao Toshio, Tanaka Chikao, Tanaka Sumie, Takahashi Takako y Kaga Otohiko.
Peachey escribe: "Kaga Otohiko es un ejemplo particularmente interesante. Se convirtió al catolicismo por influencia de Shusaku Endo, y escribió sobre Ukon Takayama, el samurai que se convirtió al cristianismo" [y murió en las Filipinas españolas, exiliado; lea aquí su historia]. "Las novelas sobre la fe no siempre son populares entre los editores occidentales, así que la novela sobre Ukon Takayama no se ha traducido".
Por su parte, los jesuitas, aplicando aquello de "con limones haz limonada", han difundido un completo dossier de prensa con una lista detallada de 93 mártires jesuitas en el Japón de la época, quizá un poco molestos de que tengan protagonismo casos de apostasía, y no los de perseverancia hasta el final. Tres de ellos han sido ya canonizados, y otros 37 beatificados. El resto están en proceso de beatificación. Sus historias son también estremecedoras.
Scorsese, que de adolescente fue novicio jesuita un año, pidió ayuda a algunos para la película. El jesuita estadounidense James Martin fue asesor del director durante todo el rodaje. El jesuita español Alberto Núñez fue consultor técnico del set y su misión fue preparar a los actores sobre los modos de proceder jesuita y supervisar las escenas de carácter religioso. Por su parte, dos jesuitas de los Estudios Kuancgchi de Taipei, el americano Jerry Martinson y el italiano Emilio Zanetti, también estuvieron en el set, e incluso este último aparece de extra. Asimismo el actor Andrew Garfield hizo los Ejercicios Espirituales de San Ignacio para interiorizar mejor la espiritualidad ignaciana.
El dossier de prensa de los jesuitas explica los hechos históricos y asegura que según "algunas fuentes los padres Chiara y Ferreira recusaron después su apostasía; Ferreira murió por defender la fe en un segundo martirio y Chiara acabó sus días en una inhumana celda de castigo". El dossier no explica qué fuentes son esas y no parecen fiables. En ReL tratamos con detalle los enigmáticos hechos históricos sobre el padre Ferreira a partir de la detallada investigación del jesuita Hubert Cieslik de 1974 -aquí en inglés- y no refuerza esa posibilidad (léalo aquí en español).