De aquella parroquia, aquella tarde noche de verano madrileño hace tres años, salió Jesús García con la certeza de cuál sería el argumento de su próximo libro. Aunque no es exactamente así, pues en sus libros el argumento siempre es el mismo, en concreto, la Providencia, que de manera extracanónica podríamos definir como ese algo hecho a partes iguales de don y misterio. Que esta sea invariablemente la trama de sus libros, ojo, no significa que estos sean siempre el mismo con distintos títulos. A cada publicación cambian los títulos, por supuesto, pero también los personajes y los escenarios, unos y otros atravesados, cabe insistir, por la Providencia, como si todo formara parte de un plan -un plan de Dios- y a nuestro autor le cupiera la tarea de desentrañarlo y traducirlo a un código inteligible.
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No es, por tanto, que Jesús García -dejémoslo en Suso- tuviera la certeza de su próximo argumento, pero sí del escenario: Tierra Santa. Su nuevo libro, de no ficción como casi todos los demás, se desarrollaría allí, por más que entonces no tuviera ni la más remota idea de quiénes serían los personajes, reales todos, que poblarían y protagonizarían sus páginas. Lo de Tierra Santa le había sido revelado a Suso durante aquel sueño en mitad de aquella adoración. O eso sostiene él. Porque vaya por delante que nuestro autor no es de esos que aplican un filtro freudiano al leer los pasajes de las Escrituras donde Dios se manifiesta a través de los sueños; él, nada amigo de los amigos y maestros de la sospecha, lee tales pasajes en toda su literalidad. Y no solo eso, sino que en ocasiones cree ver designios divinos en la carta de un restaurante, incluso en los planos gratuitos del metro de Madrid.
De lo anterior puede dar buena cuenta María, su hoy mujer y entonces novia, no en vano aquella misma noche recibió de Suso un mensaje en el móvil en el que le anunciaba que acababa de tener un iluminación, en referencia a lo de su nuevo libro y Tierra Santa. De aplicar el razonamiento Forrest Gump al caso concreto, iluminado sería el que tiene iluminaciones, con lo que María hubiese estado en todo su derecho de suspender una boda anunciada para la vuelta del verano. Pero se ve que ella estaba -y está- en la misma longitud de onda que Suso. Si no, no le hubiera dado el sí quiero y, en consecuencia, no se habría ido con él de viaje de novios ni más ni menos que a Tierra Santa.
No toca a los autores de piezas periodísticas atizar a los lectores con el relato de un viaje de recién casados, suplicio que solo corresponde infligir a estos. Con que viajemos directos a la última noche que Suso y María pasaron en Tierra Santa, en concreto, al Notre Dame Center Jerusalem (una suerte de hogar del peregrino), y, por afinar todavía más, a la azotea del mismo, desde la cual puede contemplarse, como desde ninguna otra, el skyline de la Ciudad Santa, con el Monte de los Olivos de fondo.
El perfil de Jerusalén en el atardecer, con el Monte de los Olvidos al fondo. Foto: Jesús García.
Desde un lugar así debió de ser que el demonio tentó a Cristo cuando le dijo que si se postraba ante él, todo aquello le daría. No fue, sin embargo, esta la oferta que se le hizo a Suso aquella noche, pero sí otra que, sencillamente, no pudo rechazar: escribir un libro sobre Tierra Santa.
Quien le hizo la propuesta no fue un tipo con patas cuernos y olor azufre, sino un Legionario de Cristo, el padre Juan Solana, a la sazón director del Notre Dame Center, con lo que cabe deducir que la cena y las copas -una o dos, eh- aquella noche corrieron de su cuenta. Cuando meses atrás María le preguntó a su entonces novio si el libro que tenía en proyecto iba a ser una guía de Tierra Santa, Suso le respondió con aplomo que no, por más que lo tuviera todo como en un barrunto. Tenía, sin embargo, razón. El libro que finalmente escribiría no sería una guía de peregrinación a los Santos Lugares. Sería mucho más que eso, hasta el punto de que lo que en sus páginas contara obligaría a modificar todas las guías y todas las rutas practicadas hasta la fecha para incluir un nuevo destino durante dos milenios sepultado. Pero nada de lo que sigue se explica sin la figura del padre Juan Solana.
Hijo amantísimo de sus padres, el pequeño de trece hermanos, natural de Puebla, en México, Legionario de Cristo, sería inexacto decir que nada en su vida hacía pensar que acabaría dando con sus huesos en Tierra Santa. Pero sí es verdad que lo que quizás ni él mismo hubiera sospechado nunca era el encargo que le harían sus superiores: reflotar un centro para peregrinos de Jerusalén, para lo cual se precisaba un mínimo de conocimientos y experiencia en gestión hotelera, conocimientos y experiencia de los que el padre Juan carecía. Por otro lado, corría 2004, con la Segunda Intifada en todo su fragor, lo que es tanto como decir que se veían pocos peregrinos por las calles, y los pocos llevaban cada uno en la frente una o dos papeletas para ser ingresados en el hospital con una pedrada en la cabeza, y eso en el mejor de los supuestos. A todo esto, el padre Juan acaba de salir como por milagro de una profunda depresión en la que había estado sumido durante años. No parecía, desde luego, the right man in the right place. Y sin embargo…
Sin embargo, no solo obedeció a sus superiores, sino que por su cuenta y riesgo amplió los términos de la encomienda recibida al empecinarse en adquirir para su congregación unos terrenos a orillas del Mar de Galilea, allá donde el rezo de los misterios gozosos del rosario, cuentan, no precisa de composición de lugar. Quería construir allí el padre Juan otro hogar de peregrinos y una iglesia. Y fue tal su obcecación que diríase movido por el mismo empeño que el protagonista de la parábola que encuentra un tesoro y lo vende todo para comprar el terreno en el que se haya enterrado. Y no andarían muy desencaminados los que así pensaran, pues a solo un metro bajo tierra de aquel resort turístico medio abandonado que el padre Juan se proponía comprar se encontraba un tesoro. Y no es una licencia literaria, sino que hablamos de un tesoro de verdad. Pero lo más acalambrante es que el padre Juan no lo sabía; cosa distinta es que intuyera algo, de ahí su empeño. En cualquier caso, y a diferencia del afortunado hombre de la parábola, él no tenía bienes que vender. Otros, sin embargo, sí. Y aquí comienza la exitosa carrera del padre Juan como recaudador de fondos.
No le costó al padre Juan convencer a sus superiores de que le dieran luz verde para su nuevo proyecto; les acababa de estallar en las manos un escándalo de repercusión planetaria, el de la doble vida de su fundador, Marcial Maciel, y lo que menos les preocupaba -tal como cuenta el padre Juan- era que a uno de sus sacerdotes le diera por perder el tiempo pidiendo donativos en mitad de una de las crisis económicas más despiadadas que se recuerda: la de las subprime. Con todo, se lanzó a la aventura y, contra todo pronóstico, logró reunir la cantidad necesaria. No hablamos, téngase en cuenta, de una parcelita junto al mar, sino de varias hectáreas de terreno valoradas en millones de dólares, y eso sin contar con los costes de construcción.
Jesús García conversando en Magdala con el padre Solana sobre la historia del proyecto: así se fraguó la redacción de El Proyecto Magdala.
El primer error es imaginarse al padre Juan como un sucedáneo con clergyman de Og Madino, el autotilado mejor vendedor del mundo. Tal y como le confiesa en su libro a Jesús García, el cura es una auténtica calamidad con el power point, y leyendo entre líneas la historia uno sospecha que rara era la reunión con algún pez gordo a la que el buen cura no llegaba con varios minutos de retraso y sin haberle sacado brillo a los zapatos. Pero la cosa es, como queda dicho, que lo logró. Algo debían de ver en él los que le escuchaban que casi todos terminaban tirando de chequera, con escenas como de película de Frank Capra con un caballero levantándose entusiasmado de su silla entre el público blandiendo un fajo de billetes y el resto del auditorio imitándole por efecto contagio.
Si aquí terminara esta historia, sería una buena historia, como esas que Jesús García escribía cada semana para Alba, la revista en la que echó los dientes como reportero. Y no quiere decir esto que la historia no diera para más que la doble página central de una publicación semanal. Con varios libros en la mochila, Suso maneja ya recursos suficientes como para alargar una historia, cualquier historia, hasta las trescientas páginas, y sin aburrir en una sola línea al lector. Lo que se quiere decir es que de concluir en este punto la aventura del padre Juan, lo más milagroso de todo es que de tanto dinero como pasó por sus manos no se le quedara grabada en los ojos el signo del dólar o el de los premios gordos de las tragaperras Cirsa. Aunque no era este el único riesgo que corría; estaba también el de quedar apalancado en cócteles benéficos como esos que en los setenta caricaturizaran con bastante gracia en una canción -A beneficio de los huérfanos- los muchachos de la Desde Santurce a Bilbao Blues Band; caricatura, por cierto, en la que jamás hubiera encontrado acomodo don Antonino Fernández Rodríguez, principal patrocinador del proyecto del padre Juan.
La historia de don Antonino, siquiera resumida, merece párrafo aparte, de la misma manera que en el libro de Jesús García merece capítulo aparte. Antonino Fernández vino al mundo en Cerezales del Condado, provincia de León, el 13 de diciembre de 1917. Pero no es esta la venida al mundo que nos interesa. Porque es que el hombre nació de nuevo veinte años después en el frente de Teruel. Sucedió una noche, tras una acometida del enemigo en la que cayeron casi todos sus camaradas de filas. Lo milagroso no fue que Antonino amaneciera sin un rasguño. O no solo. Lo milagroso fue que en su capa de campaña, de la que no se había desprendido, había treinta y dos agujeros de bala. Fue a partir de ese día que supo que Dios quería algo de él, pero habría de esperar casi setenta años hasta descubrir qué. Ese algo no sería patearse las calles del León de la posguerra como policía municipal, ni proponerle a su novia matrimonio, ni hacer los dos las Américas, ni recalar en México DF, ni entrar como chico de los recados en la cervecera Modelo, ni ir escalando puestos hasta alcanzar la presidencia, ni lograr que cuatro de cada cinco cervezas consumidas en México llevaran su marca.
Don Antonino, visitando en 2005 una fábrica de Coronita.
Aquello para lo que Dios le había concedido setenta años de propina fue, tal como el mismo don Antonino reconocería, financiar el proyecto de aquel cura que se presentó una mañana en su oficina: el padre Juan.
Y fue en parte, en buena parte, gracias a este donativo que el padre Juan pudo por fin comprar los terrenos sobre los que edificar una iglesia y un centro de peregrinación a orillas del Mar de Galilea. Y es entonces que comienza la segunda parte de la historia o, mejor, la historia en sí, una historia que entra de lleno para permanecer ya en la Historia con mayúscula, tanto en la profana como en la sagrada. Porque fue durante una excavación que se hallaron unos restos arqueológicos; tras minuciosos exámenes, se llegó a la conclusión de que aquel complejo turístico destartalado adquirido por el padre Juan se había levantado sobre una sinagoga de los primeros años del siglo I en la que, con toda probabilidad, enseñó Cristo. El resort llevaba un nombre tan poco bíblico como Hawai Beach, lo cual no deja de tener su gracia; su gracia de Dios. Porque al tratarse de una serie de bungalows no había sido necesario horadar el suelo, con lo que la sinagoga no sufrió daño alguno, más allá de los provocados por llevar veinte siglos sepultada. Pero aún había más: alrededor de la sinagoga, y también bajo tierra, se extendía una ciudad; la ciudad de Magdala.
Para hacernos una idea, el descubrimiento, verificado en nuestros días, es de la misma magnitud que el de García de Silva y Figueroa, cuando en el siglo XIV halló las ruinas de Persépolis, o que el de Heinrich Schliemann, cuando en el XIX hizo lo propio con las de la ciudad de Troya. Aunque, si se piensa bien, el descubrimiento de Magdala es de mayor calibre todavía que los anteriores, pues ni Darío ni Príamo rompieron la historia en dos, y Cristo sí.
Uno de los principales defensores de la tesis de que Cristo pudo haber predicado en la sinagoga descubierta es Arfan Najjar, arqueólogo jefe de las ruinas de Magdala. Que sea musulmán y no cristiano no quita para que busque apoyatura historiográfica en los Evangelios, en especial, en ese pasaje de Mateo en el que se consigna que Jesús recorría toda Galilea, “enseñando en sus sinagogas”. Y no solo los Evangelios, también los textos de historiadores como Tácito o Flavio Josefo.
Arfan Najjar junto al padre Solana y la joya de la corona de las excavaciones: la ya mundialmente célebre Piedra de Magdala.
En su libro, Jesús García resuelve con mucho oficio el capítulo de los yacimientos arqueológicos, que de contarse con lenguaje científico pudiera resultar árido. Por eso se deja guiar por Arfan a través de las ruinas y le va preguntando con la curiosidad del profano qué significa cada cosa, sin pasar a la siguiente hasta que no le haya quedado claro. Y es así que cada explicación tiene el mismo efecto que uno de esos softwares de reconstrucción virtual en tres dimensiones. Lo cierto es que cobra otro sentido la frase evangélica de que hablarán las piedras. Porque es verdad que lo hacen y, en ocasiones, cuentan hermosas historias, como esta del Proyecto Magdala.
Ese, Proyecto Magdala, es el nombre de la aventura del padre Juan, quien, sin embargo, no reclama para sí el más mínimo reconocimiento, sabedor de que es solo un instrumento en manos de la Providencia. Lo cierto es que lo que empezó como la idea de edificar una iglesia y un hogar para peregrinos, pronto quedó rebasado por unos hallazgos arqueológicos de primera magnitud. Pero el Proyecto Magdala es todavía mucho más que eso. Son también los voluntarios de todas las edades y rincones del planeta que llegan hasta allí para rebuscar bajo la tierra los cimientos de su fe. Y es también la reivindicación del papel de la mujer en la Iglesia, de ninguna manera menor, digan lo que digan, y así desde los primeros tiempos, con María de Magdala a la cabeza. A este respecto, no tienen desperdicio las reflexiones del padre Juan alrededor de esta mujer fascinante, tratada en ocasiones muy a la ligera por cierta exégesis, lo que ha dado pie a cierta literatura -alguna ciertamente bien escrita- que la presenta como la última y primera tentación de Cristo; sirva el Proyecto Magdala no como ajuste de cuentas contra los tergiversadores, sino como caballeroso acto de justicia poética al rehabilitar el honor de una dama sin tacha; un proyecto, en definitiva, de incalculables proporciones, y que provoca en uno la alegría de que un buen amigo, viejo compañero de fatigas, haya tomado parte consignándolo todo para el registro general de la historia.