Quizá no hay figura dentro de la tradición protestante más cercana a la Iglesia católica que la de Sören Kierkegaard (1813-1855) -tan admirado por Miguel de Unamuno-, el pensador danés que, sintetizando las que fueron sus propias palabras y su propia obra, actuó simuladamente, empleando pseudónimos, desde la poesía y la filosofía, detectando falacias y sofismas, para identificarse finalmente, sin tapujos, como pensador religioso, firmando con su propio nombre sus escritos, para tratar de acercar a las hombres a Dios, en tiempos en que supo ver, como ningún otro, la crisis del cristianismo que se prolonga hasta hoy.
Sören Kierkegaard en torno a 1840, según un boceto de su primo Niels Christian. Fuente: Biblioteca Real de Dinamarca.
Kierkegaard mantuvo una relación contradictoria con su padre, pastor (no sobra aclarar, tratándose de un contexto cultural luterano como el de la Dinamarca de entonces, que lo era literalmente, de ovejas, y no de almas) que, en un momento difícil de su vida, se atrevió a maldecir a Dios, pecado del cual no consideró suficiente como arrepentimiento, durante el resto de sus días, ningún gesto ni acto de penitencia.
En esa contradicción, muy relacionada con los pasajes que citaremos al final de este texto, terminó primando el amor: su padre le enseñó al autor de El concepto de la angustia en qué consiste una religiosidad profunda, a qué laberintos sin salida conducen tanto la angustia como la desesperación derivadas del rechazo a la misericordia divina, y cómo la fe consiste en una disciplina sufriente, rigurosa, a menudo totalmente solitaria y sin concesión alguna al mundo -el verdadero cristiano lo escandaliza, no obtiene nunca su aprobación-, pero altamente recompensada, como justificación última de la existencia, por el amoroso llamado a la eternidad.
El hombre, para Kierkegaard, vive desgarrado entre este llamado y la corta vida mortal, situación que generan la angustia y la desesperación, pero que la fe y la caridad equilibran en el camino hacia la redención. Kierkegaard, consciente de los excesos del rigorismo y excesos de vigilancia de su padre, lo amó más que a cualquier otro ser en la tierra, sobre todo después de su muerte.
Las críticas al idealismo de Hegel
Brillante como estudiante de Filosofía y Teología, Kierkegaard estudió en Copenhague en un momento en el que dominaba en todos los círculos intelectuales la filosofía de Hegel, de quien se convirtió en su crítico principal, aunque le debió mucho al método dialéctico del filósofo alemán, como puede observarse en su obra.
Lo mismo se da en su relación con la filosofía, en general. Se ha dicho con razón que Kierkegaard -su método es también muy socrático pues cuestiona a quienes son objeto de sus ataques empleando sus propios términos- hace la crítica, tal vez la más certera y de mayores alcances que se haya hecho nunca, desde la filosofía, a la propia filosofía. Habría que agregar que cuando ésta no es la de un creyente, porque ha habido, desde luego, filósofos religiosos. Lo hace desde un ámbito que es, finalmente, el de una religiosidad individual, existencial -subrayaba la importancia del fenómeno subjetivo, específico, personal, en la práctica de la fe, tan difícil, si no imposible, de comunicar a otros en toda su extensión-, no desde la teología protestante, de la que fue un severísimo juez.
La filosofía de Hegel y otros de sus prosélitos y semejantes pasa por alto el eje de la existencia, el día a día del individuo de carne, hueso y alma, permaneciendo en el nivel de abstracciones que jamás explica debidamente en su relación con la vida individual, generaliza y no acaba de entender lo que en el hombre es más íntimo e inefable: su relación con Dios.
Kierkeggaard asistió a cursos con Schelling en Berlín, el otro gran filósofo idealista de la época, a quien consideraba más interesante que Hegel, pero con quien tampoco sintió realmente las mayores afinidades.
Un noviazgo fallido
Un noviazgo suyo que prometía mucho con Regina Olsen se rompió: para muchos, hasta hoy, inexplicablemente.
Él lo explicaba así: como pensador religioso, dedicado ante todo a su gran obra, la de escribir y escribir sin cansancio -obra en la que invirtió la mayor parte de su herencia financiando él mismo la publicación de sus libros-, no podía hacer feliz a la muchacha y honestamente, por lo tanto, debía abandonarla.
Exaltación del matrimonio
La experiencia con Regina y sus virtudes como observador inigualable de la convivencia matrimonial de otros lo llevó a escribir dos de los textos más enjundiosamente exaltantes del matrimonio de los que se tenga noticia en la historia:
-la Estética del matrimonio, respuesta de un hipotético hombre B (ético) a un amigo A (estético), parte de O lo uno o lo otro, obra central dentro de la copiosa producción kierkegaardiana; y
-Palabras sobre el matrimonio, segunda parte de Etapas en el camino de la vida, texto en el que, con el seudónimo escueto de 'Un esposo' concluye la semblanza de la vida conyugal iniciada en Lo uno o lo otro.
Si se habla aquí de un individuo “ético” y otro “estético” es porque en ambas obras Kierkegaard plantea su teoría de los estadios.
Los tres estadios: estético, ético, religioso
El segundo de estos tipos de individuos [estético] no acepta ningún tipo de responsabilidades, vive sólo para el momento y se regodea en el placer de lo instantáneo y efímero, a pesar de que el hombre A de O lo uno o lo otro no ha experimentado como tal los placeres sensitivos, no los ha puesto en práctica, sino que los ve desde la perspectiva del joven orgulloso de profesar la idea del libertino, del hombre sin barreras morales. Lo hace en una sucesión de textos en los que, entre otros, se explaya en la admiración de la música del Don Juan de Mozart como quintaesencia de la erótica musical, y culmina con el célebre Diario de un seductor, desgraciadamente publicado, las más de las veces, fuera de contexto, independientemente de lo que es el conjunto del primer volumen de O lo uno o lo otro.
El hombre B [ético], por su parte, el corresponsal imaginario de A, proclama en el segundo volumen que el matrimonio no es una negación de la vida de los sentidos, de la estética, sino que los amplía, vivifica y enaltece en la dimensión del firme amor conyugal, antesala de la eternidad.
De lo que es el hombre religioso, tercero y más alto de los estadios existenciales, proporcionan pistas:
-¿Culpable? ¿No culpable?, tercero también de los textos de Etapas en el camino de la vida; pero, sobre todo,
-otros libros como Temor y temblor y el Post Scriptum, la más vasta disquisición existencial acerca de cómo se entiende equivocadamente, por lo regular, la auténtica religiosidad (sin embargo, también esta vez Kierkegaard escribe con seudónimo; él insistía en que ninguna palabra de sus obras escritas así, con seudónimo, le pertenecía íntegramente como autor: si se hubiera atrevido a firmarlas como tal, no habría dicho exactamente lo mismo);
-y más particularmente, el libro de la vida, la propia vida de Sören Kierkegaard.
Conflicto con la Iglesia luterana danesa
Renunció al matrimonio y entabló en sus últimos años una lucha encarnizada con la iglesia luterana de su país.
Se expresa entonces contra el cómodo matrimonio del clero luterano (financiado por el Estado, apático, conformista y, en sentido estricto, nada cristiano) en una labor de soledad, aislamiento y oración intensa, de hondos planteamientos filosóficos hechos desde la óptica del escritor que se esconde tras el disfraz del pseudónimo, inquieto o asombrado, preguntándose por lo esencial.
Retrato de Kierkegaard obra de Luplau Janssen (1869-1927), conservado en el Museo Nacional de Historia de Hillerod (Dinamarca). Fuente: Wikipedia.
Y con testimonios de su fe en escritos firmados con su propio nombre, siendo los más importantes sus Discursos edificantes, genuinas homilías de alguien que se preparó para ser pastor protestante pero que nunca ejerció esa profesión religiosa, homilías laicas que estremecen, remueven entrañas y dan testimonio de una fe que no tiene parangón entre la intelectualidad decimonónica, la de buena parte del siglo XX y de la actual.
La angustia
A Kierkegaard se le debe un concepto como el de angustia, que hará carrera después en la filosofía de Heidegger. El hombre se aferra a la finitud ante la posibilidad incierta -si no tiene fe, pero aún pretendiendo tenerla- de la eternidad: "La angustia puede compararse con el vértigo. Aquel cuya mirada se funde en la posibilidad de una profundidad devoradora siente vértigo. ¿Pero cuál es el motivo? Es tanto su mirada como el abismo, pues ¿qué pasaría si no hubiera mirado hacia abajo?"
La angustia es el vértigo de la libertad que aparece cuando el hombre, que es materia y es espíritu, quiere establecer la síntesis entre los dos, pero, al sentirse atraído por ese “abajo”, desmaya, cae y peca.
La angustia, estrechamente ligada al pecado original, es hereditaria, es la herencia de todo hombre. Kierkegaard, con el pseudónimo de Vigilius Haunfniensis, ironiza con el concepto desde el punto de vista de una psicología que le parece poco convincente, pero sólo para resaltar que la fe puede surgir de la angustia, tanto como de otro estado afín, el de la desesperación, la enfermedad mortal.
Desesperado es el que quiere ser él mismo, pero apartándose de lo que verdaderamente es, es decir, un ser llamado a la eternidad; quiere ser él mismo, quiere ser libre, pero desechando y rechazando la verdadera libertad, su sí mismo más radicalmente propio, que es el de ser eterno con Dios: "Quien desespera quiere, en su desesperación, ser él mismo. Pero, entonces, ¿no quiere desprenderse de su yo? En apariencia, no; pero observando más de cerca, siempre se observa la misma contradicción. Ese yo, que ese dedo quiere ser, es un yo que no es él (pues querer ser verdaderamente el yo que se es, es lo opuesto mismo de la desesperación; en efecto, lo que desea es separar su yo de su autor)".
La angustia y la desesperación del hombre contemporáneo aparecen, descubrió Kierkegaard, cuando intenta afirmarse a sí mismo al tiempo que rechaza que ser él mismo es ser para la eternidad, ser para Dios. Imagen: "El grito" (1893) de Edvard Munch, Galería Nacional de Noruega, en Oslo.
Pero en ello fracasa, pues su autor es Dios y en Él se encuentra el yo auténtico; es lo que el desesperado no quiere ser, pero que en verdad es, pues el hombre es de Dios y es llamado por Dios a su lado.
Sin embargo, la desesperación puede tener algo de positivo; si el hombre busca con toda entereza y disponibilidad la verdad, aun desesperando, la misma desesperación lo llevará a la verdad. Así es la dialéctica de Kierkegaard, llena de paradojas y respuestas sencillas a preguntas que pueden ser extremadamente complejas.
El rechazo a la mundanidad
Ante una vida que le ofrecía la conformidad con el mundo académico e intelectual de su tiempo, al igual que con un cristianismo cada vez más pálido, ilusorio y engañoso, lleno de palabras vacías, eco de la mundanidad, del aspirar a lo mismo que los poderosos y charlatanes, gentes mentirosas y de verdades a medias (cualquier parecido con la actualidad no es mera coincidencia), Kierkegaard escribía en su Diario, vital para conocer sus convicciones más personales: "Lo que necesito es ver con claridad qué debo hacer y no qué debo conocer, a no ser en la medida en que el conocimiento debe preceder cualquier acción. Se trata de entender mi destino, de ver lo que la divinidad quiere que haga. Lo que importa es encontrar una verdad que sea la verdad para mí, encontrar esa idea por la cual vivir y morir".
Mucho más que una idea encontraría después algo más valioso: seguir paso a paso al Verbo encarnado en la existencia. Haciendo el balance de su obra de escritor religioso que, mediante la poesía de sus vuelos literarios con pseudónimo, pretendía dar un primer paso para desembocar, sin arredrarse, ante la firma con su propio nombre de sus obras religiosas, en el punto crucial de la fe, declaraba lo oportuno de la explicación de su proceder ya en la madurez.
El agradecimiento a Dios
Lo hacía cuando debía: "Ahora que tengo que hablar de mis relaciones con Dios, de lo que cada día se repite en mi acción de gracias por las indescriptibles cosas que Él ha hecho por mí, infinitamente muchas más de lo que nunca hubiera podido esperar, de la experiencia que me ha enseñado para asombrarme, asombrarme de Dios y de lo que la impotencia del hombre es capaz de hacer con su ayuda, de que me ha enseñado a anhelar la eternidad y a no temer que pudiera hallarla cansada, no puedo hacer otra cosa que dar gracias" (Mi punto de vista).
El amor a los difuntos, medida del verdadero amor
La obra del amor que consiste en recordar a un difunto es un capítulo de Las obras del amor. Meditaciones cristianas en forma de discursos, una de esas obras religiosas:
"En verdad, si deseas convencerte suficientemente del amor que hay en ti o en otro ser humano, entonces presta atención a la manera en que se relaciona con un difunto (…) Un difunto no es un objeto real, no es más que la ocasión que pone al descubierto constantemente lo que habita en el vivo que se relaciona con él, o la ocasión que ayuda a que se haga patente cómo es el vivo que no se relaciona con él (…). Si los seres humanos estuvieran acostumbrados a amar de veras desinteresadamente, recordarían sin duda a los difuntos de una manera muy distinta a como suelen hacerlo regularmente, una vez que ha pasado el primer período, a veces bien corto, en el que se ama a los difuntos de una forma bastante desordenada, mediante gritos y alboroto (…).
Estatua de Kierkegaard en el jardín de la Biblioteca Real de Copenhague. Foto: Pinterest.
»¡Ah, nadie hay que esté tan desamparado como un difunto, cuando además su desamparo no contiene ni lo más pequeño de compulsión! Y por ello no hay ningún amor que sea más libre que la obra del amor de recordar a un difunto; ya que recordarlo es algo distinto de no poder olvidarlo en la primera época (….) Si se produce un cambio en esta relación, tendré que ser yo el que ha cambiado. Por esta razón, si deseas comprobar si amas de manera fiel, presta atención a la manera en que te relaciones con un difunto (…) ¡Ay, quizá no haya ninguna relación en que el cambio sea tan notable, tan grande, como el que se da en la relación entre un vivo y un difunto, mientras que es indudable que no es el difunto el que ha cambiado! (…)
»Por eso, ¡teme al difunto, teme su ingenio, teme su resolución, teme su fuerza, teme su orgullo! Pero si lo amas, entonces recuérdalo amorosamente, y no tendrás ningún motivo de temor; así aprenderás del difunto, y cabalmente en cuanto difunto, el ingenio en el pensamiento, la resolución en la expresión, la fuerza en la inmutabilidad y el orgullo en la vida; cosas que no podrías aprender así de ningún ser humano, ni siquiera del más poderosamente dotado.
»(…) De esta manera, la obra del amor que consiste en recordar a un difunto es una obra del amor más desinteresado, más libre y más fiel de todos. Conque ve a practicarlo; recuerda al difunto, y aprende cabalmente con ello a amar a los vivos desinteresada, libre y fielmente. En la relación con un difunto tienes la escala con la que puedes medirte. Quien utilice esta escala podrá abreviar con facilidad la prolijidad de las situaciones más embrolladas, y aprenderá a sentir asco de todo ese cúmulo de disculpas que la realidad tiene, de ordinario, rápidamente a mano para informar de que es el otro el que es el interesado; el otro, el culpable mismo de que se le olvide porque nunca se hace recordar; el otro, el que es infiel.
»Recuerda al difunto y así tendrás, además de la bendición, que es inseparable de esta obra de amor, tendrás además el mejor manual para comprender la vida como es debido: que es nuestro deber amar a los seres humanos que no vemos, pero también a aquellos que vemos.
»El deber de amar a los seres humanos que vemos no puede cesar porque la muerte los separe de nosotros, ya que el deber es eterno; ahora bien, el deber que tenemos con los difuntos tampoco puede separarnos de tal manera de aquellos que más se compenetran con nosotros, que éstos ya no sean objetos de nuestro amor".