(Pincha aquí para leer dos artículos de Michel Schooyans publicados en su día en ReL, en particular su clarividente análisis de 2009 sobre lo que iba a ser la presidencia de Barack Obama, análisis que al hacer balance ahora de dicha presidencia se antoja profético.)
Se podría pensar que la casuística está muerta y enterrada, y que las controversias del siglo XVII han sido definitivamente superadas. Son pocos los que aún leen las Cartas Provinciales de Pascal (1623-1662) y los autores que él critica.
Estos autores son los casuistas, es decir, los moralistas que se esfuerzan en resolver los casos de conciencia sin ceder al rigorismo. Releyendo las famosas Cartas sorprende la llamativa semejanza entre un escrito de controversia del siglo XVII y las posiciones defendidas hoy por aquellos pastores y teólogos que aspiran a cambiar radicalmente la pastoral y la doctrina de la Iglesia. El reciente Sínodo sobre la familia (octubre 2014 y octubre 2015) ha puesto en evidencia una combatividad reformista que las Cartas provinciales permiten entender mejor hoy. ¡Pascal empieza a ser conocido bajo una luz insospechada! Los párrafos que siguen desean, simplemente, suscitar la curiosidad del lector y ayudarle a descubrir un nuevo arte de agradar.
Arriba, monseñor Schooyans. Abajo, una de sus obras publicadas en España.
El Sínodo sobre la familia ha puesto en evidencia -¡como si fuera necesario!- un profundo malestar de la Iglesia. Sin duda crisis de crecimiento, pero también debates recurrentes sobre la cuestión de los divorciados «que se han vuelto a casar», los «modelos» de familia, el papel de la mujer, el control de la natalidad, el vientre de alquiler, la homosexualidad, la eutanasia.
Es inútil cerrar los ojos: la Iglesia es desafiada en sus fundamentos. Estos se encuentran en el conjunto de la Sagrada Escritura, en la enseñanza de Jesús, en la efusión del Espíritu Santo, en el anuncio del Evangelio por parte de los Apóstoles, en la comprensión cada vez más precisa de la Revelación, en el consenso de fe de la comunidad creyente. La Iglesia ha visto cómo Jesús le confiaba la misión de acoger estas verdades, de mostrar su coherencia, de hacer memoria de ellas. La Iglesia no ha recibido del Señor ni la misión de modificar estas verdades ni la misión de reescribir el Credo; es la guardiana del tesoro; debe estudiar estas verdades, explicarlas, profundizar su comprensión e invitar a todos a adherirse a ellas por la fe.
A partir de los Hechos de los Apóstoles, la Iglesia reconoce y proclama ser una, santa, católica y apostólica. Estas son sus «notas» distintivas. La Iglesia es una, porque tiene un solo corazón, el de Jesús. Es santa, es decir, invita a convertirse al Señor, a la oración, a la contemplación del Señor. El hombre no tiene ningún poder de santificarse a sí mismo, sino que todos están llamados a responder a la llamada universal a la santidad. Es católica, es decir, ha recibido del Espíritu Santo el don de lenguas: es universal. Comprensión de lenguas significa unidad en la diversidad, fruto del Espíritu Santo. La Iglesia es también apostólica, es decir, fundada sobre los apóstoles y los profetas. La sucesión apostólica significa que un nexo ininterrumpido nos vincula a la fuente misma de la doctrina de los apóstoles.
Para ofrecer al mundo la Buena Nueva que ha venido a traer, el Señor ha querido asociar a su obra a hombres a los que eligió para que estuvieran con Él y para que fueran a enseñar a todos los pueblos (cfr. Mc 3, 13-19). Estos hombres dan testimonio de las palabras que han oído de la propia boca de Jesús y de los signos que Él ha obrado. Estos testigos han sido llamados por el Señor para garantizar, de generación en generación, la fidelidad a la doctrina que Él mismo ha impartido. Es su deber profundizar la comprensión de los testimonios que tienen que ver con Él y de autentificar la tradición.
La enseñanza del Señor comporta una dimensión moral exigente. Esta enseñanza invita, ciertamente, a una adhesión racional a la regla de oro, que los grandes sabios de la humanidad han meditado a lo largo de los siglos. Jesús lleva esta regla a la perfección. Pero la tradición de la Iglesia comporta preceptos de conducta propios, el primero de los cuales es el amor a Dios y al prójimo. «Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas» (Mt 7, 12). Este doble mandamiento es la referencia fundamental para el obrar del cristiano. Éste está llamado a abrirse a la iluminación del Espíritu, que es amor, y a corresponder a esta iluminación con la fe que obra por medio del amor (cfr. Gal 5, 6).
Entre éste -el amor- y aquella -la fe-, el vínculo es indisoluble. Si –y esta es la enseñanza de la Iglesia- este vínculo se rompe, la moral cristiana se abisma en distintas formas de relativismo o escepticismo. Llega a contentarse con opiniones subjetivas y fluctuantes. Se establece una fractura entre verdad y acción. Ya no hay referencia a la verdad, ni a la autoridad que la garantiza. La moral cristiana ya no es dada por Dios a los hombres. El hombre -se llega a pensar- no tiene ni siquiera necesidad de amar a Dios para salvarse, ni de creer en su amor.
Rota por una cesura fatal, la moral ve abrirse de par en par la puerta del legalismo, del agnosticismo y del secularismo. Las reglas de vida que los Profetas, el Señor, los Padres de la Iglesia enseñaron son poco a poco desactivadas. Prevalecen, en cambio, las prescripciones de los nuevos especialistas de la ley, herederos de los escribas y fariseos. La moral se convierte, así, en una forma de positivismo gnóstico reservado a los iniciados. Este saber encuentra «legitimidad» sólo en las decisiones puramente discrecionales de quienes se conceden el privilegio de enunciar una nueva moral, mutilada de la referencia fundante a la verdad revelada.
En su enseñanza, San Pablo nos invita a evitar las insidias de una moral que no esté enraizada en la revelación. Así exhorta a los cristianos: «Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2) «Y lo que pido en mi oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que podáis aquilatar lo mejor» (Fil 1, 9s; cfr. 1 Tm 5,19-22)
Es aquí donde puede percibirse el retorno de la casuística. Esto debería permitir a los moralistas examinar y resolver los casos de conciencia. Algunos moralistas se empeñan en proponer soluciones que agraden a las personas que recurren a sus luces. En estos casuistas de ayer y de hoy, los principios fundamentales de la moral son eclipsados por los juicios, a menudo divergentes, emitidos por estos sesudos asesores espirituales. El desinterés que aflige a la moral fundamental deja campo libre a la instauración de un derecho positivo que aparta de los códigos de comportamiento todo lo que insista en referirse a las reglas fundamentales de la moral.
El casuista, o el neocasuista, se ha convertido en legislador y juez. Cultiva el arte de desorientar a los fieles. El celo por la verdad revelada y accesible a la razón pierde su interés. Como mucho, se interesará sólo por las posiciones "probables". Gracias al probabilismo, una tesis podrá dar lugar a interpretaciones contradictorias.
El probabilismo permitirá sugerir ahora lo blanco, después lo negro, el pro y el contra. Se olvida la enseñanza de Jesús: «Sea vuestro lenguaje: “Sí, sí”; “no, no”: que lo que pasa de aquí viene del Maligno» (Mt 5, 37; St 5: 12; cfr. 2 Cor 1, 20). Cada neocasuista se moverá según su propia interpretación. La tendencia es a la confusión de las tesis, a la duplicidad, a la doble o triple verdad, a una avalancha de interpretaciones. El casuista tiene un corazón dividido, pero su intención es seguir siendo amigo del mundo (cfr. St 4, 4-8).
Lentamente, las reglas de conducta fijadas por la voluntad del Señor y transmitidas por el magisterio de la Iglesia se marchitarán. La calificación moral de los actos puede, por lo tanto, ser modificada. Los casuistas no se contentan con dulcificar esta calificación; quieren transformar la propia ley moral. Esta será la tarea de los casuistas, de los confesores, de los directores espirituales, a veces de algunos obispos. Todos deberán preocuparse de agradar. En consecuencia, deberán recurrir al compromiso, adaptar su discurso a la satisfacción de las pasiones humanas: no hay que rechazar a nadie.
La calificación moral de un acto ya no depende de su conformidad con la voluntad de Dios tal como nos la hace conocer la revelación. Depende de la intención del agente moral y esta intención puede ser modulada y modelada por el director de conciencia que «acompaña» a sus asistidos. Con el fin de agradar, el director deberá suavizar el rigor de la doctrina transmitida por la tradición. El pastor deberá adaptar sus palabras a la naturaleza del hombre, al que las pasiones llevan naturalmente a pecar. Este es el motivo del abandono progresivo de las referencias al pecado original y a la gracia.
La influencia de Pelagio (monje de origen bretón, siglo V) es evidente: el hombre debe salvarse a sí mismo y tomar entre sus manos el propio destino. Decir la verdad ya no forma parte del rol del casuista. Éste debe cautivar, presentar un discurso fascinante, gustar, hacer de la salvación algo fácil, encantar a quienes aspiran al «prurito de oír novedades» (cfr. 2 Tm 4, 3).
En resumen, el declive de la contribución decisiva de la revelación a la moral abre el camino a la inauguración de la casuística y crea el espacio favorable para la instauración de un gobierno de las conciencias. Se restringe el espacio para la libertad religiosa, tal como la propone la Escritura a los pequeños hijos de Dios, es decir, inseparable de la adhesión de fe en el Señor. Debemos por lo tanto examinar algunos ejemplos de ámbitos en los que la obra de los neocasuistas de hoy aparece con claridad.
Con la llegada en la Iglesia de los gobernadores de las conciencias podemos percibir la proximidad existente entre la concepción casuística del gobierno de la Ciudad y la concepción que se puede encontrar, por ejemplo, en Maquiavelo, La Boëtie o Hobbes. Sin pretenderlo, o sin darse cuenta, los neocasuistas son en todo y completamente los herederos de estos maestros del arte de gobernar a los siervos, arte que se encuentra en los tres autores citados.
Dios mortal, el Leviatán establece lo que es justo y lo que es bueno; él decide lo que los hombres deben pensar y querer. Es él, el Leviatán, el que señorea la conciencia, el pensamiento y la acción de todos sus súbditos. No tiene que rendir cuentas a nadie. Ha de dominar las conciencias de sus súbditos y establecer el "bien" que debe perseguirse y el "mal" que se debe evitar.
Toda la autoridad política tiene, en definitiva, su fuente en este dios mortal que es el gobernador de las conciencias. Junto con los tres autores citados, los neocasuistas son enrolados de entre los teóricos de la tiranía y el totalitarismo. El abecé del poder totalitario ¿no consiste, sobre todo, en avasallar las conciencias, en alienarlas? Así, los casuistas brindan un salvoconducto a todos lo que quieren instaurar una religión civil única y fácilmente controlable, de modo que las leyes discriminan a los ciudadanos.
Para contentar a todos hay que "adaptar" los sacramentos. Tomemos el caso del sacramento de la penitencia. El desinterés del que es objeto ahora este sacramento se explica por el "rigorismo" del que daban prueba los confesores en el pasado. Esto, por lo menos, es lo que aseguran los casuistas.
Hoy el confesor debe aprender a hacer de este sacramento un sacramento que guste a los penitentes. Pero al edulcorar la severidad atribuida a este sacramento, el casuista aleja a su penitente de la gracia que Dios le ofrece. La neocasuística hodierna aleja al pecador de la fuente divina de la misericordia. Por eso es a ella a la que hay que volver.
Las consecuencias de esta deliberada desviación son paradójicas y dramáticas. La nueva moral lleva al cristiano a considerar inútil el sacramento de la penitencia y, por consiguiente, la Cruz de Cristo y su Resurrección (cfr. 1 Cor 1, 17). Si este sacramento ya no es acogido como una de las mayores manifestaciones del amor misericordioso de Dios hacia nosotros, si ya no es percibido como necesario para la salvación, en breve ya no será necesario ordenar a obispos o sacerdotes para proponer a los pecadores la absolución sacramental. La escasez y la eventual desaparición del ofrecimiento sacramental del perdón por medio del sacerdote llevará, y de hecho ya ha llevado, a otros alejamientos, como es el caso del sacerdocio ordenado y la Eucaristía. Y lo mismo respecto de los sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo y confirmación), la unción de enfermos, por no hablar de la liturgia en general...
De todas formas, para los neocasuistas de hecho ya no hay revelación que acoger ni tradición que transmitir. Como ya se ha resaltado, «¡lo verdadero es lo nuevo!». Lo nuevo es el nuevo distintivo de la verdad. Esta nueva casuística lleva a los cristianos a hacer tabla rasa del pasado. Por último, la obsesión por complacer lleva a los nuevos casuistas a volver a la naturaleza, a la anterior al pecado original.
La enseñanza de los neocasuistas nos recuerda la condescendencia de la que dieron buena prueba los obispos ingleses respecto a Enrique VIII. La cuestión se propone hoy de nuevo, si bien las modalidades de condescendencia varían. ¿Quiénes son estos clérigos de toda clase que buscan complacer a los poderosos de este mundo? ¿Leales o rebeldes? ¿Cuántos son los pastores de todo rango que quieren estrechar una alianza con los poderosos del mundo, aunque esto suceda hoy de manera discreta y sin tener que jurar públicamente fidelidad a los "valores" del mundo hodierno?
Promoviendo que se facilite el "casarse de nuevo", los neocasuistas proporcionan un salvoconducto a todos los actores políticos que minan el respeto de la vida y de la familia. Con ellos, las declaraciones de nulidad serán fáciles, como lo serán los "matrimonios" consecutivos o de geometría variable.
Los neocasuistas sienten gran interés por los casos de los divorciados "que se han vuelto a casar". Como en otros casos, las etapas de su modo de proceder ofrecen una buena demostración de la "táctica del salami" diseñada en 1947 como estrategia general de manipulación por el dirigente comunista húngaro Matyas Rákosi.
Según esta táctica, se acuerda lámina tras lámina lo que no se concedería jamás en bloque. Observemos el procedimiento.
Primera lámina: en el punto de partida hay, claro está, referencias a la enseñanza de las Escrituras acerca del matrimonio y a la doctrina de la Iglesia sobre esta cuestión.
Segunda lámina: se insiste en la dificultad de "acoger" esta enseñanza.
Tercera etapa, bajo forma de interrogante: los divorciados "que se han vuelto a casar", ¿están en estado de pecado grave?
La cuarta lámina implica la entrada en escena del director de conciencia, que ayudará a los divorciados "que se han vuelto a casar" a "discernir", es decir, a elegir lo que les conviene en su situación. Este director de conciencia deberá mostrarse comprensivo e indulgente. Deberá dar prueba de compasión, pero ¿de qué compasión? Para el casuista, cuando se procede a la calificación moral de un acto, la tendencia a la compasión debe prevalecer sobre las acciones objetivamente malas: deberá ser clemente, adaptarse a las circunstancias.
En la quinta lámina del salami, cada uno podrá discernir, personalmente y con total libertad de pensamiento, lo que mejor le conviene. De hecho, durante el camino, la palabra discernimiento se ha vuelto equívoca, ambigua. Ya no se interpreta en el sentido paulino al que se hace referencia en los pasajes de la Escritura citados anteriormente. Ya no se trata de buscar la voluntad de Dios, sino de discernir la elección más conveniente, la que maximizará el «prurito de los oídos» evocado por San Pablo (2 Tim 4, 3).
El homicidio presenta otro caso que merece nuestra atención. Fijémonos en un caso de desviación de la intención. En la casuística clásica del siglo XVII el homicidio podía proceder del deseo de venganza, que es un crimen. Para evitar esta calificación criminal, era necesario desviar esta intención criminal (la intención de vengarse) y asignar al homicidio otra intención moralmente admisible. En lugar de invocar la venganza como motivación, se invocaba, por ejemplo, el deseo de defender el propio honor, lo que fue considerado como moralmente admisible.
Veamos cómo esta desviación de intención se aplica a otro caso, de nuestros días. Se argumenta de este modo: el aborto es un crimen. La señora X quiere abortar al hijo que esperaba: este niño no es deseado. Pero el aborto es un crimen moralmente inadmisible. Se desvía entonces la intención de tal manera que la intención inicial sea eliminada. ¡No tiene la intención de liberarse de un niño incómodo! En lugar y en vez de esta intención inicial, se argumentará que en tal caso el aborto es moralmente admisible porque tiene, por ejemplo, el objetivo de salvar la vida de los sujetos enfermos, consiguiendo medicinas hechas con partes anatómicas en buen estado, mediante el pago de unas tarifas. La intención determina la cualidad moral del don. Así se puede gustar a un abanico muy amplio de beneficiarios de los cuales los casuistas no dejan de elogiar la "generosidad" y la "libertad de espíritu".
Lo que la Iglesia enseña sobre el aborto es bien conocido. Desde el momento en que se constata la presencia del ser humano, la Iglesia enseña que la vida y la dignidad de este ser deben ser respetadas, hasta la muerte natural. La doctrina de la Iglesia sobre este tema es constante y está atestiguada a lo largo de toda la tradición.
Esta situación molesta a algunos neocasuistas, por lo que han acuñado un nuevo término: la humanización del embrión. Hay -dicen- humanización del embrión sólo cuando una comunidad quiere acoger a este embrión. Es la sociedad la que humaniza al embrión. Si la sociedad rechaza esta humanización, podrá legalizar la eliminación del embrión. En ausencia de esta humanización por parte de la sociedad, el embrión es algo sobre lo que no se podrá invocar ningún derecho y, por lo tanto, tampoco ninguna protección jurídica. Si la sociedad se niega a humanizar al embrión no puede haber homicidio, desde el momento en que la realidad humana de este embrión no es reconocida. Para que existiera homicidio sería necesario que una ley positiva hiciera posible la concesión de humanización. ¡Sin ella no hay muerte ni homicidio!
En los ejemplos aquí citados, la táctica del salami viene en ayuda de los neocasuistas. En un primer momento, el aborto es ilegal; después se presenta como excepcional; después pasa a ser raro, luego facilitado, después legalizado para, al final, ser integrado en las costumbres. Quienes se oponen a estos abortos son denigrados, amenazados, proscritos, condenados.
Este es el modo cómo se salen con la suya las instituciones políticas y el derecho. ¡Obsérvese que gracias a los casuistas, el aborto es facilitado primero en la Iglesia y luego en el Estado! ¡El derecho positivo asume el papel de la nueva moral! Es lo que se pudo observar en Francia, en la época del debate sobre la legalización del aborto. Este es un escenario que podría difundirse en todo el mundo. Gracias al impulso de los neocasuistas el aborto podría ser declarado un nuevo "derecho del hombre" a escala universal.
Merece ser recordada también la cuestión de la eutanasia. Esta práctica se extiende cada vez más en los países occidentales, tradicionalmente cristianos. Los demógrafos ponen en evidencia, regularmente, el envejecimiento de la población de estas regiones del mundo. La esperanza de vida al nacer ha aumentado casi en todas partes. En general, el envejecimiento es de por sí una buena noticia. En el curso de los siglos, en todo el mundo, los hombres han luchado contra la muerte precoz. En los primeros años del siglo XIX la esperanza de vida al nacer era a menudo alrededor de treinta años. Hoy, la expectativa de vida es del orden de ochenta años.
Sin embargo, esta situación genera problemas de todo tipo. Mencionemos uno: ¿quién pagará las pensiones? Aplicar la eutanasia a los viejos que incomodan y son caros de mantener permitiría ciertamente obtener un ahorro significativo. Se dirá, por lo tanto, que debemos ayudar al viejo costoso a «morir con dignidad». Puesto que es políticamente difícil retrasar la edad de jubilación, se bajará la expectativa de vida. Este proceso ya se ha puesto en marcha en algunas partes de Europa. Con ahorros significativos: reducción de los costes sanitarios, de los productos farmacéuticos y, sobre todo, reducción del total de pensiones a pagar. Como a los biempensantes políticamente correctos les repugnará un plan tan austero, es necesario modificar la intención para conseguir que se apruebe una ley que legalice la eutanasia.
¿Cómo proceder? Desarrollando un discurso piadoso sobre la compasión. Hay que intentar ganarse a todas las categorías de personas interesadas por este programa. Hay que llevar a estas personas a que se adhieran a un programa que tiene por fin dar la muerte «en buenas condiciones» y «con dignidad». ¡La muerte administrada con dignidad será el culmen de la calidad de vida! En lugar de aspirar a tratamientos paliativos y rodear de afecto al enfermo, se abusará de su fragilidad, se le engañará acerca del tratamiento mortal que se le va a infligir.
Los neocasuistas vigilantes permanecerán allí para verificar la conformidad del acto homicida según la ley positiva que «autoriza» a suministrar la muerte. La colaboración de capellanes particularmente joviales será notablemente apreciada para autentificar la compasión de la muerte dada como un regalo.
Las discusiones que han tenido lugar con ocasión del Sínodo sobre la familia han puesto en evidencia la determinación con la que un grupo de pastores y teólogos no dudan en minar la cohesión doctrinal de la Iglesia. Este grupo funciona como lo haría un partido poderoso, internacional, rico, organizado y disciplinado.
Los miembros activos de este partido tienen fácil acceso a los medios de comunicación; a menudo intervienen a cara descubierta. Operan con el apoyo de algunas de las más altas autoridades de la Iglesia. El objetivo principal de estos activistas es la moral cristiana, a la que le reprochan una severidad incompatible con los «valores» de nuestro tiempo.
Es necesario encontrar itinerarios que guíen la Iglesia a agradar, reconciliando su enseñanza moral con las pasiones humanas. La solución propuesta por los neocasuistas comienza poniendo en discusión la moral fundamental; y prosigue con el oscurecimiento de la luz natural de la razón. Las referencias a la moral cristiana revelada en la Escritura y en las enseñanzas de Jesús son desviadas de su significado original. Los preceptos de la razón son considerados indefinidamente discutibles: el probabilismo comporta obligaciones. Hay que reconocer la supremacía de la voluntad de quienes son lo suficientemente poderosos para imponerla. No se dudará en unirse en un mismo yugo con los incrédulos (cfr. 2 Cor. 6, 14).
Esta moral voluntarista será suficientemente amplia como para ponerse al servicio del poder político, del Estado, pero también del mercado, del poder financiero, del derecho, etc. Concretamente, será necesario complacer a los líderes políticos corruptos, a los campeones de la evasión fiscal y de la usura, a los médicos abortistas, a los mercaderes industriales de la píldora, a los abogados dispuestos a defender los casos menos defendibles, a los agrónomos enriquecidos gracias a los productos transgénicos, etc. La nueva moral se extenderá así insidiosamente en los medios de comunicación, en las familias, en las escuelas, en las universidades, en los hospitales, en los tribunales.
Así es como se ha formado un cuerpo social que rechaza el primer puesto en la búsqueda de la verdad, pero que es muy activo allí donde hay conciencias que gobernar, asesinos que tranquilizar, sinvergüenzas que liberar, ciudadanos ricos que complacer. Gracias a esta red, los neocasuistas podrán ejercer su control sobre los mecanismos de la Iglesia, influir en la elección de los candidatos para los altos cargos, tejer alianzas que pondrán en peligro la existencia misma de la Iglesia.
1. Lo más preocupante acerca de los casuistas es su desinterés por la verdad. En ellos observamos un relativismo, incluso un escepticismo, que hace que respecto a la moral se deba actuar según la norma más probable. Debemos elegir la norma que, en esas circunstancias, parece agradar más a esa persona, a ese director espiritual, a ese público. Esto vale tanto para la Ciudad como para los hombres. Todos deben hacer su elección, no en función de la verdad, sino en función de las circunstancias. Las leyes mejores son las que más gustan, y las que gustan al mayor número de personas. Asistimos, así, a la expansión de una religión del pietismo, o incluso a un utilitarismo individualista, porque la preocupación de gustar a los otros ya no apaga la preocupación de gustarse a sí mismos.
2. Con el fin de agradar, los casuistas deben estar a la moda, deben estar atentos a las novedades. Los Padres de la Iglesia de las generaciones precedentes y los grandes teólogos del pasado, incluso reciente, son presentados como inadecuados para la situación actual de la Iglesia. Han sido superados. Para estos casuistas la tradición de la Iglesia tendría que ser filtrada y sometida a una revisión radical. Nosotros -aseguran con seriedad los neocasuistas-, nosotros sabemos lo que tiene que hacer la Iglesia hoy para agradar al mundo (cfr. Jn. 9). El deseo de agradar tiene como objetivo, en particular, a los vencedores. La nueva moralidad social y política tiene que ocuparse de estas personas, que tienen un tenor de vida que hay que proteger o incluso mejorar; tienen que mantener su estatus. ¡Peor para los pobres, que no tienen las mismas obligaciones mundanas! Ciertamente, habrá que agradar también a los pobres, pero hay que reconocer que ellos son menos «interesantes» que las personas influyentes. ¡No todo el mundo puede ser un vencedor!
La moral de los casuistas se asemeja, a fin de cuentas, a una gnosis destilada en círculos seleccionados; a un saber, digamos, esotérico que se dirige a una minoría de personas que no sienten en absoluto la necesidad de ser salvadas por la Cruz de Jesús. El pelagianismo raramente ha florecido tanto.
3. La moral tradicional de la Iglesia ha reconocido siempre que hay actos objetivamente malos. Esta misma teología moral reconoce también, y desde hace mucho tiempo, la importancia de las circunstancias. Lo cual significa que para calificar un acto se deben tener en cuenta tanto las circunstancias en las que el acto ha sido realizado, como los grados de responsabilidad. Esto es lo que los moralistas llaman imputabilidad. Los casuistas de hoy proceden como lo hicieron sus precursores: minimizando la importancia de la moral tradicional y amplificando desmedidamente el papel de las circunstancias. Apenas se da cuenta, la conciencia es llevada a engaño porque se deja desviar por el deseo de agradar.
Como se puede constatar por los medios de comunicación, los casuistas están a menudo fascinados por un mundo que está destinado a desaparecer. Se olvidan con demasiada frecuencia que con Jesús un nuevo mundo ya ha comenzado. Recordemos el punto central de la historia humana: «El mundo viejo ha pasado (…). Mira que hago un mundo nuevo» (Ap. 21, 4-5). Escuchemos de nuevo a San Pablo: «Tenéis que renovar el espíritu de vuestra mente y revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ef. 4, 22-23).
4. La acción de los casuistas de hoy no afecta sólo a la enseñanza moral de la Iglesia. Afecta de igual modo a toda la teología dogmática y, en particular, a la cuestión del magisterio. Este punto se resalta demasiado poco.
La unidad de la Iglesia está en peligro allí donde se sugieren proyectos con un fin, a menudo demagógico, de descentralización, ampliamente inspirados en la Reforma luterana. ¡Depender más de los príncipes de este mundo que reforzar la unidad en torno al Buen Pastor!
La santidad de la Iglesia está en peligro allí donde los casuistas se aprovechan de la debilidad de los hombres y predican una devoción fácil y que olvida la Cruz.
La catolicidad está en peligro allí donde la Iglesia se aventura por la vía de Babel y subestima la efusión del Espíritu Santo, el don de lenguas. ¿Ya no es él, el Espíritu, el que une la diversidad de aquellos que une la misma fe en Jesús, Hijo de Dios?
La apostolicidad de la Iglesia está en peligro allí donde en nombre de una malentendida dispensa, una comunidad, un «partido», se ven liberados de la jurisdicción del obispo y se considera que dependen directamente del Papa. Muchos neocasuistas son dispensados. ¿Hay quien dude de que esta dispensa debilita a todo el colegio episcopal?
Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares) y Juan Miguel Prim (sacerdote de la diócesis de Alcalá de Henares).