El tramo de cirios verdes no quería salir. Los más viejos del lugar sabían que lo que esa mujer tímida con la que habían estado hablando durante la puesta en la calle de la cofradía iba a cantarle a la Esperanza sería histórico. Por dos razones. Porque nunca una soprano del primer escalafón mundial se había puesto a los pies de la Reina durante la Madrugada. Y porque nunca una cantante lírica curtida en mil avatares se había visto superada por su emoción durante la interpretación del Ave María de Charles Gounod, una obra que la voz de Ainhoa Arteta llevó hasta los más recónditos confines de la basílica de la Macarena cuando la cuadrilla estaba ya preparada para la primera chicotá de la Noche de Sevilla. (Ver abajo el vídeo.) La maestra de San Sebastián venía ya compungida tras haber tenido los ojos del Señor de Pasión a la altura de los suyos en la esquina de la calle Cuna con Laraña, casa del marqués de la Motilla, donde estuvo acompañada por las dos mujeres que le han abierto las puertas de las entrañas de la ciudad: las hermanas Carmen e Isabel Cobo, marquesa de Benamejí.
Tras esa experiencia, Arteta se fue a la Macarena, donde esperó sentada durante dos horas en una silla de Quidiello hasta que la junta de la hermandad le indicó el momento exacto en el que podía cantar. La soprano pidió un vaso de agua natural, que no agotó en todo el tiempo que estuvo allí, y conversó con los hermanos más antiguos durante la espera. «Ojalá mi carrera me permita comprarme una casa en Sevilla porque esta ciudad es mi debilidad», le contó a uno de ellos. Estaba claramente afectada por la emoción. Habló apenas un minuto con José Enrique Ayarra, el organista de la Catedral, para coordinarse. «Yo voy a estar abajo, ante la Virgen. Cuando me dé la vuelta y le levante el pulgar, ya puede usted comenzar», fue la consigna de la cantante. Mientras ese momento llegaba, se asomó al balcón de la casa hermandad a ver salir al Señor de la Sentencia hasta el Arco. Luego volvió a su silla, en el otro flanco de la basílica, exactamente situada en el museo. Un nazareno de los de mando en plaza le preguntó sus impresiones sobre la Virgen. Y ella fue directa: «Nunca vi algo igual. Ahora puedo entender perfectamente la devoción que le tienen. Una mujer antes me ha contado que a ella la curó y estaba absolutamente convencida de ello. Y lo entiendo perfectamente». De pronto, los últimos nazarenos se apresuraron a tomar sus puestos. «Ahora, ahora», avisó uno. Arteta se puso delante del pasopalio ocupando el puesto de capataz. Buscó a Ayarra con la mirada en el órgano. Y todo comenzó. Apretó la mano de una de sus amigas y anfitrionas y en apenas tres minutos firmó uno de los momentos de mayor hondura que se conocen en la Semana Santa de Sevilla. En las últimas sílabas, de hecho, la soprano se derrumbó. Lloró desconsoladamente durante los siguientes diez minutos. «Ha sido el momento más emocionante de mi carrera», acertó a decir. Incluso recordó que había logrado mantenerse entera cantando en el funeral de su madre y, sin embargo, no lo consiguió ante la Macarena.
Acompañó al palio como pudo hasta el bar Plata. Y allí decidió fundirse entre la gente sin hacer ruido, humildemente, tratando de pasar desapercibida. Lo logró hasta que amaneció, hora en la que fue reconocida de nuevo viendo recogerse a la Esperanza de Triana cerca de otra de sus grandes amigas sevillanas, Susana Díaz. Dice que no olvidará todo lo que vivió y sus lágrimas son los mejores certificados de que dijo la verdad. Pero Sevilla tampoco la olvidará a ella. Seguro que no.
Publicado en ABC.