Luis XIV reinó sobre Francia durante 72 años (1643-1715). Recibió una formación religiosa devota que abandonó durante buena parte de su vida. Pero tras su conversión personal, su empeño fue volver a la vieja unidad de fe de su reino, rota por el protestantismo. El historiador Yves Chiron ha explicado este proceso en un artículo integrado en el dossier consagrado al "Rey Sol" por el número 332 (enero 2021) de La Nef:
Luis XIV y la Iglesia
Cuando se anunció su nacimiento en 1638, el pueblo le dio al futuro Luis XIV el sobrenombre de "Deodato" porque su nacimiento, tras veintitrés años de matrimonio entre Luis XIII y Ana de Austria, había sido "si no milagroso, sí inesperado", anunciado por visiones y conseguido por oraciones públicas y privadas. Huérfano de padre antes de cumplir los cinco años, recibió una educación cristiana y su madre le inculcó firmes prácticas devocionales.
Si bien en su vida personal fue poco virtuoso por la cantidad de amantes que tuvo -e hijos nacidos de estos adulterios-, "siempre conservó un gran respeto por la religión" y, según la justa observación del abad Choisy en sus Memorias, "en más de una ocasión, con escándalo por parte del pueblo, pero de manera edificante según los sabios e estudiosos, prefirió alejarse de los misterios sagrados [los sacramentos] que acercarse a ellos de manera indigna".
Según los historiadores, el rey se convirtió en 1680, después del asunto de los venenos [affaire des Poisons: entre 1677 y 1682, varios adivinos y miembros de la aristocracia fueron acusados de envenenamiento y brujería, lo que llevó a la ejecución de treinta y seis personas; la investigación se cerró por orden del rey en 1680] y su alejamiento de Mme de Montespan [implicada en dicho asunto].
Luis XIV se mantuvo a partir de entonces fiel a la comunión sacramental (cinco veces al año) y en 1683, tras la muerte de la reina, se casó en secreto con Mme de Maintenon, a la que se le atribuye una gran influencia sobre la política religiosa de Luis XIV. En verdad, ella influyó más sobre su comportamiento privado que sobre sus decisiones públicas en cuestiones religiosas.
Retrato de Luis XIV por Hyacinthe Rigaud (1701, detalle). Museo del Louvre.
El concordato en vigor desde 1516 le concedía al rey la responsabilidad de nombrar a los obispos del país -había 124 diócesis al final del reino-, si bien la investidura canónica le correspondía al Papa. Luis XIV ejercía esta responsabilidad con seriedad gracias a la ayuda del Consejo de la Conciencia, en el que los confesores del rey jugaban un papel fundamental (los jesuitas padre La Chaise a partir de 1675 y padre Le Tellier a partir de 1709).
En sus importantes Mémoires pour l'instruction du Dauphin, Luis XIV aconsejó a su hijo [el Delfín] considerar solo tres criterios para estos nombramientos: "El saber, la piedad y la conducta". En su estudio sobre la carrera y las actividades de unos 250 obispos y arzobispos nombrados por Luis XIV, el historiador británico Joseph Bergin demuestra que el rey promovió en general a un clero bien formado, devoto y buen administrador, siguiendo las directrices del Concilio de Trento.
El galicanismo
Las relaciones entre el rey y el papado (durante su reino hubo siete papas) fueron a menudo difíciles y estuvieron marcadas por crisis diplomáticas y doctrinales. Luis XIV se nombró defensor de "las libertades de la Iglesia galicana". Entre estas "libertades" estaba la regalía, una costumbre más que un derecho y según la cual, cuando una diócesis estaba vacante, el rey podía disponer de sus ingresos y nombrar a los beneficiarios hasta que fuera nombrado un nuevo obispo. En 1673, Luis XIV impuso esta costumbre a todas las diócesis del reino, lo que provocó un conflicto con el papado.
Más doctrinal fue la Déclaration sur la puissance ecclésiastique, en gran medida redactada por Bossuet y por el arzobispo de Reims, y adoptada por la Asamblea del Clero el 19 de marzo de 1682. En sus cuatro artículos afirma: los "jefes de la Iglesia" no pueden destituir a los reyes o soberanos, ni separar a sus súbditos de sus vínculos de obediencia y fidelidad; la autonomía del concilio está por encima del Papa; el Papa debe respetar los privilegios de las Iglesias particulares, tanto en el ámbito temporal como espiritual; el Papa no puede pronunciar un juicio "irreformable" salvo con "el consentimiento de la Iglesia".
El Papa no podía aceptar esos cuatro artículos, impuestos a través de edicto real a las facultades de teología del reino, a los seminarios y a todos los predicadores. Inocencio XI se negó a conceder la investidura canónica a los obispos nombrados por el rey. En 1688 hubo hasta 35 sedes vacantes. La discrepancia no se resolvió hasta el pontificado de Inocencio XII (1691-1700), gracias a una carta personal que el rey dirigió al Papa el 14 de septiembre de 1693.
El jansenismo
En la disputa jansenista, Luis XIV demostró ser un aliado, a veces demasiado solicito, de las decisiones pontificias. La primera condena doctrinal del jansenismo (bula In Eminenti, de Urbano VIII) fue emitida en 1643, el mismo año en que Luis XIV subió al trono. Diez años más tarde, la bula Cum occasione, de Inocencio X, condenaba cinco propuestas heréticas sobre la gracia y la predestinación atribuidas a Jansenio. Cuatro obispos rechazaron el formulario de sumisión y una larga disputa agitó el reino, en la que Pascal sobresalió con sus mordaces Cartas provinciales. En 1661, año en el que inauguraba su reino, Luis XIV impuso, mediante una interrupción del Consejo, la firma del formulario antijansenista; las religiosas de Port-Royal se negaron y fueron privadas de los sacramentos.
Tras un periodo de calma de varios decenios, Luis XIV, inquieto por la persistente influencia de los jansenistas en el clero y en parte de la élite, obtuvo del Papa Clemente XI la bula Vineam Domini (1705). Las religiosas de Port-Royal-des-Champs se negaron a aceptar la enseñanza de esta bula, por lo que la congregación fue dispersada en 1709 y su monasterio destruido el año siguiente. Luis XIV también le pidió al Papa que condenara las tesis agustinas y jansenistas apoyadas por el teólogo Quesnel en sus Réflexions morales. La bula Unigenitus (1713), que condenaba 101 propuestas, superó lo que el rey esperaba. Paradójicamente, en algunas de sus enseñanzas esta bula favorecía la formación de un frente galicano-jansenista contrario al poder del rey y el magisterio pontificio.
"Una fe, una ley, un rey"
El edicto de Nantes (1598) había puesto fin a las guerras religiosas concediendo la libertad de culto a los protestantes dentro de unos límites y, también, ciertos derechos civiles, políticos e incluso militares.
A principios del reinado de Luis XIV, el reino contaba alrededor de un millón de protestantes y novecientos templos y lugares de culto. Acabar con la herejía fue uno de los juramentos que el rey prestó en su coronación. Respecto al protestantismo, la política de Luis XIV no varió, si bien tuvo un crescendo en sus decisiones. Quiso aplicar con rigor el edicto de Nantes y mediante otros edictos favoreció las conversiones al catolicismo y redujo los privilegios de los protestantes (prohibió los matrimonios interconfesionales, favoreció financieramente las conversiones, imposibilitó la realización de sínodos sin la autorización real, suprimió las academias de teología protestantes, etc.).
"Alegoría de la revocación del edicto de Nantes" (detalle), óleo sobre tela de Guy Louis Vernansal el Viejo (1687). Representa al Rey rodeado por la Caridad, la Justicia, la Fe y la Iglesia. Imagen: Palacio de Versalles.
Las "dragonadas" [de "dragón", cuerpo militar] fueron, a partir de 1681, la imagen de las conversiones forzosas. Se trataba de la obligación, en las regiones protestantes, de albergar a las tropas, de la que se libraban los conversos. Esto tuvo consecuencias: "Las dragonadas tuvieron como resultado de 300.000 a 400.000 'nuevos conversos'; a veces se trataba de una simple firma de abjuración, a veces ni siquiera había firma. Muchos protestantes huían cuando sabían que llegaban los dragones".
El edicto de Fontainebleau (octubre de 1685) revocó el de Nantes. A los ojos del rey no fue una medida brutal y una manifestación inesperada de intolerancia, sino el logro de la política llevada a cabo desde hacía casi un siglo y consecuencia de las numerosas conversiones de los años anteriores. "Dado que la mayor y mejor parte de nuestros súbditos pertenecientes a la religión reformada han abrazado el catolicismo..., todo lo que fue ordenado en relación a dicha religion es inútil", se puede leer en el prólogo del nuevo edicto.
Con el culto protestante ya prohibido, todos sus templos fueron cerrados y derribados; a los protestantes que habían huido al extranjero se les concedió cuatro meses para volver so pena de ver sus bienes confiscados; a los pastores se les obligó a convertirse o a abandonar el reino en quince días. No se expulsaba a los fieles protestantes del reino ("no podían ser molestados ni acosados", precisa el edicto), pero no podían practicar públicamente su religión.
En resumen, esta "Francia toda ella católica" deseada por el rey dejaba libertad de conciencia, pero no libertad de culto; como sucedió a partir de 1680, Luis XIV no suprimió la corte, pero quiso que estuviera toda ella impregnada "del perfume del ejemplo y la piedad cristianas".
Traducido por Elena Faccia Serrano.
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