El 7 de septiembre se difundió la muerte de José Miguel Odero, doctor en Filosofía y Teología, sacerdote del Opus Dei, durante muchos años profesor en la Universidad de Navarra.

Fue pionero entre los académicos españoles en estudiar y divulgar con seriedad la obra de J.R.R. Tolkien, primero con artículos en revistas culturales, de literatura o filosofía, y luego con su estudio "JRR Tolkien: Cuentos de Hadas" (1987), de los primeros en español sobre esta obra. También escribió sobre temas filosóficos (sobre Kant, por ejemplo) y realizó junto a su hermana una de las primeras biografías literarias en español sobre C.S.Lewis.

Pese a las enfermedades que le debilitaban, colaboró con la Sociedad Tolkien Española cuando se fundó en los años 90 y fue director de las tesis de literatura sobre Tolkien del sacerdote argentino Ricardo Irigaray y de Eduardo Segura, profesor en la Universidad de Granada y uno de los mayores expertos y traductores sobre la obra de Tolkien en España.

Algunos aficionados de Pamplona que visitaban a Odero para hablar de fe y literatura lo comparaban con "Bilbo ya mayor en Rivendel": a la vez erudito, acogedor y frágil. Eduardo Segura ha escrito unas líneas sobre la figura de Odero para ReL.

En la foto, José Miguel Odero en 1981, en la investidura de doctores en la Universidad de Navarra.

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En la muerte de José Miguel Odero

por Eduardo Segura

Conocí a José Miguel Odero en 1987. Y digo “conocer” porque su estudio J.R.R. Tolkien. Cuentos de hadas, tan breve como profundo, poseía la peculiar virtud de esos pocos grandes libros que, más allá de ser muestra de erudición, revelan en plenitud el alma del autor. Desde el momento de su publicación, aquel ensayo se convirtió en un hito de auténtica vanguardia, pues casi nadie había escrito algo de ese calibre respecto del inventor de la Tierra Media, y pocos lo han hecho después.

Algunos años más tarde, cuando decidí realizar mis estudios de doctorado sobre El Señor de los Anillos, pensé en el privilegio que supondría contar con la guía de aquel sacerdote sabio como director. Lo llamé a su despacho de la Universidad de Navarra, y su cálida voz me acogió con amabilidad y un cierto punto de prudencia. ¿Hasta qué punto era serio mi propósito? ¿Era sólo el afán de uno de esos lectores tan asiduos de Tolkien, que llegan a perder toda capacidad de ser objetivos? ¿Se trataba de un nuevo quijote perdido en quimeras caballerescas, imaginativas, o había un propósito más firme, de calado y ambición permanentes?

A fin de resolver esas dudas me emplazó a visitarlo en Pamplona. El 19 de febrero de 1994, mientras nevaba serenamente sobre la ciudad, conversamos durante cuatro largas horas acerca de Tolkien y mi proyecto. Sin darme cuenta —pues una de sus muchas virtudes era esa particular forma de amabilidad que es prebenda del alma humilde—, fui examinado en profundidad y, gracias a Dios, aprobado y elegido para ser su doctorando.

A partir de aquel feliz momento pasé a considerarlo mi maestro, aunque él nunca aceptó ser llamado así. ¿Qué señal más plena de total merecimiento que esa renuencia?

La grandeza de José Miguel Odero, de su alma verdaderamente sacerdotal, no nacía de sus vastísimos conocimientos, de su voracidad como lector, de su plena sabiduría. Aquejado de diversas enfermedades que comenzaron a manifestarse a mediados de los años 80, vivió su vida con la entrega del que se sabe llamado a asemejarse a Cristo doliente.

Nuestras reuniones de trabajo, que a menudo tenían lugar a horas intempestivas a causa de sus trastornos de sueño, eran siempre ocasiones de aprender no sólo en el ámbito sapiencial, sino en el de las lecciones de vida, esa trama que teje nuestro crecimiento en espíritu y en verdad.

Durante veintiocho años de trato jamás lo oí quejarse. En cambio, atesoro cartas y correos electrónicos innumerables en los que se lee entre líneas tanto el sufrimiento sereno como el progresivo proceso del alma que busca activamente la identificación con su Modelo.

José Miguel Odero era un hombre santo. De eso no me cabe duda. Yo fui agraciado con el privilegio de conocerlo, y presencié algunos de esos momentos en que los disgustos de la vida, las soledades, las aristas que la mezquindad humana hace afiladas y que nos arañan, lejos de robarle la paz le otorgaban la plena libertad del que ama del todo.

Maestro: descanse ya y para siempre en la paz de Dios.