Algunas de las características de las sociedades occidentales son la caída del compromiso en grandes ideales, la reivindicación infinita de derechos y el desprecio de las obligaciones y responsabilidades. La persona no quiere asumir las consecuencias de sus actos. El individualismo rampante provoca que los ciudadanos lejos de ver el bien común y luchar por él se queden únicamente en la búsqueda de sus deseos y caprichos. Esto es lo que ha creado la tiranía del emotivismo, la cual es analizada en la revista Misión, publicación de suscripción gratuita y la más leída por las familias católicas en España, en este artículo, que por su interés ofrecemos íntegro a continuación:
La tiranía del emotivismo. Esclavos de deseos y caprichos
“Siento que soy una persona atrapada en un cuerpo equivocado”, es una frase que desgraciadamente cada vez se escucha más. Es la máxima de que uno puede ser lo que siente. Y la ley ya lo reconoce. Por otro lado, en una entrevista, una joven llamada Judith hablaba de su proyecto vital: “No he querido tener hijos; he mirado por mí y por mi carrera. Según iba viviendo, iba haciendo más cosas y al final, pues oye, que los tengan otros”, explicaba. Su afirmación refleja lo que recoge en su barómetro The Family Watch: la mayoría ya no quiere tener hijos, sino que por encima hay multitud de prioridades destinadas a buscar el bienestar propio. Ambos casos, a priori, parece que no tienen relación, pero son dos extremos de un cambio que se ha ido produciendo paulatinamente y que ha llevado a la victoria del emotivismo, la imposición del deseo sobre la moral y la razón. Es una consecuencia lógica de la llamada “dictadura del relativismo”, de la que tanto alertó en su día Benedicto XVI.
Personas más maleables
La sociedad ha sido permeada por un espíritu blandengue, superficial, perezosa para razonar y, ni qué decir, incapaz de comprometerse con nada que vaya más allá de lo que apetece o se desea. Los programas de televisión, los realities, los vídeos que se reenvían por WhatsApp o los contenidos de las redes están en muchos casos ideados exclusivamente para sacudir las emociones o alimentar desordenadamente el deseo inmediato.
“El emotivismo ha borrado de nuestra memoria que a veces hemos de cumplir con nuestras obligaciones, aunque no sintamos nada al hacerlo, y que algunas cosas es necesario hacerlas no porque yo me sienta así o asá con ellas, sino simplemente porque son mi deber”, explicaba el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz en su artículo El imperio del emotivismo.
Para Pedro Herrero, experto en comunicación política, lo que hoy se ve es la sintomatología de un fenómeno que comenzó con la ruptura a mediados del siglo pasado de un orden social establecido desde hace siglos. “Se dio una revolución basada en el deseo, la del Mayo del 68, que decía que ya no había verdades fundamentales. La visión del deber, central para dar origen a la civilización con la noción de responsabilidad y obligación social hacia el otro, fue sustituida por las élites por un nuevo orden social basado en el deseo”, relata a Misión. Es en este punto donde instituciones como la familia o la comunidad empezaron a ser relegadas a un segundo plano.
Además, esta corriente en la que todo pasó a ser líquido, acabó transformando lo malo en bueno o, al menos, en justificable. Los vientres de alquiler, el divorcio, el poliamor, la ideología de género, el abandono de los ancianos, la falta de compromiso o el no querer tener hijos… Ya no hay verdad o mentira, bien o mal, todo se puede adecuar para lograr el fin –nunca mejor dicho– deseado.
En su opinión, se ha pasado de un mundo donde la gente podía ser explotada a otro donde hay un agotador exceso de deseo, atención y conexión constante, que Herrero define como la “dictadura del yo”, en la que la persona “vive constantemente en una proyección” sobre el qué haré, a dónde iré, qué sentiré, qué compraré, qué más tendré…, lo que le impide ver más allá de uno mismo.
Un baño de realidad
Pero el emotivismo lleva a chocar con un muro: el de la realidad. Josep Miró i Ardèvol, presidente de E-Cristians, señala a Misión que el emotivismo es “una forma de vida que encuentra respuesta en la frustración, la autoayuda, las creencias mágicas, el ‘vivir a tope’, la alienación y las adicciones que te evadan de la realidad”. Este tipo de sociedad –agrega– genera personas más débiles, maleables y desvinculadas, debido a que “el sujeto sin tradición ni comunidad y, por tanto, sin posibilidad de adquirir las virtudes, está más expuesto que nunca a la manipulación”.
Sin embargo, Herrero percibe una reacción contra esta hegemonía emotivista. Frente a una vida centrada en el yo reivindica la alternativa de tener un propósito en la vida y la celebración de lo bello y lo bueno: “Es precisamente hoy cuando esa fuerza emotivista ha convertido a la mayor parte de las personas en sujetos a la intemperie, que las propuestas de vida buena de los católicos ganan más calidad y valor”.
Una reacción en marcha
Herrero afirma que es momento de dejar de lamentarse y de mostrar “una propuesta robusta en términos de valores, propósito y sentido, pues hay una parte de la sociedad que ve que lo que proponemos es más sólido que en lo que ellos están apoyados, por lo que de esta situación de debilidad puede nacer un orden más sólido, virtuoso y verdadero”. La belleza de la familia, entre tanta soledad e individualismo, es una muestra de alternativa, porque son cada vez más los que se lamentan de no haber tenido aquello que vivieron en su infancia o que ven en familias felices con hijos.
Es preciso hacer frente a esta corriente de emotivismo y a partir de ahí transformar la sociedad. ¿Cómo hacerlo? “Viviendo la fe en comunidad y tradición, saliendo de uno mismo sin quedarse entre las cuatro paredes de la zona de confort de ‘los nuestros’, presentando ante la cultura hegemónica la alternativa cristiana, y sobre todo, ofreciendo una fuerte razón de vivir, un horizonte de sentido, así como una esperanza y alegría encarnada en el testimonio”, concluye Miró.
Individuos rotos y volubles
Josep Miró i Ardévol alerta en Misión que “en el emotivismo los juicios de valor y, más específicamente, los juicios morales, no son más que expresiones de sentimientos o preferencias meramente subjetivos que no pueden asumir un valor de verdad. En este contexto no es posible educar, ni construir el bien común, ni establecer un diálogo razonador sobre las cuestiones públicas. La sociedad se polariza y fragmenta en individuos cada vez más solos, que se agrupan en volubles comunidades de sentimientos”. ¿Te suena?