Tenía tres lunares en el lado izquierdo de la cara y sus facciones eran agradables y regulares. Pero todas las imágenes nos representan a la santa de Ávila mirando al cielo, con los ojos medio entornados. No con la vista puesta en algo terrenal como una mesa bien surtida. "Nadie busque la abundancia y el regalo en los conventos carmelitas", ha escrito Ángel Aponte, doctor en Historia Moderna, que nos guiará en esta búsqueda de los alimentos terrenales de Santa Teresa, la andariega mística de Ávila, cuyo "comer ordinario" fue las más de las veces "una escudilla de lentejas y un huevo".
De cría, Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada (15151582), gozó de comida abundante y sabrosa (para los gustos de la época) en la casa familiar. No en vano su padre, Alonso Sánchez de Cepeda, ejercía el fielazgo (o fiel almotacén) en la aristocrática Cuadrilla de Blasco Jimeno o de San Juan, un barrio intramuros en la hidalga Ávila de los 88 torreones. Don Alonso era el encargado de controlar los pesos y medidas de comercios y mercados públicos del barrio donde habitaban los nobles abulenses y uno intuye que, de tanto trajinar entre manjares y viandas, algo bueno llevaría para casa.
Claro que hay que ponerse en la España del siglo XVI donde todo era escaso y caro. "Muchos españoles del tiempo de los Austrias se iban a dormir con las tripas desasosegadas", escribe Aponte. Los conventos, mansiones y moradas para las damas entregadas a la vida contemplativa, vivían de la comida de limosna y recibían como una bendición unas sencillas granadas o media docena de limones y algún besugo escabechado llegado de Sevilla.
Con una alimentación tras prosaica, no sabemos bien de dónde sacaba fuerzas Santa Teresa para sus dos grandes aficiones: cantar y, sobre todo, bailar. Hay textos que la describen danzando con el Niño Jesús en brazos, su mística pareja de baile. La santa bailaba pavanas y danzas "altas y bajas", acompañada por vihuelas de arco, arpas e instrumentos de cuerda pulsada. Dicen que tenía muy buena voz para las coplas.
Aunque la santa impone en las Constituciones de sus Carmelitas Descalzas la prohibición de comer carne, Teresa de Ávila, está siempre atenta al bienestar doméstico de sus pupilas. Pide, por ejemplo, a su hermana Juana que le envíe pavos para las monjas de la Encarnación o agradece la llegada de 62 aves destinadas a alegrar los platos de unas hermanas enfermas. También conservamos una carta en la que la santa escribe al padre Jerónimo Gracián sobre el ánimo de Isabel de Jerónimo, una monja "melindrosa" en lo divino "que tiene flaca la imaginación" y a la que convendría "hacerla comer carne algunos días".
La carne, de todos modos, era un bien escaso y los guisos de la época (con piezas ´faisandadas´ cuando no directamente corrompidas por falta de refrigeración) trataban de disimular con especias (canela, azafrán, cilantro) los nauseabundos aromas que dominaban los mercados... y las calles, donde imperaba la costumbre de arrojar desde las casas los bacines rebosantes de orines y heces al grito de ‘¡agua, va!’. Se acompañaba la carne que se pudiera apañar con nabos, berzas, calabazas, repollos y habas. También era de uso común tomarlas en salazón, la mayoría de las veces de vaca, cecinas y embutidos. Tenían éstos un aspecto grisáceo y mortecino, alejado de los tonos carmesís de nuestros días, porque el pimentón que ya venía navegando desde América aún no era de uso común en España.
Los pescados escabechados, secados al aire, ahumados y en salazón transitaban igualmente por las mesas más pudientes mientras que la gente del común se contentaba con bacaladas en salazón. También con abadejos y cecial, como se llamaba a la merluza seca y salada. A Ávila (y pese a los neveros y al tránsito de los arrieros) apenas llegaba pescado fresco que no fuera de río. A la santa, además, no le sentaba bien la pesca aunque en alguna ocasión mostró su aprecio por el atún de almadraba y por el tollo, nuestro andaluz cazón, suponemos que tomado en adobo, en verde o ´en colorao´.
Todo se freía entonces en tocino, menos en Cuaresma, cuando se aparejaban los guisos con aceite de oliva para cumplir con los preceptos de la Iglesia. Los huevos omnipresentes se preparaban de mil formas: dulces, esponjados, atabalados, fritos, cocidos, mecidos, rellenos, dorados... Por herencia judía en las mesas con posibles había ricos dulces, pasteles trenzados, almojábanas y frutas de sartén, almíbares y confites.
Las frutas frescas estaban desaconsejadas, fuera de las granadas, las uvas, los melones (tanto de invierno como de verano), las naranjas y los limones. Tomar agua no estaba bien visto porque debilitaba, y dadas las condiciones higiénicas de la época, con pozos y arroyuelos contaminados, un trago mal dado podía llevar al otro barrio al incauto bebedor. Eso sí, le pegaban al vino de lo lindo, vinos de todas partes donde creciera la viña, siendo más apreciado el tinto que el blanco, que se aromatizaba con cuanta sustancia pudiera darle sabor. Entre las damas triunfaba el ´hipocrás´, un morapio cargado de especias llegadas de Oriente. De forma tímida empezaba a llegar el cacao, que se convertiría más tarde en vicio y fuente de adicciones, sobre todo, y como relata Gabriel García Márquez en su Amor en los tiempos del cólera, tomado con miel fermentada.
Santa Teresa mostró "su desagrado por el mal carnero" (capado o cojudo: entero) y señaló su gusto por tomarse una rebanada de pan frito, la pequeña golosina en una mujer de nulas pasiones terrenales. También escribió que las nueces eran muy buenas "para el relajamiento de estómago".
Apunta la dama como capricho algunos bocados al dulce de cidra (fruta parecida al limón) y unos dátiles que entregó a unas monjas para un viaje. En julio de 1577 le enviaron a Teresa de Ávila unos cocos desde Sevilla considerados todavía "cosa de ver", por lo extraño.
Ante semejante penuria gastronómica, la santa de Ávila animaba a las monjas a que aceptasen con entereza la mala pitanza "acordándose de la hiel y vinagre de Jesucristo". Al tiempo, les pedía que, por lo menos, aderezasen bien la exigua comida "de manera que puedan pasar con aquello que allí se les da, pues no poseen otra cosa". Como escriben Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink en su canónica biografía de Santa Teresa, las monjas salían del paso con lo que les ponían en los tornos y recibían de limosna -pan de convento, como lo llamaba la santa- y así, lidiando jornadas y caminos, amanecían con Dios.
Artículo publicado originalmente en El Correo.