La irrupción bibliográfica, a nivel mundial, del cardenal Robert Sarah como luz segura en tiempos confusos ha sido posible gracias a Nicolas Diat, ensayista y editor francés cuyas conversaciones con el purpurado guineano, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, dieron lugar a tres obras de éxito: Dios o nada, La fuerza del silencio y, desde hace pocas semanas en el mercado en español, Se hace tarde y anochece

Nicolas Diat, junto al cardenal Sarah.

Diat ganó el año pasado uno de los premios que otorga la Academia Francesa, el que lleva como nombre el del cardenal Jean-Marie Lustiger (1926-2007), por su obra Un temps pour mourir. Derniers jours de la vie des moines [Un tiempo para morir. Los últimos días de la vida de los monjes], donde a través de las tradiciones de ocho grandes monasterios (franceses benedictinos, cistercienses, trapenses, cartujos...) explica cómo afrontan el  momento de la muerte unos hombres que se han apartado del mundo prácticamente solo para preparar ese paso a la vida verdadera. Diat introduce al lector en la vida cotidiana de la Gran Cartuja, de Solesmes, del Císter, de Fontgombault, de Lagrasse, de Mondaye, de Sept-Fons y de En-Calcat, viviendo con los monjes, interrogándoles por su preparación para ese instante decisivo, y conversando con quienes, por edad o enfermedad, lo afrontan ya no como algo teórico, sino como una experiencia temida y a la vez deseada.

¿Y qué ha descubierto? “La característica común es la paz", explica. Eso no quiere decir que los monjes no teman el dolor o la perspectiva de la muerte cuando llega. Pero lo que ha encontrado en todas las experiencias y testimonios de su libro es "la paz", y no una paz fingida o sobreactuada, sino "una certeza, una evidencia": "Más allá del sufrimiento, del dolor, de las dudas, creo que también hay una característica común a estos testimonios, y es la alegría".

Diat comparte estas reflexiones con Odon de Cacquerey en una reciente entrevista en L'Homme Nouveau, en la que ofrece las razones para esa paz y esa alegría: "Los monjes con quienes he hablado dejan este mundo con la conciencia de haber sido hasta el final lo que Dios les había pedido ser. Lo que no impide caminos tortuosos o últimas horas exigentes. La muerte nunca es fácil... Pero creo que la alegría y la paz de los monjes son fruto de horas y horas de oración. Estos hombres tienen la certeza de haber librado el buen combate".

Esos últimos momentos presentan circunstancias nuevas respecto a las seculares costumbres monacales. Hasta hace no muchos decenios, las abadías tenían, según era frecuente en el mundo rural, "un viejo médico de familia": un doctor que les visitaba con frecuencia, les conocía, que era a su vez conocido y querido. La moderna asistencia sanitaria va por otro camino, y ahora ese papel lo desempeñan en el claustro los "padres enfermeros", que ponen humanidad y protección sobre los que se ven aquejados por alguna dolencia más o menos grave. 

Y luego están los problemas añadidos por la hospitalización, cuando se hace precisa, y los dilemas éticos que supone en ocasiones para los monjes. "Los monjes, y sobre todo los abades, deben estar muy atentos para que sus convicciones sean respetadas", comenta Diat: "Recuerdo lo que me contó el abad de Sept-Fons. Tuvo que vérselas con una proposición de eutanasia encubierta, muy sutil, en un protocolo médico que era incapaz de descifrar. Le habría venido bien la ayuda de un médico amigo del monasterio para comprender lo que se le estaba casi imponiendo. Al final decidió llevarse al monje para que muriese en el monasterio, aunque organizando un protocolo médico para aliviar los sufrimientos del religioso". En Fontgombault ese problema lo tienen resuelto porque el padre enfermero fue médico radiólogo, y aunque haya perdido la frescura de la práctica médica, "comprende enseguida lo que sus compañeros de profesión le proponen, no es un monje al que se le pueda venir con cuentos".

En cualquier caso, "el ideal de todos los monjes es morir en su propia abadía, y no en el exterior: con sus hermanos, en sus comunidades y, para los cartujos, en sus propias celdas. Es lo que ellos esperan, lo que desean y por lo que rezan".

La vida es la barca: el abad, el barquero

"Según la regla de San Benito, el abad es el representante de Cristo en su monasterio, lo cual, si ya es una función tremenda, lo es aún más en el momento de la partida", continúa Diat. Por eso "el padre abad es la persona más importante que los monjes vayan a conocer en este mundo, será quien les habrá guiado, quien les habrá acompañado en su vida espiritual. Los monjes pasan de la mirada del abad en la tierra a la mirada de Cristo en el más allá. El padre abad es el barquero del alma. Acompaña a un alma en su recorrido espiritual y lleva a este hermano, a este monje, hasta el auténtico Cristo".

Un rito que impresiona

En 1960, en los albores de la televisión, una cámara entró por primera vez en un monasterio trapense para filmar, entre otras cosas, la muerte y enterramiento de un monje. El programa de RTF (Radiodiffusion Television Française), dirigido por Arnaud Desjardins, contaba con la participación de Louis Pauwels (1920-1997), quien ese año publicaría junto a Jacques Bergier su bestseller mundial El retorno de los brujos, sobre la pervivencia de espiritualidades de todo tipo en un mundo cada vez más materialista. 

Pincha aquí para ver el vídeo. El enterramiento comienza en el minuto 9:03.

La escena del entierro de un monje fallecido impresiona, pero forma parte natural de la vida de los monjes como meta del camino. "En Fontgombault o Solesmes son los mismos monjes, con el hermano carpintero, quienes fabrican sus propios ataúdes. Es emotivo y muy hermoso, porque quien fabrica el ataúd sabe que trabaja para sus hermanos. Es un trabajo encarnado", comenta Diat. Y añade que "en la Gran Cartuja, en el Císter o en Sept-Fons, el monje es enterrado sobre una simple plancha de madera. El cuerpo del difunto, que lleva su hábito  con el capuchón cubriendo la cabeza de forma que se ve poco el rostro, es enterrado sobre una plancha de madera. Los monjes echan paladas de tierra para rellenar el agujero de la sepultura que ellos mismos han cavado antes. Aquí la palabra enterrar adquiere todo su sentido".

En nuestra sociedad, "que no quiere ver la muerte, que hace todo lo posible para maquillarla, que hace de todo para olvidarla", algo así resulta "desconcertante", pero "es bastante sencillo y le otorga a la muerte toda la gravedad junto con toda la simplicidad". Y, sin embargo, también impacta a los monjes jóvenes. Según le contó el prior de la Gran Cartuja, sus costumbres exequiales hace que sean los últimos monjes llegados al monasterio "quienes llevan la cruz, así que están en los primeros lugares, y para ellos no es fácil". Los jóvenes proceden de un entorno que no les ha preparado para lo que van a ver.

Diat confiesa que escribir este libro ha influido sobre su propia visión de la muerte: "Es una relación más pacífica [con esa idea], aunque yo no tenía una angustia particular ante la muerte antes de comenzar mi trabajo".

Aunque la muerte está también en el origen de Un temps pour mourir. La idea surgió visitando la abadía de Lagrasse junto al cardenal Sarah. Allí conocieron al hermano Vincent: "Padecía una enfermedad degenerativa grave que se lo llevó joven. Su historia me afectó profundamente". Un año después de su publicación, le siguen llegando comentarios de personas que, "sean practicantes o no", han leído el libro con alegría, lo que le alegra a él también: "En ese sentido, sé que he sido útil".