En la Unión Soviética, por suerte, un compositor podía ser amenazado de muerte por el estilo usado en la escritura musical.
En 1936 tuvo lugar la representación de la obra Lady Macbeth en el distrito de Mtsensk, de Dimitri Shostakovich. Un mes después, «Pravda» criticó duramente la obra definiéndola «caos más que música» en un artículo anónimo, que algunos atribuyeron al mismo Stalin, quien había asistido a la representación.
No se puede sentir nostalgia por este tipo de episodios, pero si hoy un Jefe de Gobierno asistiera a un concierto, se convertiría inmediatamente en noticia. Entonces no lo era, porque la música se consideraba una cosa seria. El compositor tenía un papel social, como cualquier otro artista o intelectual. Por consiguiente, el poder lo controlaba.
Este era el ambiente en 1931, cuando nació Sofia Gubaidulina en Cistopol, República rusa de Tatarstán. Sofia fue una gran compositora, pero jamás una chica buena, más aún, se obstinó en ir por el «mal camino». Por lo demás, ese consejo se lo había dado precisamente Shostakovich, otro genio que escribió la Sinfonía n. 5 simplificando mucho el lenguaje para hacerle creer a Stalin que había vuelto al modelo del realismo socialista. Pero cuando encontró un talento como Gubaidulina, jamás se le ocurrió aconsejarle que limitara su creatividad; al contrario, la impulsó hacia la dirección opuesta.
Así pues, de manera paradójica, precisamente en un ambiente culturalmente corto de miras, que la había etiquetado como «irresponsable» por su exploración alternativa, se desarrolló el arte original y corrosivo de una de las compositoras más innovadoras y representativas del siglo XX.
«Soy una persona religiosa, rusa ortodoxa, y considero la religión, en el sentido literal de la palabra, algo que une, que restablece un vínculo con la vida. Esta es la tarea más seria que tiene la música». Gubaidulina se autodefine así, y así también define su itinerario artístico y existencial. Pero para hacerlo con la música, es necesario elegir criterios precisos, claros para quien escucha.
Ella apuntó principalmente al aspecto simbólico. «¿Qué quiere decir símbolo? Según creo, la máxima concentración de significados, la representación de muchísimas ideas que existen también fuera de nuestra conciencia. Las múltiples raíces que se encuentran más allá de la conciencia humana se manifiestan también a través de un solo gesto».
Pero Gubaidulina hace mucho más, y relee el sonido mismo en clave simbólica. Por ejemplo, el primer movimiento de la sonata para violín y violonchelo Alégrate se basa en gran parte en el paso del sonido real al sonido armónico (de la concreción a la levedad). Este efecto se obtiene reduciendo la presión del dedo sobre la cuerda. Cuanto más sube el dedo –«asciende», se vuelve liviano–, tanto más el sonido se hace etéreo, el timbre se transfigura. Claro como el agua…
Pero todavía no basta, y entonces la compositora da un ulterior paso adelante. Apoya su mundo simbólico en una inusual combinación instrumental, utilizando un cuarteto de saxófonos y percusiones (en Erwartung) o incorporando el koto (instrumento característico de la música japonesa) en la orquesta.
A veces remite indirectamente a la música popular rusa, como en el caso en que emplea el bayan, acordeón cromático con botones que raramente antes había entrado en la producción artística culta.
Gubaidulina intuyó su gran fuerza expresiva y lo usó a menudo, en particular en un pasaje que muchos consideran una obra maestra: Siete palabras, de 1982, para violonchelo, acordeón e instrumentos de cuerda.
Ya la elección de evocar las últimas siete palabras de Cristo en la cruz sin usar un texto da la medida del grado de abstracción simbólica de un trabajo en el que el violonchelo representa a la víctima, el Dios-Hijo; el acordeón al Dios-Padre; y los instrumentos de cuerda al Espíritu Santo.
Pero la simbología está, sobre todo, en los gestos, en los sonidos. Algunas veces, clara, y otras, más escondida, pero siempre presente hasta el final, donde el violonchelo desplaza gradualmente el arco hacia abajo, hasta llegar al puente en el momento de la muerte. Aquí el sonido se vuelve violento, desagradable, áspero. Pero el proceso no está terminado todavía: el arco pasa sobre el puente, en una parte donde las cuerdas producen un sonido agudísimo, lejano, poco entonado. Es la transfiguración, el paso de un estado al otro.
Gubaidulina es una mujer que no tuvo miedo de cruzar el puente. Claro como el agua…