El padre capuchino italiano Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, empezó el pasado viernes sus predicaciones de adviento ante la Curia romana y el Papa Francisco, centradas este año en el tema de "la Paz".
“La palabra de Dios nos enseña que la paz primera y más esencial es la vertical, entre cielo y tierra, entre Dios y la humanidad”, explicó. “Mientras Adán y Eva están en paz con Dios, hay paz dentro de cada uno de ellos”, observó.
Después, Cantalamessa pasó a explicar el significado de la Cruz y el sacrificio de Cristo para reconstruir la paz entre los hombres, recurriendo para ello a ideas del filósofo y antropólogo René Girard, el padre de la teoría mimética, que reflexiona sobre Cristo como el único "chivo expiatorio" que realmente consigue sanar la violencia, y el único modelo que es sano imitar.
Cantalamessa lo explica así:
»Recientemente ha habido una profundización del pensamiento sobre el sacrificio de Cristo. En 1972 el pensador francés René Girard lanzaba la tesis según la cual “la violencia es el corazón y el alma secreta de lo sagrado” [5].
»En el origen, de hecho en el centro de cada religión, incluida la judía, está el sacrificio, el rito del chivo expiatorio que comporta siempre destrucción y muerte.
»Antes aún de esta fecha, aquel estudioso se había acercado al cristianismo y en la Pascua de 1959 había hecho pública su ´conversión´, declarándose creyente y volviendo a la Iglesia.
»Esto le permitió no detenerse en los estudios sucesivos, en el análisis del mecanismo de la violencia, pero a entender también como salir de la misma.
»Según él, Jesús desenmascara y quiebra el mecanismo que sacraliza la violencia, haciendo de si mismo el voluntario ´chivo expiatorio´ de la humanidad, la víctima inocente de toda la violencia.
Cantalamessa en su predicación ante el Papa y la Curia
»Cristo, decía ya la Carta a los Hebreos, (Hb 9, 1114), no vino con la sangre de otro, pero con la sangre propia. No ha hecho víctimas, pero se ha hecho víctima. No ha puesto sus pecados sobre los hombros de los otros -hombres o animales-; ha puesto los pecados de los otros en sus propios hombros: “El llevó nuestros pecados en su cuerpo en el madero de la cruz” (1 P 2, 24).
»¿Es posible entonces seguir hablando de “sacrificio” de la cruz y, por lo tanto, de la misa como sacrificio? Por mucho tiempo el estudioso citado ha rechazado este concepto, reteniéndolo demasiado señalado por la idea de violencia, pero después, con toda la tradición cristiana, ha terminado por admitir la legitimidad, a condición, dice, de ver en el de Cristo, un tipo nuevo de sacrificio, y de ver en este cambio de significado “el hecho central en la historia religiosa de la humanidad” [6].
»Todo esto nos permite entender mejor en que sentido en la cruz se realizó la reconciliación entre Dios y los hombres. Generalmente el sacrificio de expiación servía a aplacar a un Dios irritado por el pecado.
»El hombre ofreciendo a Dios un sacrificio, ofrece a la divinidad la reconciliación y el perdón. En el sacrificio de Cristo la perspectiva de vuelca. No es el hombre el que ejercita una influencia sobre Dios, para que se aplaque. Más bien es Dios el que actúa para que el hombre desista de la propia enemistad contra Él. “La salvación no inicia con una petición de reconciliación por parte del hombre, sino con la solicitud de Dios de reconciliarse con Él” [7].
»En este sentido se entiende la afirmación del Apóstol: “Es Dios que ha reconciliado con sí el mundo en Cristo” (cf. 2 Cor 5, 19). Y más: “Mientras éramos enemigos, hemos sido reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo” (Rom 5, 10).
Las citas son:
[5] Cfr. R. Girard, La violence et le sacré, Grasset, París 1972.
[6] Cfr. R. Girard, El sacrificio, Milán 2004.
[7] G. Theissen - A. Merz; El Jesús histórico, Queriniana, Brescia 2003, p. 573.
El texto completo de la predicación de Cantalamessa se puede leer aquí.
Para entender algo mejor la propuesta de René Girard que Cantalamessa expone ante la Curia en su predicación, copiamos aquí un extracto del libro de Girard Veo a Satán caer como el relámpago, el más difundido sobre el tema.
Imitar a Jesús que imita al Padre
por René Girard
No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo (Éxodo 20, 17).
La revolución que anuncia y prepara el décimo mandamiento se consuma plenamente en los Evangelios. Si Jesús no habla nunca en términos de prohibiciones y, en cambio, lo hace siempre en términos de modelos e imitación, es porque llega hasta el fondo de la lección del décimo mandamiento.
Y cuando nos recomienda que lo imitemos, no es por narcisismo, sino para alejarnos de las rivalidades miméticas.
¿En qué debe centrarse, exactamente, la imitación de Jesucristo? No es su manera de ser o en sus hábitos personales. Nunca en los Evangelios se dice esto. Tampoco Jesús propone una regla de vida ascética en el sentido de Tomás de Kempis y su célebre Imitación de Cristo, por muy admirable que esta obra sea. Lo que Jesús nos invita a imitar es su propio deseo, el impulso que lo lleva a él, a Jesús, hacia el fin que se ha fijado: parecerse lo más posible a Dios Padre.
La invitación a imitar el deseo de Jesús puede parecer paradójica puesto que Jesús no pretende poseer un deseo propio, un deseo específicamente «suyo». Contrariamente a lo que nosotros pretendemos, no pretende «ser él mismo», no se vanagloria de «obedecer solo a su propio deseo». Su objetivo es llegar a ser la imagen perfecta de Dios. Y por eso dedica todas sus fuerzas a imitar a ese Padre. Y al invitarnos a imitarlo nos invita a imitar su propia imitación.
Una invitación que, lejos de ser paradójica, es más razonable que la de nuestros modernos gurús, que nos invitan a hacer lo contrario de lo que ellos hacen o, al menos, pretenden hacer. Cada uno de ellos pide, en efecto, a sus discípulos que imiten en él al gran hombre que no imita a nadie. Por el contrario, Jesús nos invita a hacer lo que él hace, a que nos convirtamos, exactamente como él, en imitadores de Dios Padre.
¿Por qué Jesús considera al Padre y a sí mismo los mejores modelos para todos los hombres? Porque ni el Padre ni el Hijo desean con avidez, con egoísmo. Dios «hace que el sol se levante sobre los malos y los buenos». Da sin escatimar, sin señalar diferencia alguna entre los hombres. Deja que las malas hierbas crezcan en compañía de las buenas hasta el momento de la cosecha. Si imitamos el desinterés divino, nunca se cerrará sobre nosotros la trampa de las rivalidades miméticas. De ahí que Jesús diga también: «Pedid y se os dará…»
Cuando Jesús afirma que no solo no deroga la Ley, sino que la lleva a su culminación, formula una consecuencia lógica de su enseñanza. La finalidad de la Ley es la paz entre los hombres. Jesús no desprecia nunca la Ley, ni siquiera cuando reviste la forma de prohibición. A diferencia de los pensadores modernos, sabe perfectamente que, para impedir los conflictos, hay que comenzar por las prohibiciones.
Sin embargo, el inconveniente de las prohibiciones es que no desempeñan su papel de manera satisfactoria. Su carácter sobre todo negativo, como Pablo comprendió muy bien, aviva forzosamente en nosotros la tendencia mimética a la transgresión; la mejor manera de prevenir la violencia consiste, no en prohibir objetos, o incluso el deseo de emulación, como hace el décimo mandamiento, sino en proporcionar a los hombres un modelo que, en lugar de arrastrarlos a las rivalidades miméticas, lo proteja de ellas.
A menudo creemos imitar al verdadero Dios y, en realidad, solo imitamos a falsos modelos de autonomía e invulnerabilidad. Y, en lugar de hacernos autónomos e invulnerables, nos entregamos, por el contrario, a las rivalidades de imposible expiación. Lo que para nosotros diviniza a esos modelos es su triunfo en rivalidades miméticas cuya violencia nos oculta su insignificancia.
Lejos de surgir en un universo exento de imitación, el mandamiento de imitar a Jesús se dirige a seres penetrados de mimetismo. Los no cristianos se imaginan que, para convertirse, tendrían que renunciar a una autonomía que todos los hombres poseen de manera natural, una autonomía de la que Jesús quisiera privarlos.
En realidad, en cuanto empezamos a imitar a Jesús, descubrimos que, desde siempre, hemos sido imitadores. Nuestra aspiración a la autonomía nos ha llevado a arrodillarnos ante seres que, incluso si no son peores que nosotros, no por eso dejan de ser malos modelos, puesto que no podemos imitarlos sin caer con ellos en la trampa de las rivalidades inextricables.
Al imitar a nuestros modelos de poder y prestigio, la autonomía, esa autonomía que siempre creemos que por fin vamos a conquistar, no es más que un reflejo de las ilusiones proyectadas por la admiración que nos inspiran, tanto menos consciente de su mimetismo cuanto más mimética es. Cuando más «orgullosos» y «egoístas» somos, más sojuzgados estamos por los modelos que nos aplastan.
* René Girard, Veo a Satán caer como el relámpago. Barcelona: Anagrama, 2002, pp. 30-32