por Mattia Feltri
Italia 2014. Hoy, en el momento en que también la última sociedad “católica” se rinde a la disgregación, el cardenal Scola se atreve a proponer de nuevo, en un libro, la “locura” de la unión cristiana entre el hombre y la mujer.
Cuando era joven un amigo me preguntó: «¿Cómo educarás a tus hijos?». Respondí: «Según los preceptos de la Iglesia católica, pero omitiendo a Dios».
La cosa no ha ido así. No he omitido a Dios, no ha sido posible.
Cuando mis hijos, que tienen ocho y cinco años, ante el primer insecto chafado en el suelo, el primer pajarito comido por un gato, los primeros restos de un perro en el borde de la autovía, me preguntan dónde están ahora y no tengo una respuesta adecuada, quien se adecua soy yo. Giulio, el pequeñín, hace unos meses me preguntó, al borde de las lágrimas: «Papá, ¿verdad que yo no me muero?».
Está claro que la obsesión no le ha abandonado; no tiene ninguna atracción por un mundo perfecto gobernado por el sumo amor divino. Quiere saber cuándo moriré yo, cuando su mamá y si él se morirá antes o después que su hermana.
Ah sí, la hermana. Llega un día a casa del colegio y me pregunta de sopetón: «Tú que prefieres, ¿la religión o la ciencia?». Ante una pregunta (casi) de adulto he respondido con una franqueza instintiva de la que me arrepiento: «No creo ni en la una ni en la otra». Se ha quedado desconcertada. Pero después ha dado su opinión: «Yo estoy un poco más a favor de la ciencia porque a Dios nunca lo ha visto nadie, mientras la ciencia investiga y encuentra fósiles y pendientes de bronce…».
No se puede sacar ninguna consideración general, ninguna teoría: sólo es posible escuchar e intentar comprender.
Mattia Feltri, periodista
El director me ha pedido una recensión del libro del cardenal Angelo Scola, arzobispo de Milán (Il mistero nuziale, Marcianum press). Obviamente, no la haré. He leído el libro con verdadero interés y en él están reflejadas las meditaciones y los profundísimos estudios de toda una vida, y osar hacer la recensión presupondría una igualdad intelectual con el interlocutor que, sin falsa modestia de ningún tipo, no poseo. Es un libro cuyo objetivo es demostrar el fundamento divino y trinitario del matrimonio y de la procreación.
El concepto de Trinidad siempre se me ha escapado; sin duda alguna es culpa mía, pero creo, tal vez de una forma pagana y panteísta (no sabría cómo decirlo, simplemente me han salido estas palabras) en el soplo divino del encuentro entre un hombre y una mujer y su fertilidad.
Porque vivo como habría querido educar a mis hijos: según los preceptos de la Iglesia católica, omitiendo a Dios.
En los diez mandamientos se encuentra el fundamento del consorcio humano y la familia es el núcleo sobre el que se funda este consorcio. La familia es una pequeña sociedad y las sociedades se basan en el respeto y la lealtad recíprocos. Además, la familia está edificada sobre el milagro del enamorarse, sobre un pacto que – a diferencia de Scola – no sé si es indisoluble, pero sé que debe partir de la idea del “para siempre”. Si se cree en él, a menudo se consigue.
El amor no es estable, se modifica con el tiempo y si aprendemos a reconocer sus mutaciones se refuerza. El matrimonio, escribía el evangelista, es una casa sobre la roca: llegan las inundaciones, se desbordan los ríos, pero la casa no se cae porque está construida sobre la roca. Otras veces piensas que es roca, pero no lo es. La roca es Dios. Pero no está dicho que si en tu vida Dios no existe tu matrimonio por fuerza debe estar construido sobre un pantano. Tal vez los conceptos de responsabilidad, de seriedad, de dedicación en la relación sobre la que has decidido construir tu vida hagan que aguante lo mismo.
Cuando era un muchacho, - estaba en la secundaria -, llegué a un compromiso con mi madre, mujer íntimamente religiosa: no volvería a misa, pero dedicaría una hora de mi domingo a la lectura de la Biblia. Ha sido una lectura fundamental, que duró algunos años: la Biblia es la piedra angular de la historia del hombre. Pero no hubo flechazo.
Siento lo mismo respecto al libro del cardenal Scola: es, a la par, muy cercano y muy distante. La tragedia infinita de quien no cree es un luto que oscurece los propios indumentos para siempre.
El término “ontológico” que Scola utiliza con tanta frecuencia y los postulados que están en el origen de su visión del mundo me excluyen de ese mismo mundo.
Scola sabe, y lo escribe, que durante el recorrido de nuestra civilización se ha llevado a cabo una predicación inadecuada de la palabra de Cristo, pero no todo estriba en esto: se pueden evitar los prejuicios, buscar con atención, vivir inmersos en una cultura que hunde sus raíces en milenios y después quedarse sin aliento. Se puede pasear por el campo y encontrarse delante, repentinamente, una hornacina que contiene una Virgencita, - no hay nada que atormente más -, y ver en ella el rostro de la propia madre y del propio padre, de sus padres y todos sus antepasados, las esperanzas y las lágrimas, las reglas que han gobernado y gobiernan sus y nuestras existencias, sentir que uno está dentro de todo esto, agarrado a ello como una planta trepadora. Pero nada más.
No existen sólo los devotos y los blasfemadores: hay todo un mundo en medio que no sabe dónde ir a parar.
No es una cuestión únicamente de hoy: durante siglos se ha vivido en nombre de Dios y de la salvación; después se ha vivido en nombre del hombre y de la salvación de las clases; ahora se vive, muchos viven, concentrados en sí mismos. Nunca hemos sido tan saludables, hemos estado tan obsesionados con el bienestar (no sólo físico), hemos sido tan idólatras de los hijos como desde el momento en que Dios se ha alejado de nuestros horizontes. Lo bueno es que no hay contradicción.
Cuando el ateo Giuliano Ferrara se presentó a las elecciones con la lista “¿Aborto? No, gracias”, lo voté.
He compartido todas sus batallas sobre la bioética también porque pensaba (y pienso) que son batallas perdidas. El aborto, la fecundación asistida, la perspectiva de la clonación: todas ellas son prácticas que me aterrorizan, pero que ya se han impuesto. No hay nada que hacer. No sé si son la premisa a la devastación de la humanidad, pero sé que no se vuelve atrás, nunca se vuelve. Hay que contar con ello. En las páginas comprometidas del cardenal Scola sobre estos temas es donde he sentido una gran lejanía.
Pido perdón por la impertinencia, pero me parece un diálogo para sordos. No creo que tener un hijo sea un derecho, pero si la ciencia da hijos a quien no puede tenerlos esos hijos nacerán, cada vez más. Temo que se elegirá a los hijos en catálogos, pero si llegan esos catálogos ningún latigazo teológico, ni siquiera el más brillante, borrará esos catálogos.
Cuando Scola habla de tentación prometeica me acuerdo del tío Vania de la novela de Roy Lewis, Crónica del Pleistoceno, el cual se obstinaba en vivir en los árboles porque si Dios hubiera querido que viviéramos en las cavernas nos habría creado en las cavernas; cuando sus hermanos gobernaron el fuego, predijo el fin del hombre por su propia causa.
Me acuerdo de una maravillosa película de Ermanno Olmi (paisano mío y gran creyente), El oficio de las armas, en la que Giovanni dalle Bande Nere muere por un cañonazo; tras esto, los contemporáneos dijeron “nunca más”, y de arma en arma se llegó a la bomba atómica. Este es precisamente el paralelo que ofrece el libro de Scola: tras Hiroshima (y Nagasaki) el hombre no ha vuelto a utilizar la bomba, pero es verdad que ha seguido utilizando la energía, perfeccionándola, superándola, matándose con técnicas cada vez más sofisticadas y potencialmente más devastadoras. No es el mundo que querríamos, pero es el mundo que inevitablemente hemos construido impulsados por la única fuerza que aguanta la comparación con Dios: la fuerza de ir hacia adelante simplemente porque tenemos miedo a morir.
Y si el consuelo no viene de la esperanza en un premio eterno, viene de la desesperación de construir otro metro de camino con la ilusión de que éste nos lleve a alguna parte.
Tal vez no he entendido nada del libro de Scola. Tal vez me gusta esa vieja broma según la cual Dios ha creado al hombre y viceversa. Tal vez no he entendido nada de la vida y del destino del hombre y éste “tal vez” sea benévolo. Tal vez simplemente me he rendido por lo que entonces ya no condeno lo que me asusta, incluida la bioética, y lo hago sólo porque no excluyo a Dios, fiel a un frase de mi padre: «Nosotros somos como las hormigas delante de un semáforo: una hormiga no entenderá nunca un semáforo. Intentar entender a Dios es una locura».
P.S. En la página 231 del libro del cardenal Scola se cita, como ejemplo del perderse del hombre, una consideración de Jean-Paul Sartre: «No hay padres buenos, es la regla; no debemos enojarnos con los hombres, sino con el vínculo de paternidad que está podrido. Engendrar hijos, no hay nada mejor; tenerlos, ¡qué iniquidad! Si hubiera vivido, mi padre se habría apoyado sobre mí y me habría aplastado. Por suerte, murió joven…».
Quizá sea verdad, a lo mejor no hay padres buenos. Tampoco hijos buenos. Ni hombres buenos. Pero me parece un discurso muy burdo.
Nos convertimos en padres por la misma razón por la que éramos hijos, porque estamos dominados por un misterio que surge de los ojos centelleantes míos, de mi mujer y de mis hijos algunos domingos por la tarde, cuando estamos todos juntos y hay algo dentro de nosotros que nos atrae como imanes; es una fuerza que no se perderá nunca del todo y que ninguna tecnología ha aprendido todavía a medir.
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)