Joseph Pearce, veterano biógrafo y crítico literario, y converso al catolicismo después de una juventud de odio y violencia, ha revisitado, después de muchos años, la película La Pasión de Cristo, de Mel Gibson, y ha quedado admirado por su belleza perenne y su fuerza espiritual. "Nos llama a la oración y nos conduce a la contemplación que nos lleva a la presencia de Cristo mismo", escribe en una reseña asombrada y reverente.
Pearce explica en su blog en The Imaginative Conservative que llevaba sin ver la película casi desde que se estrenó hace 17 años, con su DVD acumulando polvo, en parte porque era demasiado violenta para verla en familia con su hija menor. Pero este año, al cumplir la chica 13 años, se decidieron a verla juntos.
"Quedé asombrado, una vez más, de lo buena que es. Es tan buena que, de hecho, no es adecuado verla como una simple película. Es mucho más. Trasciende el género, desafía sus limitaciones. Y, paradójicamente, lo hace así rompiendo todas las reglas", escribe Pearce.
Diálogo escaso... y en latín y arameo
"El diálogo, del que hay muy poco, es escaso, sucinto, directo. No hay verbosidad extraña. No se pronuncia ninguna palabra que no sea absolutamente necesaria, y cada palabra se pronuncia con una potencia exacta. Más aún, el diálogo breve es en arameo o en latín, requiriendo subtítulos. Esta decisión audaz de dejar a la historia hablar en lenguas muertas arcaicas es verdaderamente inspirada, añadiendo una profundidad y poder paradójicos, lo numinoso al servicio de ennoblecer lo luminoso, igual que el latín ennoblece e ilumina la liturgia", añade el experto literario.
El subtitulado -algo a lo que el espectador norteamericano está poco acostumbrado- ayuda a que el ojo se implique más en la palabra, apoyando al oído, que se aguza y se sumerge en las sensaciones.
Pearce señala que la trama sigue la tradición del Via Crucis y de los misterios dolorosos del Rosario: la agonía en Getsemaní, la traición de Judas, la flagelación, la coronación con espinas, las tres caídas bajo el peso de la Cruz, el Cireneo, el llanto de las mujeres, el velo de la Verónica, el encuentro de Jesús con su madre en la Via Dolorosa, y, finalmente, el Gólgota.
De los flashbacks que permiten un respiro en el dolor, señala la Última Cena, "que se muestra como la prefiguración tipológica de tanto la Crucifixión como del sacrificio de la Misa".
La belleza y la fealdad grotesca
Pearce alaba también a los actores y el trabajo de sus personajes.
"La interpretación de Jim Caviezel como Jesús está tan inspirada que ensombrece en su simplicidad y brillantez todas las otras presentaciones de Cristo en películas. La Madre de Dios tiene una belleza sin edad ni tiempo. María Magdalena tiene una belleza sensual que nos sugiere su pasado pecaminoso, pero transfigurado por su amor al Señor y su espíritu penitencial. Juan el Evangelista es una presencia poderosa en el silencio de su amor, tanto por Cristo como por la Madre de Cristo", detalla.
"En contraste, la fealdad física grotesca de muchos de los personajes es un recurso para exponer su fealdad espiritual grotesca. La presencia demoníaca es andróginamente espeluznante en el personaje del mismo Satán, pero también en Herodes y en el narcisismo embebido y decadente de su corte, añade Pearce.
Herodes en La Pasión de Mel Gibson
El demonio andrógino de La Pasión de Cristo de Mel Gibson
La luz y la eucatástrofe
Y la oscuridad no tiene la última palabra. "La sombra de la Caída que cae sobre el Gólgota no se muestra como la victoria final de la oscuridad sobre la luz, sino como el preludio de la victoria final de la luz sobre la Oscuridad", añade. Tras la Pasión, señala, llega "la eucatástrofe de la Resurrección, el giro gozoso en la historia del hombre que Dios mismo realiza".
"Eucatástrofe" es una palabra acuñada por J.R.R.Tolkien, autor de El Señor de los Anillos, para referirse a esos cambios dramáticos en que todo lo que parecía perdido consigue salvarse sorprendentemente: Pearce, biógrafo y analista de Tolkien, sabe que el escritor lo aplicaba en sus cartas también al Evangelio.
Por todo eso, Pearce considera que más que una película, lo que Mel Gibson nos ofrece es "un icono en movimiento. Nos llama a la oración. Nos conduce hacia la contemplación que nos lleva a la presencia de Cristo mismo. Es un regalo más allá de las palabras", añade.
"Como dijo T.S.Eliot acerca de la Divina Comedia de Dante, no hay nada que se pueda hacer en presencia de tal belleza inefable excepto señalarla y guardar silencio. La alabanza silenciosa de la presencia más allá del silencio", concluye Pearce.