Una investigación histórica desvela nuevos datos sobre la destrucción de la abadía de Montecassino, el lugar donde San Benito, al fundar su primer monasterio en torno a 529, puso los cimientos de la Cristiandad europea, de la cual el edificio era y es símbolo (tras ser reconstruido en 1964), situado 130 km al sur de Roma.
La clave diplomática
L´Osservatore Romano publica este sábado un artículo basado en la obra de Nando Tasciotti Montecassino 1944, publicada este año con ocasión del septuagésimo aniversario de la destrucción del monumento por los aliados un 15 de febrero como colofón a intensas batallas en la zona.
El autor se ha especializado en la parte más desconocida al respecto, a saber, los intercambios diplomáticos en torno a la situación de la abadía, situada en la Línea Gustav trazada por Hitler para frenar el avance hacia el norte de los aliados.
¿De quién fue la orden?
Durante años se ha debatido sobre la responsabilidad última de que un edificio tan significativo fuese reducido a ruinas. Tanto Franklyn Delano Roosevelt (quien afirmó haberse enterado por los periódicos) como Winston Churchill (quien no quiso hablar del asunto durante mucho tiempo) hicieron descansar la decisión en el alto mando militar, considerada un "crimen de guerra" por los alemanes, un "trágico error" por los norteamericanos y una "necesidad militar" por los británicos.
Éstos alegaban que había soldados germanos dentro y que habían convertido Montecassino en una fortaleza o al menos, por su privilegiada posición, como observatorio estratégico. El Vaticano, por su parte, había asegurado a los contendientes la neutralidad del monasterio. Precisamente contando con ella se habían refugiado allí doscientos civiles que murieron bajo las bombas.
Los datos recogidos por Tasciotti en archivos ingleses, estadounidenses, italianos y alemanes, además de las entrevistas que ha realizado a monjes que estaban allí y a otras personas que ocupaban el lugar, demuestran que los aliados mintieron.
Churchill y Freyberg
"Poderosos y hasta ahora inéditos indicios documentales", afirma, sugieren que Churchill "no podía no saber". Es más, entre el 26 de enero y el 14 de febrero, el premier británico intercambió con los generales Alexander y Freyberg al menos diez telegramas sobre el frente de Cassino y sobre la actividad de las tropas neozelandesas que mandaba este último, el gran partidario del bombardeo.
Horas antes de que despegaran las fortalezas volantes que descargaron su tonelaje explosivo sobre Montecassino, Churchill urgía a Alexander "por qué no se ha lanzado aún el ataque de Freyberg", entre cuyos planes -que Tasciotti considera que el primer ministro no podía desconocer- figuraba como paso "fundamental y preliminar" la eliminación de la posición dominante (por elevada) de la abadía.
El testimonio del abad
Los aliados alegaron siempre que había soldados alemanes en el interior. Y ése era el punto sobre el que Pío XII, que negociaba intensamente a tres bandas (Berlín, Washington, Londres) para salvaguardar el monumento, mayor interés tenía en conocer la verdad. Y la supo cuando llegó a Roma el abad Diamare: no había tropas nazis en Montecassino.
Tasciotti considera que el Papa Eugenio Pacelli pudo hacer más para evitar primero, o condenar después, el bombardeo. Pero una de sus mismas fuentes, el jesuita alemán Peter Gumpel (relator de la causa de beatificación de Pío XII), le explica que la neutralidad del Vaticano en virtud de los Pactos de Letrán de 1929 se extendía en particular a las declaraciones públicas en un caso como el de la guerra.
Una denuncia que habría beneficiado a Hitler
Es más: de nuevo los datos históricos confirman la difícil pero ponderada actitud de Pío XII durante toda la contienda. Su comportamiento con Montecassino desmiente de nuevo a quienes le acusan de no haber denunciado los crímenes nazis, pues, como señala Gaetano Vallini en L´Osservatore Romano, si el pontífice mantuvo un perfil bajo en su rechazo a la destrucción de la abadía fue porque lo contrario habría significado una determinante victoria propagandística del III Reich, al ver acusados a los aliados de: 1) destruir un monumento de gran valor histórico, artístico y religioso; 2) matar en su interior a cientos de no combatientes; y 3) mentir sobre la presencia en el monasterio de tropas enemigas.
El Papa (una de cuyas principales preocupaciones era la posible destrucción de Roma) no quiso ofrecer ese balón de oxígeno a un Hitler que tenía en Italia uno de sus últimos grandes quebraderos de cabeza tras la rendición de Italia en septiembre de 1943 y el inminente desembarco en el norte de Europa que se concretaría en Normandía el 6 de junio de 1944.
Tasciotti, aunque critica a los nazis por incluir la zona de Montecassino en la Línea Gustav que debía parar el asalto a Roma y elogia a los aliados por enfrentarse a Hitler y Mussolini, considera, en conclusión, el arrasamiento como una "mancha histórica" de sus dirigentes políticos (Roosevelt y, sobre todo, Churchill), a quienes atribuye sin dudarlo la responsabilidad última de la dramática destrucción.