Paseo por las calles de mi pueblo junto a mi familia. Con ocasión de la Navidad, en la plaza se ha organizado una exposición de dibujos de los niños de la escuela primaria. Mi hija mayor, que frecuenta la escuela primaria en otro lugar, en el colegio donde yo enseño, me pregunta: «Papá, ¿qué es la fiesta de la luz?».

Observo bien el título de la exposición y las obras. No hay un solo dibujo que represente el belén y el nacimiento de Jesús, todos están inspirados en el tema de la luz. Hablar de Jesús, o representarlo, parece que se ha convertido en algo inadmisible en las escuelas en las que hay estudiantes también de otras religiones y donde el resto, aunque sean cristianos bautizados, en muchos casos ya no creen o han perdido las razones de la propia fe. De este modo, la Navidad como celebración de Jesús que nace y está entre nosotros ha desaparecido, admitiéndose sólo como fiesta desnaturalizada, sustituida por valores como la paz, la solidaridad y demás.

En el Instituto donde enseño, cada clase está preparando el espectáculo teatral para la Academia de Navidad, que se realizará delante de todas las familias la última semana de colegio, antes de las vacaciones navideñas. Cada clase debe preparar un representación centrada en el mensaje de Navidad.

Asisto a las pruebas. Un grupo representa una familia en la que ya no se cree en la magia de Papa Noel y de los regalos. Les pregunto a los chicos cuál es el mensaje de la fiesta. Me llegan muchas respuestas: la belleza de estar juntos, los regalos que se hacen, la familia reunida alrededor de una mesa. Alguno me pregunta si está bien el mensaje que comunican. Entonces replico: «¿Por qué tenéis que recurrir a metáforas o reducciones? Es tan simple contar la buena noticia, que Dios se ha hecho niño para compartir la condición humana, se ha hecho don y compañía. Él es el don más grande de la Navidad».

Un don, además, que se entiende mejor en el misterio de la cruz y de la resurrección. Exclama Anna Vercors en la célebre La Anunciación a María de Paul Claudel: «No vivir, sino morir, y no fabricar la cruz, sino subir a ella, y dar lo que tenemos sonriendo! […]. ¿Qué vale el mundo comparado con la vida? ¿Y de qué sirve la vida, si no es para servirse de ella y para darla? ¿Y por qué atormentarse cuando es tan simple obedecer?».

Todo conjura para acallar este buena nueva. Incluso allí donde se debería hablar de Él, el Salvador del mundo, se busca todas las maneras posible para reducirlo a nuestra medida, para eliminar el Misterio y sustituirlo con leyendas o con valores. Hay que volver a la sencillez de los niños que, frente a la pregunta sobre qué es la Navidad, con gran espontaneidad responden: el nacimiento de Jesús.

Del mismo modo que todo conjura para silenciar el nacimiento de Jesús, se quiere también acallar la novedad que ha conmocionado el mundo con su llegada, extendiendo este silencio a todos los ámbitos de la vida, material y espiritual, al campo económico, cultural y al puramente artístico.

La misma concepción de sí mismo que tenía el hombre ha cambiado. Cada día su conciencia de que la raíz profunda de los valores, de la riqueza, del esplendor de nuestra civilización, reside en el cristianismo, es decir, en Cristo, disminuye; falta el sentimiento de gratitud hacia Aquel que es el verdadero protagonista de la historia. En Cristo la verdad se ha mostrado abiertamente y se ha revelado como caridad, «caridad en la verdad», según recita la encíclica de Benedicto XVI. Este acontecimiento ha dividido en dos la historia. Cristo ha hecho «nuevas todas las cosas». Desde entonces nada ha sido ya lo mismo.

Un difundida mentalidad común, en cambio, querría inducirnos a pensar que los mayores logros del hombre se han debido a la revolución científica del siglo XVII, a la Ilustración, o, más generalmente, a la Modernidad. Se ha olvidado la novedad absoluta que ha representado y representa el cristianismo en la historia de la humanidad.

Lejos de Cristo, una vez eliminado el belén o el crucifijo, la cultura contemporánea está convencida de que se ha liberado de la superstición y de una vetusta tradición que hoy no tendría nada más que decir. El hombre, así, no ha progresado, sino que ha vuelto a la época politeísta, a la idolatría de dioses que lo único que han hecho es modificar el nombre, pero no la sustancia. En lugar de Venus se adora el sexo; en lugar de a Marte, las víctimas son sacrificadas a la guerra y al poder; en lugar de Plutón, se glorifica el dinero. Y el Dios único es sustituido por ese hombre que se ha situado a sí mismo en el pedestal, con la convicción de que puede prescindir del Misterio y resolver todas las cuestiones.

El silencio sobre el nacimiento de Jesús es, en realidad, una falsedad hodierna, una mistificación. Jesús, desde siempre, ha dividido y divide y continuamente ha atraído hacía su persona la simpatía humana o el odio. La indiferencia pertenece sólo a quien no mira. El mismo Jesús había previsto que habría dividido al pueblo y a las familias entre quienes lo acogen y quienes no lo hacen, del mismo modo que ha dividido la historia. Hoy, en cambio, el fastidio de la sociedad, de mucho mundo intelectual, se traduce, a menudo, en silencio, en indiferencia.


No recuerdo haber estudiado nunca, ni en el Instituto ni en la Universidad, ninguna poesía dedicada al nacimiento de Jesús. Debo volver con la memoria a los años de la escuela primaria, donde a los maestros les gusta tanto contar historias. La poesía empezaba así:

-¡Consuélate, María, de tu peregrinación!
Hemos llegado. He aquí Belén adornada de trofeos.
En esa hostería podremos descansar,
que demasiado cansado estoy y demasiado cansada estás.
El campanario toca
lentamente las seis.
-¿Tienen algo de sitio, oh ustedes del “Caballo Gris”?
¿Algo de sitio para mí y para José?
- Señores, lo sentimos: es noche de prodigio
Son demasiados los forasteros y las estancias repletas ya están.


La poesía se titula La noche santa y el autor es Guido Gozzano.

Cuántas veces mis hijas me preguntan: «Papá; ¿me cuentas una historia?». La dimensión del cuento es, por otra parte, la más bella, la más fascinante, la que conquista. A todos nosotros, también cuando hemos crecido, nos gusta descubrir nuevas historias. Pues bien, hay una historia que es más grande que todas las otras, hay una historia que nos conmueve porque nos habla de un Dios que se ha hecho carne, que se ha convertido en un niño indefenso, como hemos sido todos nosotros, que ha sido carpintero durante muchos años, hasta que inició su misión. No nos ha predicado, pero nos ha explicado nuestra nada; nos ha amado y abrazado como un padre y una madre abrazan a su propio hijo; ha compartido con nosotros, los hombres, su tiempo, revelándonos el Misterio del Padre, el amor; ha muerto en la cruz para redimir nuestros pecados y ha resucitado.

¡Cuántos de los que han conocido ese hombre Dios, Jesús, han muerto con tal de dar testimonio de Él! Murieron los primeros apóstoles hace dos mil años, como han muerto por nosotros, en los dos milenios sucesivos, millones y millones de mártires. O están todos locos o de verdad han visto y encontrado algo extraordinario.

Una historia como ésta, ya sea considerada verdadera o falsa, o incluso poco pertinente para nuestra vida, merecería ser conocida, ser estudiada. Una estadística que fue dada a conocer en el viaje del Papa Benedicto XVI a Alemania afirmaba que el 75% de los jóvenes alemanes no se plantea el problema de Dios. Un dato verdaderamente alarmante porque demuestra que, en realidad, la mayor parte de los jóvenes no se plantea el problema del proprio yo, es decir, del destino que les espera: ¿somos alimento para gusanos o personas únicas e irrepetibles, pensadas en la mente de Dios y que vivirán en eterno?

En las escuelas, sin embargo, ya no se cuenta la historia del nacimiento de Jesús. En muchas escuelas está incluso prohibido representarla con un belén, sería una violencia intolerable hacia los que no creen o los que pertenecen a otras religiones. No he oido decir nunca que en el colegio no se estudie a Napoleón porque ha saqueado muchas tierras de Europa, ha destruido y reducido a cenizas muchas iglesias, asesinado muchos hombres pertenecientes a una multitud de pueblos distintos.

Pero de Jesús nunca se han contado acciones tan atroces, más bien al contrario. Además, las pruebas de que Jesucristo ha existido son tan ciertas como las que hacen referencia a la existencia de Napoleón. Es un hecho histórico el nacimiento de Jesús, como lo es la muerte de Napoleón, celebrada ésta última en esa poesía, El 5 de mayo, en la que Manzoni, entre otras cosas, testimonia

que nunca más soberbia altura
ante el deshonor del Gólgota
se inclinó


Las antologías escolares excluyen cualquier texto que cuente la historia de Jesús escrita por grandes literatos (como, por otra parte, les sucede a los intelectuales católicos que, a menudo, son excluidos de los cánones literarios o relegados a papeles del todo marginales). ¿Por qué sucede esto? ¿Tal vez porqué los escritores y poetas no han contado la historia de Jesús? Ciertamente no. De hecho, casi todos los grandes escritores, a pesar del olvido de la crítica literaria, se han cimentado en este hecho.