El cardenal Giacomo Biffi, arzobispo emérito de Bolonia (Italia), ha escrito en "Avvenire", el diario de la Conferencia Episcopal italiana, un artículo sobre la fe de Napoleón Bonaparte, especialmente en sus últimos días desterrado en Santa Elena.

El sargento corso que llegó a autocoronarse Emperador, que detuvo y trasladó el Papa a Francia, cuyas tropas saquearon iglesias por toda Europa, que creyó ser capaz de dominar por la fuerza de las armas un continente entero al cual desangró en sus campañas desde 1799 a 1815, en el ocaso de su vida reflexionó más sobre Dios y su fe con resultados sorprendentes.

Este es el artículo de "Avvenire".

por el cardenal Giacomo Biffi

Materialista, saqueador de iglesias y de conventos, descreído, perjuro, anticlerical y secuestrador del Papa: esta es la opinión que muchos tienen de Napoleón Bonaparte, opinión tan difundida como acríticamente acogida.

Si vamos a las fuentes, y en particular a estas conversaciones, descubrimos algo sorprendente: Napoleón grita con orgullo: «Soy católico romano, y creo en lo que cree la Iglesia».


Durante sus años de aislamiento en la Isla de Santa Elena [de 1815 a su muerte en 1821], Napoleón se entretenía a menudo con sus generales, sus compañeros de exilio, conversando sobre la fe.



Se trata de discursos improvisados que – como revela uno de sus generales de mayor confianza, el conde de Montholon – fueron transcritos fielmente y después publicados por Antoine de Beauterne en 1840.

De la autenticidad y fidelidad de la transcripción podemos estar seguros porque, cuando de Beauterne publica por primera vez las conversaciones, aún viven muchos testigos y protagonistas de esos años de exilio.

Napoleón admite con cándida honestidad que cuando estaba en el trono había tenido demasiado respeto humano y una excesiva prudencia por lo que «no había gritado su propia fe».

Pero dice también que «si entonces alguien me lo hubiera preguntado de manera explícita le habría respondido: "Sí, soy cristiano"; y si hubiera podido testimoniar mi fe al precio de la vida, habría encontrado el valor para hacerlo».




A través de estas conversaciones sabemos, sobre todo, que para Napoleón la fe y la religión era la adhesión convencida, no a una teoría o una ideología, sino a una persona viva, Jesucristo, que ha confiado la eficacia perenne de su misión de salvación a «un signo extraño», a su muerte en la cruz.

Por esto no nos asombramos si Alessandro Manzoni, en su oda Cinco de Mayo, da prueba de conocer su fisionomía espiritual cuando escribe:

¡Bella Inmortal! ¡Benéfica/
¡Fe a los triunfos acostumbrada!/
Escribe de nuevo esto, alégrate;/
que más soberbia altura/
ante el deshonor del Gólgota/
jamás no se inclinó».


El emperador mantiene largas charlas con el general Bertrand, declaradamente ateo y hostil a las manifestaciones de fe de su superior, y nos regala en una larga conversación sobre la divinidad de Jesús una inaudita prueba de la existencia de Dios, fundada sobre la noción de genio.

Dignas de nuestra admiración son también las consideraciones sobre la última Cena de Jesús y las comparaciones entre la doctrina católica y las doctrinas protestantes.



Con algunas afirmaciones de Napoleón estoy particularmente de acuerdo.

Por ejemplo, cuando dice: «Entre el cristianismo y cualquier otra religión hay la distancia del infinito», entendiendo así la sustancial alteridad entre el hecho cristiano y las doctrinas religiosas.

O la convicción de que la esencia del cristianismo es el amor místico que Cristo nos comunica continuamente: «El milagro más grande de Cristo ha sido fundar el reino de la caridad: sólo Él ha elevado el corazón humano hasta las cumbres de lo inimaginable, la anulación del tiempo; sólo Él, creando esta inmolación, ha establecido un vínculo entre el cielo y la tierra. Todos los que creen en Él se dan cuenta de este amor extraordinario, superior, sobrenatural; fenómeno inexplicable e imposible para la razón».


A la luz de estas páginas no podemos no admitir que Napoleón no sólo es creyente, sino que ha meditado sobre el contenido de su fe madurando una profunda y sapiencial inteligencia.

Ésta, a su vez, se ha traducido en hechos muy concretos:

- pidió con insistencia al gobierno inglés la celebración de la Misa dominical en Santa Elena;

- expresó gratitud hacia su madre y de Voisins, obispo de Nantes, porque «le ayudaron a alcanzar la plena adhesión al catolicismo»;

- perdonó a todos los que le habían traicionado.




Por último, las conversaciones refieren las convicciones de Napoleón sobre el sacramento de la confesión y su relación con el Papa Pio VII, revelando que «cuando el Papa estaba en Francia (...) estaba agotado a causa de las calumnias en base a las cuales se pretendía que yo le había maltratado, calumnias que él desmintió públicamente».

Estas conversaciones no sólo han dejado un signo indeleble en la memoria de los generales compañeros de exilio, sino que colaboraron a su conversión.

(Traducción de Helena Faccia Serrano)