La pregunta es legítima cuando se tiene entre las manos el volumen que acaba de ser publicado por la editorial Medusa (R. L. Stevenson, En defensa del Padre Damián), que recoge la apología escrita por el autor de La isla del tesoro del sacerdote flamenco Jozef de Veuster, llamado Damián, misionero de la Congregación de los Sagrados Corazones, fallecido en 1889 a causa de la lepra y proclamado Santo por Benedicto XVI en 2009.
Ellos no se conocían, si bien la fecha de nacimiento era similar y sus vidas se hubieran podido cruzar en la otra parte del mundo, en Hawái, donde ambos vivieron; pero Stevenson llegó a la isla de Molokai un mes después de la muerte de Padre Damián.
En ella había un gueto para leprosos, que vivían alejados del centro principal de Honolulu, abandonados a vivir con lo que la naturaleza les pudiera ofrecer: el misionero había conseguido que le mandaran entre los enfermos 17 años antes como capellán, y dedicó toda su vida a los necesitados, hasta el punto de contraer el mal que le llevó a la muerte.
Stevenson pasó entre los leprosos ocho días, acompañado por dos religiosas misioneras. Y su desconfianza hacia la obra de Padre Damián, y hacía todo el mundo católico, dejará espacio a un gran asombro y a una profunda admiración hacia el misionero belga, que llevará al autor de la Flecha negra a escribir a su amigo Colvin: «Nunca he admirado mi pobre raza tanto como ahora, y tampoco he amado la vida como lo he hecho en esa leprosería (…). Una de las hermanas llama a ese lugar “la taquilla para el paraíso”».
Y sin embargo, el juicio que circulaba dentro de la Iglesia presbiteriana sobre Jozef de Veuster no era el mismo. Su celo estaba considerado fanatismo; su mezclarse con los enfermos era una decadencia impensable para la cultura puritana, cuyo objetivo era llegar a los hawaianos para civilizarlos.
En cuanto a la lepra, las acusaciones eran muy graves: se decía que el Padre Damián la había contraído al tener relaciones sexuales con algunas mujeres de la isla. De esto hablaba, maliciosamente, el intercambio epistolar entre dos sacerdotes presbiterianos, los reverendos Gage y Hyde, publicada por éste último en el “Sydney Presbiterian”, con el fin de desmontar la fama que en poco tiempo se había construido sobre el misionero belga.
Y es contra ellos y en defensa del Padre Damián que Stevenson aferra la pluma, para escribir un texto que nunca conseguirá publicar, a no ser que lo haga a su cargo. A las argumentaciones de Gage y Hyde opuso su experiencia directa, vivida en los días que estuvo en la isla, donde el perfume de la grandeza del sacerdote no se había aún atenuado tras su muerte.
Utiliza más de una vez la palabra “santo” para indicar a ese hombre «con toda la suciedad y la mezquindad de la humanidad, pero precisamente por esto aún más santo y héroe». Y concluye: «El hombre que intentó hacer lo que ha hecho Padre Damián es mi Padre, es el Padre de todos aquellos que aman el bien y habría sido también vuestro Padre, si Dios os hubiera dado la gracia de entenderlo».