La Iglesia vive desde hace más de medio siglo en una creciente desafección por la apologética. ¿A qué se debe?
En el número de 361 (septiembre de 2023) de La Nef, que ha consagrado a esta disciplina un dossier especial, el canónigo Christian Gouyaud plantea algunas explicaciones y ofrece las correspondientes respuestas para reafirmar la necesidad de seguir defendiendo y justificando la fe con argumentos racionales sólidos.
La desafección por la apologética
Si consideramos el acto de fe como un acto verdaderamente humano -aunque ciertamente realizado bajo la moción de la gracia-, con una interacción constante de la inteligencia y la voluntad, el posible momento de la apologética dentro de este acto humano se sitúa, anticipadamente respecto a la opción fundamental de creer, en un juicio prudencial de credibilidad racional relativo a la proposición revelada (por ejemplo: "Jesús se apareció vivo a sus discípulos después de muerto") que es objeto del asentimiento de fe.
Sobre la base de criterios externos aceptables para un incrédulo (como el análisis crítico de los testimonios), es necesario mostrar que esta proposición revelada es objetivamente digna de ser creída y que, en consecuencia, es razonable creer en ella.
Christian Gouyaud es doctor en Teología y sacerdote de la diócesis de Estrasburgo.
Objeciones
Es fácil ver las objeciones que podría encontrar una empresa de este tipo.
1. Objeción de principio.
Esta objeción procede del movimiento fideísta y se refiere a la racionalidad del acto de fe. Al retirar la razón (teórica) pura a la esfera de los fenómenos, Kant redujo a Dios a un postulado de la razón práctica fuera del campo del conocimiento legítimo. Esta posición agnóstica y voluntarista tiene diversas variantes, desde la sola fides de Lutero, de una fe/confianza y no adhesión, pasando por la afirmación de Louis Bautain de que la fe encuentra su propio fundamento en sí misma, hasta la disociación de Rudolf Bultmann entre el Cristo (reconstruido) de la fe y el Jesús (imposible de encontrar) de la historia.
2. Objeción metodológica y epistemológica.
Estos criterios externos destinados a apoyar el hecho revelado exigen recurrir a las ciencias positivas (historia, arqueología, etc.), cuyos instrumentos hay que dominar, lo que excluye inmediatamente toda apologética simplona. Pero incluso si dominamos esas herramientas, salimos inmediatamente del campo teológico, que presupone el habitus de la fe. El apologista entrega así el hecho revelado a la razón secular. Aquí, al parecer, nos enfrentamos a una aporía: la apologética sería una infraciencia o una anteteología.
3. Objeción a la pertinencia del resultado.
Todos conocemos el dicho de que "la apologética nunca ha convertido a nadie". La conversión, en este caso, es una cuestión de gracia divina. En la génesis del acto de fe, para pasar del juicio prudencial antes mencionado ("esto es razonablemente creíble") al "creo", necesitamos la gracia de la fe que se ofrece a nuestra libertad. El acto de fe no es, pues, la conclusión de un silogismo apologético. ¡Pensemos en el personaje de Severo en el Polieucto de Corneille! Admira el heroísmo de los mártires, lo que para él constituye un motivo válido de credibilidad, pero sigue sin llegar a la fe, sin que su incapacidad para cruzar el umbral, o más bien su incapacidad para saltar el abismo, sea imputable al pecado.
'Martirio de San Polieucto', ilustración en el 'Menologio de Basilio II' (c. 1000). San Polieucto fue un mártir del siglo III al que en 1642 consagró una obra de teatro Pierre Corneille, 'Polieucto'.
4. Objeción al propio "enfoque apologético".
La apologética "a ultranza" se ha utilizado para justificar lo injustificable: periodos oscuros como la Inquisición, cuando la Iglesia está, por el contrario, inmersa en un "proceso de arrepentimiento" para purificar su memoria. Encontramos en los "apologetas" también una técnica de la repuesta a bote pronto, que consiste más en persuadir que en convencer, terreno predilecto de los proselitistas. En general, es la función defensiva de la fe la que parece cuestionarse hoy en día.
5. De hecho, los teólogos contemporáneos han ignorado en gran medida la apologética.
El jesuita canadiense René Latourelle, poco sospechoso de reticencia ante el Vaticano II, reconoce que, desde el Concilio, "no se ha dado suficiente importancia a los problemas de la credibilidad de la Revelación", tema "simplemente ignorado o solo parcialmente tratado en la exégesis" (René Latourelle y Rino Fisichella [eds.], Dictionnaire de théologie fondamentale, Cerf, 1992).
Respuestas a las objeciones
Algunas breves reflexiones en respuesta a estas serias objeciones.
1. La cuestión de la racionalidad del acto de fe es, en efecto, decisiva. Por lo que se refiere a la apologética, podemos recordar el admirable análisis de Santo Tomás de Aquino: "En este sentido, las cosas de la fe son vistas por el que cree: no las creería si no viera que deben ser creídas, sea por la evidencia de los signos, sea por otros motivos semejantes" (Suma teológica, II-II 1, 4, ad 2). Y de nuevo: "El que cree tiene motivo suficiente para creer. Es, en efecto, inducido por la autoridad de la doctrina divina confirmada por los milagros y, lo que es más, por la inspiración interior de Dios que invita a creer. No cree, pues, a la ligera" (Ibid, 2, 9, ad 3). Aquí encontramos el equilibrio entre la aportación de la razón y la de la gracia en el acto de fe.
2. De hecho, las exigencias y las dificultades de la disciplina apologética deberían disuadir a cualquiera de convertirse fácilmente en apologista, pero no restan valor a la necesidad de dicha disciplina y, por tanto, a la necesidad de formar seriamente a teólogos que sean también expertos en ciencias positivas. La contradicción antes mencionada es inherente a la fe y puede ilustrarse con la ambivalencia/ambigüedad de los milagros realizados por Jesús: realizados para confirmar la fe, pero que requieren esa misma fe para ser captados y comprendidos en su significado.
3. El argumento apologético es ciertamente convincente, pero no es vinculante. En materia de fe, querer demostrar demasiado es ser impreciso. Un cierto racionalismo teológico disuelve la fe al expulsar el misterio. La fe no destruye la razón, la eleva, lo que presupone que la trasciende. Podría decirse que la argumentación apologética no tiene un valor positivo para suscitar la fe, sino negativo para superar los obstáculos racionales que encuentra el intelecto al abrirse al don de la fe. La apologética despeja un terreno plagado de prejuicios desfavorables. En este sentido, es un servicio a la fe porque es un servicio a la inteligencia.
4. Es evidente que la apologética debe ser crítica y saber discernir entre lo defendible y lo indefendible en una historia de la Iglesia que, en efecto, está llena de vicisitudes, sin caer en el exceso opuesto de la anacrónica mirada en perspectiva que consiste en juzgar el pasado con las categorías del presente. Es cierto que la apologética también puede ser polémica. ¿Acaso no tienen ambas palabras la misma raíz? Basta pensar en los Contra esto o aquello escritos por los Padres de la Iglesia, ¡o incluso por Santo Tomás! El objetivo es sacar a la luz los prejuicios de los adversarios del hecho cristiano. Chesterton destacaba la credulidad de los incrédulos: "¡En qué tienen que creer para no creer!". En este sentido, la apologética puede compararse a la purificación socrática de un intelecto atestado de sofismas mediante la ironía, o a la duda cartesiana. La apologética se convierte así en un acto de caridad que consiste en buscar pedagógicamente al otro allí donde se encuentra; interviene en el diálogo que es una dimensión inherente a la misión; paradójicamente, es una auténtica consideración hacia el mundo de hoy en sus dificultades para creer.
5. El "fideísmo inconsciente y práctico en el catolicismo contemporáneo" (Latourelle) no debe ocultar las grandes obras que pueden calificarse de "apologéticas". Henri de Lubac quiso responder a la tragedia del humanismo ateo sublimando la apologética llamada "subjetiva" mediante el famoso deseo natural de ver a Dios, es decir, el dinamismo ontológico del hombre, capaz de Dios, con vistas a su único fin sobrenatural, sin que el hombre pueda lograrlo por sí mismo porque la consecución de este fin le corresponde gratuitamente. Para Hans Urs von Balthasar, la belleza trascendental, entendida como autopresentación del ser al sujeto histórico que lo contempla estéticamente, permite no solo superar la dicotomía kantiana entre fenomenología y ontología, sino también alcanzar, mediante un modo de arrebatamiento extático, la gloria divina que está en el fundamento de la apariencia del ser. Joseph Ratzinger pretende hacer de la duda el foro de diálogo entre creyentes y no creyentes para determinar qué significa "creer" hoy.
Traducido por Verbum Caro.