Nadie en aquella región al sur de Colorado quiso hacerse cargo del moribundo. Un hombre de Billy el Niño había resultado herido en un duelo y ninguno de los cuatro médicos de Trinidad, por entonces un pueblo perdido en la frontera del Oeste, quiso mover un dedo por él.

Sor Blandina Segale, sí. Le visitó durante varias semanas, cuidó sus heridas y le asistió espiritualmente. Pero Billy el Niño (respondía a ese nombre, aunque no se sabe bien si era el William Bonney más célebre, pues varios reivindicaban el apodo) tenía sed de venganza y volvió con su cuadrilla a Trinidad a vengar a su sicario (quien nunca se recuperaría, muriendo a los pocos meses) y matar a los cuatro médicos que se habían negado a atenderle.

Cuando vio lo que Sor Blandina había hecho por él, le dijo que le pidiese lo que quisiese. Y ella le pidió salvar la vida de esos cuatro desgraciados. El criminal accedió y se fue.
 
El pueblo entero respiró tranquilo gracias a esa menuda monjita nacida en 1850 en la localidad italiana de Cicagna, de donde sus padres emigraron a Estados Unidos cuando ella tenía cuatro años. Se instalaron en la populosa Cincinnati, sede de la diócesis desde hacía treinta años y donde tenían casa las Hermanas de la Caridad fundadas por Elizabeth Ann Seton. En 1866, Rosa Segale (que así se llamaba) y su hermana María ingresaron en la congregación, y Rosa tomó el nombre de Blandina, una mártir cristiana de los primeros siglos.

Tras completar su formación fue enviada a la frontera del Oeste, hacia donde se estaban expandiendo los colonos del Far West. Llegó a Trinidad, en Colorado, en 1872, y no tenemos que imaginarnos cómo era porque lo hemos visto cientos de veces en los mejores westerns: una calle principal, casas de madera, mezcla de razas y gentes y mucho, mucho polvo.

Había allí ya cuatro monjas y una iglesia que era poco más que una barraca. Su misión consistiría en dirigir la escuela pública, a la que asistirían alumnos de todas las denominaciones cristianas. En ese territorio de conquista, sencillamente la opción era esa escuela, o ninguna.

Tampoco la escuela estaba en las mejores condiciones, así que Sor Blandina, que no se arredraba ante nada, decidió construir ella sola una nueva y empezó a demoler la antigua. Cuando una señora de las más adineradas del pueblo la vio en el tejado a martillazos, le preguntó: "Por el amor de Dios, hermana, ¿qué está usted haciendo?". Al conocer la respuesta, se comprometió a financiar una partida de trabajadores que se pusiesen manos a la obra.

Al cabo de unos días quien se la encontró construyendo el nuevo colegio como un obrero más fue el obispo de Denver, Joseph Machebeuf, de visita en Trinidad.

Estas y otras historias se conocen gracias a sus diarios y a las cartas que escribía a su familia, que han sido publicadas como libro (At the End of the Santa Fe Trail [Al final del Camino de Santa Fe]), que ha sido muy leído por los cultivadores de la historia de los pioneros, y es considerado veraz en líneas generales, a pesar de algunas inexactitudes y de lo colorido de ciertas aventuras.

Porque Sor Blandina vivió de todo. Una vez había programado una excursión a las montañas con los niños de la escuela, pero el conductor del carromato se puso enfermo. No queriendo decepcionar a los pequeños, tomó ella misma las riendas. Cuando llegaron al lugar de destino, y cuando ya habían bajado todos menos una niña, los caballos se desbocaron. La religiosa se vio conduciendo una caravana sin control, con el cuero llagándole las manos y una niña aterrorizada a su lado. Cuando se dio cuenta de que caminaban hacia la muerte en un barranco, decidió frenar en seco y provocar ella misma el accidente antes de llegar a un terreno peligroso.

Quedó inconsciente, y cuando despertó, el carromato estaba destrozado y los caballos a su aire. La pequeña estaba tendida a su lado sin señales de vida y sangrando por la nariz. Sor Blandina pidió a la Virgen que intercediera por ella y fue a buscar uno de los animales para volver. Cuando regresó, la pequeña ya se había sentado y empezaba a hablar. De camino al lugar de partida encontraron ayuda y todo quedó en un susto.

En 1876 ella y otra hermana fueron destinadas a Santa Fe, donde terminaba el célebre Camino. Allí estuvo cinco años, y luego la mandaron a Albuquerque. En ambos destinos se consagró a la enseñanza, al cuidado de los enfermos y a la visita a los presos. En más de una ocasión defendió a los mexicanos y a los indios de la poca consideración que recibían, como ciudadanos de segunda clase, por parte de los anglos que gobernaban la ciudad.

Era una mujer enérgica. En cierta ocasión advirtió a una mujer mexicana de que sus dos hijos, nacidos ya en Estados Unidos, se estaban aprovechando de su escaso conocimiento del inglés para quitarle unas tierras: "Dígales que existe un comité de vigilancia que estará encantado de vérselas con ellos".
Sor Blandina volvió a Trinidad en 1889. La ciudad había perdido su aspecto de frontera y el Viejo Oeste que ella había conocido empezaba a desaparecer. Incluso la escuela que las Hermanas de la Caridad habían gestionado durante décadas quiso modernizarse y les pidió que abandonasen sus largos hábitos.

Pero a sus 49 años de edad, la monja que le había parado los pies a Billy el Niño y había gobernado una carreta con caballos desbocados no se iba a arredrar tan fácilmente: "La Constitución de los Estados Unidos me concede el derecho a llevar este hábito igual que a usted para llevar pantalones. Adiós", le espetó al político de turno que quería cambiar el colegio.

En 1894 Sor Blandina abandonó el Far West para siempre y volvió a Cincinnati, donde trabajó entre los emigrantes italianos pobres el resto de su vida, que fue larga, pues murió en 1941 a los 91 años de edad.

"Su vida y su trabajo son sólo un ejemplo -si se quiere, extraordinario- del papel indispensable que jugaron las religiosas católicas en asentar y civilizar la frontera del Oeste", afirma Kevin Schmiesing en el articulo de Crisis Magazine de donde hemos tomado esta historia.
Esas valientes mujeres no ocupan en la conciencia colectiva estadounidense el papel prominente del que se hicieron acreedoras con sus méritos.