Cuando el 4 de febrero la Universidad de Leicester confirmó mediante ADN, más allá de toda duda razonable, que los huesos hallados hace un año bajo un aparcamiento eran los de Ricardo III de York (14521485), se abrió enseguida un debate: ¿cómo y dónde enterrar nada menos que a un rey de Inglaterra, el último de los Plantagenet?


La primera polémica es el lugar. Parece zanjada por la ministra de Justicia Helen Grant, inclinada a hacerlo en la catedral de Leicester, y primar el punto del hallazgo de los restos sobre cualquier otra consideración.

Otros apuntaban a York, hogar de la dinastía a la que perteneció, y que mantuvo un conflicto de tres décadas con la casa rival de los Lancaster, la célebre Guerra de las dos Rosas (blanca los York, roja los Lancaster) que concluyó con la batalla de Bosworth en la que perdió la vida el ahora desenterrado.

Los más puristas, sin embargo, optaban por la abadía de Westminster y con un funeral de Estado: "En vez de tratarlos como los restos de un faraón egipcio, los huesos del último rey inglés muerto en el campo de batalla deben ser tratados con dignidad y venerados apropiadamente, como corresponde en exclusiva a un antiguo jefe del Estado", afirmaba Andrew Roberts la semana pasada. En dicho templo, que visitó Ricardo III devotamente el día de su coronación (su religiosidad fue en aumento en los últiimos meses de su vida), reposan hasta diecisiete antiguos monarcas de Inglaterra.


Pero más allá del enclave, está otra cuestión: el rito. Algunos lo expresan con total claridad: "¿Tiene sentido que reciba sepultura en el seno de una secta cristiana -el anglicanismo- que no existía en su tiempo?". En efecto, Ricardo III, como todos los reyes ingleses anteriores a él, era católico. Para más inri, murió a manos de Enrique VII, el primer Tudor, padre de Enrique VIII, el responsable de la caída del reino en el protestantismo y el cisma. Un Enrique VII que, eso sí -caballerosidad propia de la época-, pagó unas misas por aquel a quien destronaba.

Hay una campaña de firmas, organizada por un ciudadano británico llamado Thomas McLean, dirigida al gobierno de David Cameron para que no sea enterrado "en el terreno de una iglesia de la que nunca fue miembro y creada por el hijo del responsable de su muerte e ignominioso primer enterramiento". Debe ser sepultado, concluye el peticionario (a quien es posible adherirse vía internet en solicitudes que llegan directamente al 10 de Downing St), "en un lugar acorde con sus creencias".

Es decir, un lugar católico, según la primigenia identidad nacional, trágicamente rota por Enrique VIII.