En las obras de la gran escritora católica Flannery O'Connor (1925-1964) abundan los personajes de personalidad alterada y herida y moral cuestionable. Era una forma más de expresión de su profunda fe, como interpreta Regis Martin en National Catholic Register:
¿Por qué Flannery O'Connor escribió tanto sobre enfermos, dementes y depravados?
"¿Por qué escribes siempre sobre frikis?"
Era una pregunta que le hacían a menudo a Flannery O'Connor, cuyas extrañas y maravillosas historias estaban llenas de bichos raros. Sus lectores querían saber por qué sentía esa atracción por los especímenes más aberrantes, o menos sanos, del género humano. ¿Era lo grotesco parte de su gancho? Los lectores santurrones sentían especial rechazo por esta inclinación de la escritora. Consideraban que una predilección tan evidente por los enfermos y los dementes, por no mencionar a los personajes claramente depravados, era para ellos, personas temerosas de Dios, algo tremendamente perverso, claramente excesivo. Y que un amplio sector de los escritores del Sur [de Estados Unidos], cuyos personajes nunca habían abandonado La ruta del tabaco [Tobacco Road], se contagiara e hiciera lo mismo, no hizo más que agravar la ofensa.
"La ruta del tabaco", una película de John Ford de 1941 basada en la novela homónima de Erskine Caldwell, escritor natural de Georgia, como Flannery O'Connor.
¿Por qué esta preocupación tan enfermiza, sobre todo procediendo de una región que afirma ser cristiana? ¿Puede una fijación indecorosa coexistir honestamente con una sensibilidad conformada por la fe?
Puede. Y ciertamente Miss O'Connor así lo pensaba, razón por la que vale la pena observar de cerca su respuesta a esta pregunta. Entonces: ¿por qué abundan los frikis en su obra? "Porque", insistiría ella, "seguimos siendo capaces de reconocerlos", elevando la cuestión a un nivel más allá del moralismo.
Flannery O'Connor creció y vivió en el Bible Belt [Cinturón de la Biblia] sureño.
En otras palabras, si bien el Sur no era exactamente una región centrada en Cristo, con su ciudadanía sumergida en las cosas de Dios, era sin embargo un lugar poseído por Cristo. "El sureño, a pesar de no estar convencido de ello, teme haber sido creado a imagen y semejanza de Dios". Es este hecho, argumentaba ella, lo que explica la abundancia de bichos raros en la literatura sureña. Porque, verás, él es el auténtico, el símbolo deliciosamente ubicado del desplazamiento fundamental (la expresión es suya) que marca nuestro estatus en el universo caído. ¡Cuán frikis debemos ser a los ojos de Dios! ¿Acaso no es su mirada sobre nuestra naturaleza quebrada la única perspectiva que realmente importa?
Ninguno de nosotros está exento de formar parte de una raza caída. ¿Y en qué otro lugar, para un católico, el recordatorio es más insistente o beneficioso que en la santa misa? Rodeado por innumerables e irritantes recordatorios de lo mucho que puede desfigurarno el pecado, el feligrés medio no puede escapar. A los miserables de la tierra no los ves en un club de campo. Sí, también están allí, pero de los que son demasiado exigentes con la carne caída, ¿quién se da cuenta? De hecho, ni siquiera ellos mismos se darían cuenta. "Siempre que algo sea suficientemente grande, los hombres evitan verlo", dice Chesterton.
Parece que solo en círculos católicos puede uno presumir del populacho, donde están los hombres más corruptos y caprichosos. ¿Por qué otro motivo sufriría Cristo si no es para formar a estas personas y así liberarlas de su aflicción? Lo que sí es seguro es que Él no vino por quienes piensan que están tan bien que no necesitan la redención. Bueno, en realidad, sí que vino también por ellos, pero no hasta que estén dispuestos a aceptar el diagnóstico que les haga algún bien. Benditos sean, por tanto, no los chic, sino los geek [bichos raros], porque solo ellos se conmoverán por la gracia de Dios y buscarán su misericordia.
Todo esto fue muy evidente para mí hace unos años en un lugar llamado Saigón, poco después de su rendición al victorioso ejército de Vietnam del Norte, que rápidamente lo convirtió en un campo de concentración llamado Ho Chi Minh City. En esa época yo era un mero soldado del ejército estadounidense, armado con una máquina de escribir y un jeep en el momento de la invasión. Los domingos por la mañana solía llevar en el jeep a un anciano y amable capellán a la antes hermosa catedral (construida un siglo atrás por los ocupantes franceses, los primeros en colonizar Indochina) para que celebrara la misa. Pero para poder llegar teníamos que pasar primero por un mar enorme de deshechos humanos: ancianos abandonados, soldados sin extremidades, mujeres y niños refugiados que levantaban sus esqueléticos brazos para agarrar cualquier moneda que pudiéramos lanzar en su dirección.
"Cristo y los leprosos", de Gebhard Fugel (1863-1939). Fuente: Wikipedia.
Yo pensaba que eso podía ser la antesala a la morada de Dios. No era el rico vestíbulo del catolicismo suburbano al que yo estaba acostumbrado mientras crecía en unos Estados Unidos opulentos, en los que unos limpios feligreses se vestían para el éxito. Y pronto me di cuenta de que mi obligación era desprenderme de todo el dinero que fuera humanamente decente y no despreciar nunca a uno solo de esos desafortunados vagabundos. ¿Acaso Dios mismo no había ido de un lugar a otro vestido como uno de ellos? ¿Acaso mi tocayo, Martín de Tours, también un soldado, no había dividido su capa en dos para que un pobre no pasara frío en invierno, solo para ver a Cristo en un sueño vestido con la misma capa de miseria? ¿Cómo podemos presumir que entramos en la morada del Señor, para adorarle en espíritu y verdad, sin reconocerle primero vestido de ese modo doloroso fuera de ella?
"¿De quién es este rostro horripilante?", pregunta el poeta David Gascoyne, "¿esta carne pútrida, descolorida, desollada, comida para las moscas y quemada por el sol?"
No debemos mirar muy lejos para encontrarle, dice Gascoyne. "Contempla al Hombre: Él es el Hijo del Hombre". Y permanecerá en agonía, nuestra agonía, la agonía del mundo, hasta el final de los tiempos. Porque al convertirse en uno de nosotros cargó sobre él, llegando hasta el fondo del lodo y el sedimento, todo ese espíritu quebrantado que es el ser humano. ¿Cuán amplias deben ser entonces las heridas de este mundo pecaminoso si Cristo mismo está rodeado, perforado por su dolor?
¿Por qué hay tantos frikis? Porque, por la gracia de Dios, somos aún capaces de reconocerlos. Y al hacerlo, los amamos como a nosotros mismos. Porque esto es lo que son.
Pincha aquí para leer en ReL un artículo repasando las principales obras de Flannery O'Connor.
Traducción de Elena Faccia Serrano.