El ensayo y antología de Luis Español Bouché sobre Tres poetas alicantinos (Editorial Club Universitario), libro consagrado a Miguel Hernández (19101942), Vicente Mojica (19231989) y Alfredo Gómez Gil (1936) permite redescubrir la importante obra lírica mística de los dos primeros y la influencia vital que tuvo la religión en su vida y en sus versos.
Esto es particularmente interesante en el caso de Hernández, uno de los mayores y más universales poetas españoles del siglo XX. Español sintetiza así su evolución religiosa: "Que en Miguel Hernández la fe fue una constante de la infancia y la adolescencia, que una de las primeras obras que publicó fue un auto sacramental, que esa fe se tambaleó durante los años treinta, quizá por influencia de Pablo Neruda, y que al irse apagando su vida entre las paredes de la cárcel, aceptó finalmente confesarse y el matrimonio religioso, no tanto por motivaciones espirituales como para no perjudicar a su mujer, Josefina Manresa, que, de entrada, no podía entrevistarse a solas con su esposo por no considerar las autoridades penitenciarias válido el matrimonio civil del poeta".
No se trata pues, según este punto de vista, de una conversión (o de un retorno, para ser más precisos), sino de una conciencia del poeta de que le ha llegado la hora de comparecer ante Dios, víctima de bronquitis, tifus y tuberculosis, y quiere hacerlo según los cánones. El capellán de la prisión, "instándole amorosamente a que super[as]e su crisis espiritual" -contó Mojica en un artículo de 1978 sobre La religiosidad de Miguel Hernández y su poesía-, logró que el poeta acabase "pidiéndosela [la confesión] él mismo al buen sacerdote".
Desahuciado por los médicos, contrajo matrimonio el 4 de marzo, previo el sacramento de la penitencia, y falleció el 28 del mismo mes. Se hallaba en prisión por su papel como agitador cultural comunista durante la guerra. El hombre que cantó a Dolores Ibárruri, alias Pasionaria, en 1937, en 1933 lo había hecho A María Santísima glosando así el día de la Asunción: "¡Tú!, que eras ya subida soberana, / de subir acabaste, Ave sin pío / nacida para el vuelo y luz, ya río, / ya nube, ya palmera, ya campana (...) ¡Todo te echa de menos!".
Pero junto a estos hechos que recuerda Español Bouché sobre el mítico poeta, está su descubrimiento para el gran público de la obra de Vicente Mojica, de convicciones también afines al bando republicano pero "católico ferviente" y "místico contemporáneo": "Su Dios es el centro de su vida y de su arte, es un Dios cercano, íntimo, que el poeta lleva dentro de su corazón y al que redescubre en todo momento en la vida misma".
"Mi padre murió con una sonrisa en el rostro", recordaba su hijo en 2007, "y aquello me impactó. Estaba muy sereno. Mi padre quiso despedirse de nosotros y nos dijo: sabiendo quién me espera, acudiré gozoso a su llamada".
A ese Dios que le esperaba le dedicó una bella composición navideña: "Cuando Dios se haga Niño / ¡puro milagro! / Dios, ¡tan inmenso! / cabrá en mis manos. / En mis manos pequeñas / de humilde barro, / que quisieran ser cuna / para acunarlo. / Cuando nazcas, Dios-Niño, / ven a mis brazos, / que mi amor, tibio lecho, / te está aguardando".
La fe permea toda la obra poética de Mojica, reitera Español, y se palpa en los versos sobre las dudas y sobre la muerte: "Si espero en Ti y prosigo mi camino / libando penas que las hago mías / con firme voluntad de merecerte, / gracias, Señor, que tu poder divino / es quien me da esta fe con que me guías / para vencer el riesgo de perderte", proclama en Si digo madre.
O un soneto (Ayúdame, Señor) con las mismas resonancias de Lope de Vega que late en otros de Agustín de Foxá o Rafael Sánchez Mazas (por citar poetas del otro lado) y que vale la pena reproducir en su integridad:
Ayúdame, Señor. Solo no puedo
recomponer mi corazón de astillas;
ya ves que te lo pido de rodillas
y Tú no has de mover ni un solo dedo.
Basta que quieras. Mírame en el ruedo
con cuánta soledad, ¡mar sin orillas!
Para Ti son las cosas más sencillas;
Señor, échame un quite: ¡tengo miedo!
Por el portón oscuro de la muerte
sale un toro ilidiable y traicionero
y es un pregón de luto su bramido.
Sopla y mira hacia mí. Cuando me advierte
corre encelado ya: le hace un sendero
de sombras y de sangre a mi descuido.
Español recuerda un hecho que quizá, dice, no tiene un sólido fundamento biográfico en la historia de Manuel Hernández -pues contrasta con otros datos-, pero que contaba como anécdota en los años cuarenta el padre Moreno, un jesuita ya jubilado que disfrutaba contando historias a los chiquillos del colegio Santo Domingo de Orihuela.
Una de ellas se la escuchó el tercer protagonista de este libro, Alfredo Gómez Gil, alumno del centro a la sazón en 1946. "Mirad, zagalicos, iba yo paseando por la margen del Segura, cuando oí a un zagal que iba diciendo cosas mu bonicas", se arrancaba el buen hijo de San Ignacio.
El padre Moreno le preguntó al zagal de quién eran los versos que recitaba, y el chico le contestó que eran suyos. Le pidió que se los escribiera, y el niño confesó que no podía. El sacerdote se enfadó ante lo que consideró una falta de respeto, pero el pequeño le explicó que no sabía escribir. Entonces el padre Moreno habló con su padre para remediarlo... y fue así como Miguel Hernández -pues tal era el zagal- ingresó en el colegio de Santo Domingo, "que abandonaría un triste día de marzo de 1925", lamenta Luis Español, quien considera que tal vez el jesuita dejó volar su imaginación con aquella narración "para convencer a los niños de las virtudes del estudio".
Se non è vero è ben trovato [Si no es verdad, viene muy a cuento, en traducción libre], pero lo que sí es vera e ben trovata es esta antología, que nos recuerda una vez más la presencia de Dios en la poesía española de todas las épocas, incluida una tan convulsa como la del primer tercio del siglo XX y sus consecuencias, y en la pluma de los mejores vates de ambos bandos.