Junto a los tradicionales turrones y polvorones, en los últimos años se ha introducido con fuerza en España un dulce navideño de origen italiano: el panettone.
Su origen, como el de tantas otras costumbres populares, se pierde entre historias que van recorriendo los siglos. Una de las hipótesis más probables, según publica el número de diciembre de la revista Arautos do Evangelho, nos remite a finales del siglo XV, a los tiempos del célebre Ludovico Sforza (14521508), también llamado El Moro, en los tiempos en que fue Duque de Milán (14941500) y gobernó la ciudad embelleciéndola y fortificándola, y ganando para ella la primacía sobre otros estados italianos, hasta que las triquiñuelas de la diplomacia que tan finamente había manejado en sus tiempos de gloria se volvieron contra él, y pasó en la cárcel los años desde su deposición en el cabo de siglo hasta su muerte.
Pero cuando aún gozaba de todo su poder, celebró la Nochebuena con una gran cena en la corte, una de las más refinadas de Europa, y en particular por su cocina. Aquel año, el cocinero jefe decidió sorprender a todos con un dulce cuya receta habían traído de Oriente los venecianos.
Entre los fogones reinaba la alegría navideña, sólo rota por un joven pinche recién llegado de la campiña lombarda, a quien se veía melancólico y triste echando de menos la Navidad de su casa paterna, pobre pero donde vivían en armonía y amor familiar.
Como forma de combatir la nostalgia, decidió preparar un pan especial como los que hacía su madre para celebrar la llegada del Niño Dios. Pero como no tenía los ingredientes necesarios, recurrió a las sobras de la delicia que había ideado el jefe de cocina.
Sucedió entonces un imprevisto. Ocupado en mil menesteres para mantener contentos a los augustos invitados del duque, el cocinero jefe olvidó en el horno su misteriosa sorpresa. Cuando se quiso dar cuenta, ya era tarde: el pastel se había quemado justo cuando llegaba la hora del postre. El día de su triunfo se iba a transformar en un fracaso estrepitoso y sonado, tales eran las promesas que había hecho a Ludovico Sforza sobre lo que le aguardaba. Se echó a llorar.
Entonces el joven pinche lombardo se le acercó y le ofreció lo que él había preparado para consolarse. Enseguida el cocinero jefe reparó en la elegancia de aquellos panes de forma cilíndrica, asetados en la copa, de maravilloso perfume, trufados de frutas cristalizadas, apuntaban a un sabor no menos notable.
Era un riesgo jugársela ante El Moro con aquel pastel preparado por un desconocido ayudante, pero... la alternativa era peor. El jefe de cocina optó por sacarlo a la mesa en bandejas de plata.
La vista del pan ya gustó a la concurrencia, no menos que su perfume. Pero cuando lo probaron... el éxito sí que fue completo.
El Duque llamó a su presencia al autor del plato, y el jefe, honesto, mandó al pinche.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó el gran Ludovico.
-Toni -respondió.
-Así que éste es entonces... il Pane Toni [el pan de Toni] -bromeó, felicitándole efusivamente.
Y ordenó que para la Navidad del año siguiente se preparasen otros iguales y en mayor cantidad. Había nacido, en los fogones de uno de los príncipes renacentistas por excelencia, mecenas de Leonardo da Vinci, por obra de un campesino de quien poco sabemos más que su nombre de pila, el dulce que da tono a estas fiestas en Italia y, progresivamente, en todo el mundo.