Nada en los orígenes familiares y sociológicos de Charles Maurras (18681952) dejaba presagiar que con el tiempo se convertiría en uno de los más importantes teóricos del pensamiento antimoderno, no sólo de Francia, sino de todo Occidente.
Nacido en el seno de una familia pequeñoburguesa de la Provenza, estaba proyectado para ser un abogado o comerciante en Marsella. Sin embargo, dos desgracias tempraneras –la pérdida de su padre cuando tenía ocho años y unos problemas de oído que acabaron en sordera– le sirvieron de acicate para cultivar unas dotes intelectuales innatas. De entrada, las utilizó para alejarse de la fe que le transmitió su madre.
Así las cosas, no es de extrañar que su primera gran referencia fuese la Grecia clásica, cuya herencia descubrió cuando un diario le envió a cubrir los Juegos Olímpicos de 1896. Pero, a partir de un encuentro con el escritor nacionalista Maurice Barrès, la principal pasión fue Francia.
Sobre todo desde que estalló el caso Dreyfus, aquel oficial judío falsamente acusado de espiar para Alemania, cuya suerte partió a Francia en dos. Maurras se convirtió en el líder de los antidreyfusards. Y aprovechó la oportunidad para acuñar el concepto de nacionalismo integral.
En su perspectiva, la decadencia de Francia era achacable a cuatro enemigos hijos, según él, de la Revolución de 1789: judíos, masones, protestantes y demócratas. A todos ellos les atacó sin piedad. Especialmente a los judíos.
La habilidad de Maurras consistía en compaginar la violencia verbal con la finura intelectual. Su nacionalismo integral trascendía la mera melancolía: era una construcción teórica cuidadosamente elaborada. Reaccionario y tradicional, sí, pero con un fuerte influjo positivista –Maurras admiraba a Augusto Comte– pues consideraba que la política natural no está únicamente basada en la Historia y en la herencia, sino también en la Biología.
Este es un rasgo fundamental del pensamiento maurrasiano. Otro es la instrumentalización de instituciones a las que no está especialmente unido. Por ejemplo, la Iglesia católica. Pese a su agnosticismo, para Maurras Francia no se entiende sin su matriz católica. El catolicismo tradicional, por supuesto, pues los democristianos fueron otro de sus blancos favoritos.
Lo mismo cabe decir de su apuesta por la restauración de la monarquía. El monarquismo de Maurras no era sentimental sino pragmático. Y consiguió una hazaña: atraer a su causa a los muy liberales Orléans, a cuyos sucesivos pretendientes tuvo bajo su batuta hasta que en 1937 el joven conde de París rompió definitivamente con él.
La decisión del Orléans apenas mermó la enorme influencia que por esa época tenía Maurras en la sociedad gala: baste decir que un año antes fue elegido miembro de la Academia Francesa, institución que no concede a cualquiera los escasos sillones libres de los que dispone. Pero nunca Maurras hubiera alcanzado ese estatus sin una poderosa estructura.
Esta fue la Acción Francesa, nombre que abarcaba tanto al movimiento político –como antiparlamentarios que eran nunca se presentaron a las elecciones– como al periódico. En las páginas de este firmaron los intelectuales de derechas más brillantes de la época, como Jacques Bainville –su Historia de Francia se sigue editando–, León Daudet o Maurice Pujo.
La Acción Francesa tuvo éxito allí donde muchos otros fracasaron en siglo y medio, al saber seducir al gran público educado en el pensamiento republicano, laicista y democrático. Maurras y sus intelectuales supieron aprovechar en beneficio propio la crisis política y económica de los años 20 y 30. Todo iba viento en popa hasta que Pío XI condenó sus ideas en 1926. Muchos católicos les abandonaron.
Sin embargo, el nítido distanciamiento del germanófobo Maurras respecto del nazismo –“la empresa racista es locura auténtica”– hizo que poco antes de la Segunda Guerra Mundial el Papa levantase su anatema. La alegría duró poco tiempo debido a la torpeza de Maurras. Cuando, a mediados de 1940, llegó al poder el mariscal Philippe Pétain con la idea de suprimir el legado republicano y restablecer tradiciones eternas, Maurras acogió el acontecimiento con un: “¡Divina sorpresa!”.
Pero su germanofobia no podía tolerar la colaboración y la sumisión a los nazis. De ahí una actitud ambigua que, una vez acabada la guerra, se saldó con una condena a cadena perpetua y retirada de todos los honores, incluido el sillón académico. Charles Maurras nunca volvería a ser el mismo.
Nada más conocer su condena, en 1945, Maurras, fiel a sí mismo, dijo que se trataba de la "revancha de Dreyfus". De poco le sirvió, pues pasó la práctica totalidad de los últimos siete años de su vida encarcelado. A principios de 1952, el presidente Auriol pero no fue a su casa sino al hospital. Aún subsiste la duda de si abrazó la fe católica en su lecho de muerte. Reconoció haber dado "un paso hacia las cosas etrernas". Pero a continuación dijo a los teólogos que le rodeaban que dejasen de dar de beber a un burro "que había dejado de tener sed".
http://www.intereconomia.com/noticias-gaceta/cultura/francia-accion-20121110