Pío XII fue un Papa de grandes y precisas obras doctrinales. No sólo definió el único dogma de Fe proclamado en el siglo XX, la Asunción de Nuestra Señora a los Cielos, el 1 de noviembre de 1950. También promulgó encíclicas de gran calado teológico como la Mystici Corporis de 1943, sobre la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo; la Mediator Dei de 1947, sobre la Sagrada Liturgia; o la Humani Generis de 1950 sobre los errores de la llamada nueva teología.
Esa preocupación por la pureza de la Fe no le hacía ciego a las necesidades pastorales del día a día, a pesar de que, como miembro del cuerpo diplomático pontificio, el ámbito principal de su vida pública fue, más que la cura de almas directa, las relaciones entre los Estados y la Santa Sede. Pero el Papa Eugenio Pacelli sabía ser pastor de su grey, como lo demostró en los años de la Segunda Guerra Mundial, cuando Roma corrió el peligro de ser destruida y él quiso estar a pie de calle compartiendo la angustia de sus paisanos.
En los años 40 y 50, como ejemplo de esa inquietud apostólica, cobraron gran importancia en todo el mundo católico las ligas contra la blasfemia, que existían en diversos países incluso desde finales del siglo XIX para combatir esa lacra con la reprobación social e incluso legal, pues en muchos países las injurias contra Dios, la Virgen o la Eucaristía estaban tipificadas.
Por citar un ejemplo español, el 21 de enero de 1955 una circular del gobernador civil de Barcelona al ayuntamiento de Manresa le instaba a sancionar esa “lamentable y grosera costumbre que hiere vivamente los tradicionales sentimientos católicos del pueblo español, y constituye un oprobio para todos cuando la misma se pronuncia ante extranjeros, por ser un signo de falta de educación aún para aquellos que no lo consideran como una irreverencia”.
Más allá del reproche social que se intentaba instalar en los países católicos contra la blasfemia (España, Italia, Bélgica, Francia), Pío XII quiso recordar la gravedad del insulto a Dios instando a los cristianos a reparar esas faltas. Lo tomó como un asunto relevante, tanto que él mismo inspiró y retocó una oración que quiso leer personalmente ante los micrófonos de Radio Vaticana el 11 de septiembre de 1954. Además, usando el "poder de las llaves" propio del Sumo Pontífice, lucró el rezo de esa oración con una indulgencia de mil días.
Un instrumento de reparación. |
La oración hizo fortuna y se imprimió en millones de estampitas en varios idiomas. Hoy está casi olvidada, pero en la medida en que el problema que buscaba paliar no ha hecho sino agravarse, es buen momento para rescatarla:
Oración en reparación por las blasfemias,
compuesta por Su Santidad Pío XII
¡Oh, Augustísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que aun siendo infinitamente feliz en Ti y por Ti por toda la eternidad, te dignas aceptar benignamente el homenaje que de toda la Creación se alza hasta tu trono excelso!
Entorna tus ojos, te rogamos, y cierra tus oídos divinos ante aquellos desventurados que, o cegados por la pasión o arrastrados por un impulso diabólico, blasfeman inicuamente contra tu nombre y los de la Purísima Virgen María y los santos.
Detén, ¡oh, Señor!, el brazo de tu justicia, que podría reducir a la nada a quienes se atreven a hacerse reos de tanta impiedad.
Acepta el himno de gloria que incesantemente se eleva desde toda la naturaleza: desde al agua de la fuente que corre limpia y silenciosa, hasta los astros que brillan y recorren una órbita inmensa, en lo alto de los cielos, movidos por tu Amor.
Acepta en reparación el coro de alabanzas que, como el incienso ante el altar, surge de tantas almas santas que caminan, sin desviarse jamás, por los senderos de tu ley, y con asiduas obras de caridad y penitencia intentan aplacar tu justicia ofendida.
Escucha el canto de tantos espíritus elegidos que consagran su vida a celebrar tu gloria, y la alabanza perenne que a todas horas y en todo lugar te ofrece la Iglesia.
Y haz que un día, convertidos a Ti los corazones blasfemos, todas las lenguas y todos los labios entonen concordes en este tierra aquel canto que resuena sin cesar en los coros de los ángeles: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los Ejércitos. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Amen.