Theodore Dalrymple es uno de los principales creadores de opinión conservadores en la prensa británica. Es el pseudónimo como escritor del doctor Anthony Daniels, psiquiatra forense y columnista habitual The Spectator, The Times y The Daily Telegraph, entre otros. En español se ha publicado una de sus obras, El sentimentalismo tóxico.
Aunque Darlrymple se confiesa agnóstico, es un defensor de la cultura cristiana que está siendo atacada por el movimiento de la "cultura de la cancelación" o de la "cultura del Woke" (en inglés, del "despertar"), una aparente rebelión contra la "opresión" que se traduce en una sumisión acrítica ante la corrección política mediante una culpabilización de los grandes personajes y momentos de la civilización occidental de base cristiana.
La destrucción de estatuas, buena parte de ellas de significación religiosa (como la de San Junípero Serra), en las violentas manifestaciones de este verano ha sido su manifestación reciente más llamativa.
En un reciente artículo en Catholic Education, Dalrymple denuncia la hipocresía moral que envuelve esta actitud:
Complejo de culpabilidad
Yo con la Mona Lisa, yo en las Pirámides, yo en el Coliseo, con énfasis en el yo, claro está; por lo menos el Covid-19 ha dado al traste con todo esto por un tiempo, como también con las arengas públicas de la pequeña Greta, que de alguna manera conseguía aunar las características del zombie y la histérica. Lástima que todo pueda volver.
A veces leemos que una persona que se estaba haciendo un selfie ha muerto porque se ha caído a un precipicio mientras intentaba hacerse una foto mejor. Soy consciente de que, en teoría, una muerte accidental es algo trágico que hay que lamentar, pero estaría mintiendo si negara que siento una ligera sensación de placer cuando leo noticias sobre muertes como esta: es decir, un martirio causado por el egocentrismo.
Aunque parezca mentira, el mejor comentario sobre los selfies lo he visto en una tira cómica de un periódico en lengua inglesa de Bahrain. Un joven se está haciendo un selfie junto a un cadáver, en un ataúd abierto, antes del funeral. Si no fuera una paradoja, diría que la superficialidad no podría ser más profunda.
Siento aversión a que me hagan fotografías, imaginemos entonces un selfie. No es debido a una modestia digna de encomio; más bien, es una manifestación de vanidad, por lo tanto algo negativo. Hasta que veo una fotografía mía puedo pensar que soy más atractivo de lo que soy, y me asusta ver cómo es realmente mi apariencia física. Me sucede lo mismo cuando hablo en público (algo que hago muy raramente); mientras hablo creo que no lo estoy haciendo tan mal. Luego oigo una grabación y pienso: "¿Quién es este bufón tan pomposo?". No, los selfies definitivamente no son lo mío.
Theodore Dalrymple.
Pero posar y el postureo se han convertido en fenómenos de masa, el tatuaje de nuestro tiempo. Nada es más verdad que esto, salvo la moralidad contemporánea Woke ["despierta"; en este contexto, tendría el sentido de "moralidad contemporánea políticamente despierta" vinculada también al concepto de corrección política, ndt]. No hace mucho, los jóvenes burgueses buscaban expresar su simpatía por los supuestamente pertenecientes a las clases bajas u oprimidas imitando sus tatuajes o vestimenta, siendo la imitación la forma más alta de empatía disponible para los egocéntricos. Ahora expresan ese mismo deseo convirtiendo el concepto de Wokeness en el pilar de su moralidad. Creen que se están rebelando cuando, es obvio, se están amoldando. No se han dado cuenta de que es más difícil y, por ende, más valiente, contradecir a un amigo que criticar a la sociedad.
La imagen de jóvenes burgueses hincando la rodilla en el suelo -una imagen con la que ahora, por desgracia, estamos muy familiarizados- y alzando sus manos como si estuvieran a punto de ser disparados me da náuseas. Es el mismo tipo de falsa sensibilidad -si esta es la expresión correcta- que anima a la gente a ponerse tejanos que han sido rotos expresamente, como si al hacerlo estuvieran manifestando su solidaridad con los pobres. En lugar de manifestar su gratitud porque se pueden permitir comprar alimentos y vestidos dignos gracias al esfuerzo de las generaciones anteriores, prefieren pretender que sienten culpa. Si hay algo que está institucionalizado no es el racismo, sino la culpa; una culpa peculiar, artificial y deshonesta.
La culpa es una respuesta adecuada a las malas acciones u omisiones personales, y el nivel de culpa debe ser proporcional a la mala acción u omisión. Un ejemplo: el otro día le colgué el teléfono a una vendedora telefónica. Fue muy maleducado por mi parte, y no tengo excusa. La señora estaba haciendo su trabajo, que no creo que le dé muchas satisfacciones, tampoco a nivel económico. La molestia que me produjo su llamada fue leve. Pero mi mala educación, con toda probabilidad, empeoró su día. Con un poco de esfuerzo yo habría podido decirle que le agradecía su llamada pero que no me interesaba lo que me estaba intentando vender.
Claramente, habría sido totalmente irracional por mi parte que me consumiera la culpa, o dar vueltas en la cama por la noche pensando en ello. (La culpa desproporcionada es un vicio, una manifestación del pecado de orgullo).
Sin embargo, sí que sentí un poco de culpa y decidí ser más cortés la próxima vez; aunque, en mi propia defensa, tengo que añadir que en estas circunstancias suelo ser razonablemente educado.
El otro día, por ejemplo, recibí por primera vez la llamada de una vendedora evangélica, que me ofrecía el producto en oferta -la salvación-, y tuve una breve charla muy placentera con la señora en cuestión.
Aunque me siento culpable por mis malas acciones u omisiones, el tipo de cosas que yo controlo directamente, no siento culpa por el hecho de que mi vida haya sido bastante afortunada, seguramente más afortunada que la de la mayoría.
Por el contrario, siento gratitud o, tal vez, utilizando un término más adecuado, alegría.
Siento tristeza por los desafortunados, pero no culpa, porque yo no soy responsable de sus dificultades.
Ciertamente, yo no he hecho nada para merecer las oportunidades que he tenido, pero tampoco he hecho nada para no merecerlas. Acepto el mundo tal como lo he conocido y, para mí, sentirme culpable por mi evidente buena suerte sería un signo, no de sensibilidad o virtud moral, sino de pomposidad moral.
La pomposidad moral ha hecho seguramente más daño al mundo que la indiferencia, en la medida en que no reconoce límites a su poder de conseguir, supuestamente, un mundo mejor.
Un persona con postureo moral tal vez diga que un mundo en el que los seres humanos están reducidos a ser vendedores telefónicos es un mundo terrible. Las ventas telefónicas no deberían existir y, por consiguiente, el modo como una persona reaccione a una vendedora telefónica no tiene importancia o es irrelevante. Es más importante trabajar para la abolición de este trabajo que ser educado con quienes lo realizan.
Pero mientras los buenos efectos de ser amable son incuestionables, los efectos de abolir las ventas por teléfono no lo son. Es más, son inherentemente inciertos, porque dichas medidas, si se toman, siempre tienen consecuencias imprevistas o involuntarias.
Sin embargo, tanto los que posan como a los que les gusta el postureo, prefieren centrarse en problemas distantes porque no exigen nada de ellos salvo la expresión de unas opiniones correctas y, a veces, algunas protestas, manifestaciones e incluso disturbios, lo que claramente es más placentero que la disciplina: porque actuar virtuosamente es una disciplina.
Traducción de Elena Faccia Serrano.